domingo, 15 de julio de 2012

Confesiones de un suicida rocanrrolero

Despertar al día siguiente luego de una bomba, es un alivio que debe considerarse afortunado. La cabeza estalla y los dedos maltrechos al rasgar las cuerdas de la guitarra presentan callos que no me había percatado tener. Los años no pasan en vano y aquí te das cuenta quién es realmente tu amigo. Los amigos se manifiestan solo cuando repercutes en los medios y tu peor canción se sigue escuchando por las radios. Me molesta un poco que mis mejores temas no hayan sido del agrado de la mayoría, mientras que los más comerciales indican que el camino no es tan sinuoso como lo esperaba. Las regalías son bienvenidas, pero el arte está por los suelos, como el vómito que dejé al lado de la cama. Mi garganta maltrecha, por las constantes idas y subidas del cigarro y el alcohol, han dejado una marca imborrable en el colectivo; es más rasposa y casi ni se entiende lo que canto. La música es lo que cuenta, las estridencias, las noches sin dormir y el cansancio de las giras, es el pan cada día. No hay fin de semana que aparezca en alguna movida nocturna y hay quienes piden a gritos que vuelva a tocar en público. Claro, cuando hay nostalgia, quieren que vuelva; pero no creen en uno, solo les interesa llenar el local con gente que busca recordar lo que dejó atrás. 

Lo selecto sale caro. Cuando empecé a conquistar al mundo con mis aberraciones melódicas era porque lo consideraba una vía alterna al ímpetu rebelde que exacerbaba mis entrañas. Los años ochenta fueron para mí la quintaesencia del progreso en este campo. Los noventa fueron el debacle, las repeticiones y el conflicto de intereses primaron más que todo en aquellos que sólo se contentaban con letras pegajosas y estribillos sin nada de sustancia. "Alegra nuestros corazones", dijo uno de esos seres con coeficiente de niño prodigio de la estupidez. Los estilos cambian y la moda hace que sean recibidos como los gurús del entretenimiento. Sí, pues, alguien como yo empieza a sentir los estragos del insulto y el desplazamiento de nuevas voces que nada tienen de talentosas. Mesa que más aplauda, quieren gasolina, el funkete... ¡Mierda! Es para llorar.

He puesto los cojones en el escenario muchas veces, sin recibir nada a cambio. Los verdaderos empresarios escasean. Las fanáticas creen que soy el papá de Pepe Miranda y se ríen de mí como si hubieran visto a un fantasma violar al gato Félix en pijama. Las chicas ya no son como las de antes. Ellas sí que sabían divertirse con uno. Ahora se creen más sofisticadas sólo porque asisten a esas discotecas exclusivas que discriminan a gente como yo, sin importar lo que antes fui. ¿Y a quién le importa? Prefiero morir en el olvido que ser rescatado por alguna autoridad oportunista, que cree que dándome un diploma o una distinción, vaya a devolverme la vida. Como al Indio Mayta. El pobre estaba casi moribundo y le entregaron las "palmas magisteriales". Debieron pagarle el tratamiento médico. Eso hubiera sido digno de mención. Al poco tiempo murió sin haber gozado de una vida equiparable a su condición de artista. Y eso es lo que no quiero que estos hijos de puta hagan conmigo. Si he de morir, he de hacerlo en el escenario, como viejo roquero sin vergüenza de soltar un gallo frente a los entusiastas de siempre.

Lo demás no tiene importancia. La vida que he vivido no ha sido tan mala después de todo. He podido ser quien soy con la voluntad que me permitía levantarme a la mañana siguiente y velar por mis convicciones, con mis sueños y destemplanzas que nunca faltan para hundirte en depresiones sin sentido. Afortunadamente, supe cavar bien hondo para no ser aplastado por lo convencional. Ahora que lo tuve todo, dejo en claro que ya es demasiado tarde para pedir clemencia y que otros vean en mí lo que ellos quisieran ser. No soy quien para decirle a la gente qué debe de hacer en circunstancias similares. Sólo soy un individuo de carne y hueso, con defectos y virtudes, con deudas y un maravilloso don musical que lego a las futuras generaciones. No son simples palabras, son sentimientos que dejo a la perpetuidad del mundo. Cierro los ojos y el fuego que vierto de la botella a mi garganta reconforta a mares mi espíritu. A Dios gracias que sé que no es tan doloroso como se piensa.

Últimas palabras... Fuera.

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