domingo, 4 de septiembre de 2011

Y ella me vio bailar


Algunas veces he sentido la necesidad de apartarme de la gente que me rodea. Estaba comprometido conmigo mismo y era imposible tener momentos en los que de repente me consideraban miembro honorario de las juergas y encuentros cerveceros en el bar del frente. Ser misántropo me ha traído más de un dolor de cabeza a lo largo de los años, ya que nunca he podido interpretar las observaciones sinceras de quienes me consideraban un amigo, pese a mi poca empatía para con ellos. Mis temores hacia el rechazo desde muy pequeño me consignaron a una soledad exenta de oportunidades. Una vez más la razón imperaba mis sentimientos y tenía que escudarme en mi caparazón y ser otro. Hasta mis profesores creyeron que era un caso perdido que debía ser estudiado en los grandes laboratorios y clínicas de la mente; no era necesario ser diagnosticado, ya estaba condenado.

Pero había que formar parte del sistema. Había que trabajar y ser miembro activo del PBI. Mientras cumplía con mi jornada de diez horas y nadie se metiera conmigo, todo iba de maravillas. Asistí a pocas reuniones y no tenía amigos con los cuales intercambiar puntos de vista sobre tal o cual tema. Me sentía un extraño en mi propio mundo, que tuve que pedir disculpas públicas por haber nacido un 29 de febrero. Y eso, a nadie le importaba. Siempre era bien recibido y considerado para las futuras promociones de fin de año. Mientras más me apartaba de ellos, más se acercaban a mí.

Aprendí a tolerar ciertos fanatismos y manías. Aprendí que la unión hace la fuerza. Aprendí a vivir en comunidad. Me alejé de mi familia muy tarde y sentí que era el momento de formar una. Sin embargo, eso nunca me preocupó. Me acostumbré a la soledad. Creé mi propio organigrama de actividades y supe enfrentarme al costo de vida y a la manutención de mis propias necesidades como persona y ciudadano.

No he amado a nadie hasta el momento. Si alguna vez tuve intenciones de comprometerme, no sabría decir qué fue exactamente lo que hizo que me retractara o desistiera de hacerlo. He vivido como mejor he podido, tampoco tengo el complejo de considerarme feo o poco agraciado. Para muchos de mis conocidos, debo tener algo que llame la atención de las mujeres. Quisiera saber qué es, porque generalmente soy callado y de apariencia nostálgica. En esto tiempos en donde todos parecen pisar a fondo el acelerador, yo voy en bicicleta a 10 km/h. No tengo apuro en vivir las alocadas aventuras que los demás han decidido experimentar por temor a la relatividad del tiempo, tampoco creo que sobredimensionar las capacidades corporales tenga buenos resultados a la largo. La vida es muy corta para andar pensando si el sistema de ejercicio que compraron del telemercado sea el más útil para evitar el envejecimiento. Al fin y al cabo, todos vamos a morir.

De una cosa sí estoy seguro: atraigo miradas. Debo reconocer que se siente bien cuando alguien trata de mantener a uno en su retina por varios minutos, en silencio, en la tranquilidad de su cubículo, aparentando atender la documentación que le llueve cada cinco minutos del otro lado de la oficina. Pero eres tan corto que ni siquiera puedes intentar buscar la conversación simulando buscar un poco de café o pedir prestado la grapadora de tu vecino de al lado. Y debo confesar que es un estímulo bastante apreciado, que condensa la carencia de otros sentimientos inmediatos. Solo hay que tener las agallas para hacerlo, demostrar que ese interés es mutuo y conviene estar a disposición antes de que sea demasiado tarde.

Y ella lo sabía.

A lo lejos, en un apartado rincón del salón donde nos habíamos reunido para celebrar una actividad social, esa mirada casi era exactamente como la había imaginado desde tiempos aquellos en que mis zapatillas no eran precisamente de marca, mis pantalones necesitaban costuras y mis dientes requerían enderezarlos sin objeciones. Simplemente, era ella la que había elegido quién la llevaría de vuelta a su casa, cuando todo esto hubiera terminado.

¿Y si me equivoco? ¿Si las señales no son como aparentan ser? Alguna vez tengo que ganar la ventaja de la duda. Y si no era como lo esperaba, aún podía seguir viviendo con la frente en alto, dedicado a mi trabajo y a mi soledad. Solo eran pequeños pasos que me iban acercando a mi destino. Sin embargo, fue otro quien decidió comenzar la aventura. Di media vuelta, y regresé a casa.

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