jueves, 23 de julio de 2009

La irremediable soledad del espantapájaros

Hace poco sentí el deseo imperioso de mostrar otro rostro ante mis amigos (los pocos que tengo, claro está). No sabría decir por qué lo hice, simplemente ocurrió aquella mañana en que estuve desayunando un huevo pasado y jugo de naranja recién exprimida. Alguien llama a la puerta y al salir a recibir a quien fuera que haya tocado el timbre, me desconsoló saber que no había nadie a quien poder preguntarle "¿Qué quiere?". Cerré la puerta y esperé un momento con la esperanza de volver a sentir el sonido característico del bendito aparatito sobre el dintel de la puerta. Pero nada.


Volví a mi acostumbrado desayuno y solución de crucigramas pasados de El Comercio, con el aburrimiento de un escarabajo que empuja sobre la maleza un trozo de desperdicio orgánico (caca). Llegada la hora del almuerzo (las horas pasaban tan rápido que descubrí que había cumplido tres años más de vida), preparé puré de papas con un poco de salsa roja encima. No era lo mejor que había preparado pero al menos no escuchaba a mi padre decir que estaba perdiendo dinero al no dedicarme a la gastronomía.


Cuatro de la tarde. Inmediatamente después de revisar la correspondencia en mi correo electrónico de gmail (100% spam, 0% correo personal), llaman a la puerta. De un brinco salto de la silla y voy a ver quien es. Vaya, dije al ver a la otra persona fuera. Un nudo en la garganta impidió devolverle el saludo y no hice otra cosa más torpe que dejarla entrar. Pasamos a la sala, nos sentamos en el sofá y recordamos la última vez que estuvimos en este mismo cuarto, hace ya seis años, cuando aún había amor entre nosotros (al menos, yo lo sentí; ella, no lo sé). Desde aquella vez traté de buscar respuestas a por qué me dejó, por qué de la noche a la mañana sus sentimientos hacia mí cambiaron y por qué prometió tantas cosas que luego las dejaría muy en el fondo del baúl inexistente de su conciencia.

Quise que me respondiera ahora. "¿A qué has venido?", pregunté, entre miedoso y emocionado. No contestó. Se puso a llorar inconsolablemente, me abrazó, escondió su rostro en mi regazo y no pude evitar una erección que puso en alerta a la visitante. Como de una pesadilla kafkiana hubiese estado hecha esta escena, me bajó los pantalones y me aplicó un felatio que luego agradecí de que no me mordiera (tenía la costumbre de emocionarte tanto que me mordía sin misericordia). Le alcé la falta, acaricié su clítoris y con un dedo jugué con su ano que luego se perdió en él sin quejas. Nos desvestimos de inmediato e hicimos el amor por primera vez sin apuros ni culpabilidades.


Fue asombroso. Estuvimos echados en el sofá sin pronunciar ni una palabra cursi o un comentario de esos para romper el hielo. Ya lo habíamos hecho. ¡¡¡Y de qué manera!!! Por supuesto que no bastó una revolcada para olvidar lo que me había hecho. E imaginé que se sentiría desgraciada de andar buscando hombres que pudieran satisfacer su demanda sexual, que una vez empezado conmigo, terminaría con toda la facultad de medicina de San Marcos en el Paraninfo. Nos vestimos, cogió las pocas cosas que llevaba y se marchó. Dos años después, la intriga me corroe. No estoy seguro de lo que sucedió realmente con nosotros. Y nunca lo sabré.

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