viernes, 7 de septiembre de 2012

¿No es él un encanto?

Una noche, cerca de las diez, Esteban regresó a casa luego de un agotador día de trabajo. Como cada fin de semana, salió a tomar unas copas con sus compañeros y les demostró que no era cierto eso de que lo tenían pisado y que no podía darse el gusto de brindar con los amigos cheleros. Había flirteado con dos secretarias y casi estaba seguro de que campeonaría con una de ellas. Sin embargo, prefirió irse a casa y solucionar su problemita con Agatha, su mujer, antes de dar el paso definitivo al desbalance patrimonial. La encontró en bata, viendo la televisión, como si no pasara nada, creyendo que los devaneos de su marido eran simples pinceladas de un empleado frustrado por el sueldo mínimo y la explotación sistemática del horario reglamentario en la oficina. No era común verlos hablar de cosas trascendentales, sino de aspectos simples de la vida; es más, discutían por nimiedades y caprichos frívolos que aparentaban ser el elixir de su existencia.

Él le dijo que estaba cansado de verla en esas fachas, que debía arreglarse más y demostrar lo buena esposa que era en la cama, antes de que cambiara definitivamente de bitácora y decidiera frecuentar tipas que sí les gustaba el sexo desenfrenado. La mujer se echó a reír sin prestarle la más mínima atención, mientras escuchaba los insulsos comentarios de un animador de televisión. El hombre, desprovisto de todo tacto delicado para con su mujer, la cogió del cuello y empezó a estrangularla, mientras le propinaba sendos golpes en el rostro. La escena ya la había visto antes, luego de una sesión de alcohol, pues, pensaba, que era el único estimulante que le hacía parecer hombre de verdad frente a ella. Ya estaba acostumbrada, así que dejó que se desahogara pronto antes de que volvieran de los comerciales.

Sin decir una sola palabra, Esteban la dejó en su lugar y se echó a llorar como un niño desvalido. Agatha, conmovida por las lágrimas de su esposo, se acercó a él y lo consoló. Lo llevó a la cama, lo acostó y le dio las buenas noches. Más tarde, ella se encerró en el baño y limpió pulcramente las heridas recibidas de su compulsivo marido. Ni siquiera le provocó llorar; le pareció tan común la forma en que la trataba que sentía verdadero amor por este hombre, que un golpe suyo era por consiguiente una demostración del más puro e infinito afecto hacia su persona. Algunas veces ella lo provocaba para que le diera alguna bofetada o puñete restaurador y le hiciera ver margaritas flotando alrededor de la tortilla o del café humeante. Algunas otras veces le quemaba la camisa para que él sintiera una furia descontrolada y la pisoteara como boleto de Tinka pasado. Eso era amor, decía.

A la mañana siguiente, las cosas volvían a su natural forma cotidiana. Besos, abrazos, palabras dulces, eran una obsequio matutino que se disfrutaba mejor junto al jugo de naranja recién exprimido. Pero algo andaba mal, algo faltaba dentro de todo ese tinglado de mimos y cosquilleos en la entrepierna. Era obvio que una cuota de violencia completaría el momento Kodak. Ella le echó café a sus pantalones recién puestos y dejó que le diera de alma para luego abrirse de piernas y dejar que la poseyera como acto final a su apasionado desenfreno. Era estimulante. Tendría el día plenamente satisfactorio, mientras el marido soportaría el vaivén de la oficina y la carga que esto le costaba soportar sobre los hombros cuando el jefe de sección le imprecaba por una mala redacción en su informe. Sin embargo, se dio cuenta que era sábado y no tendría que ir a trabajar, así que tendría la dicha de tenerlo todo el día para ella solita, y vivir el amor como nunca antes lo había experimentado.

Hasta esa noche, lujuria, masoquismo e intolerancia, brillaron como un farol en altamar, perpetuando la fidelidad a prueba de cantos de sirena, a prueba de tentaciones foráneas que hicieran perturbar el normal desarrollo de los acontecimientos. Ambos estaban hechos el uno para el otro. Ambos sabían de qué trataba la cosa. Ambos morirían en su ley, entrelazados por esa pasión enfermiza que alguna vez los unió como marido y mujer, siendo el ejemplo más absoluto de una pareja feliz.   

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