sábado, 29 de abril de 2017

No olvides los cannoli

El cuerpo llevaba descompuesto varios días. Aún seguía sujeto al volante del viejo Ford, al que le faltaba las ruedas y los faroles. Dos orificios en la espalda y una a la altura de la nuca era el resultado de un ajuste de cuentas a la antigua, según las primeras investigaciones de la policía. No se encontró ninguna identificación que diera pistas del cadáver, pero sí fue interesante encontrar huellas aún intactas dentro del vehículo, que pertenecían a un tipo apodado Joe "El Pastelero" Maranzano, uno de los más conspicuos panaderos de la Pequeña Italia de Manhattan, que hizo fortuna horneando pretzels y empanadas napolitanas de gran aceptación popular. Las huellas iban acompañadas de harina, por lo que no fue difícil deducir su origen.

Joe "El Pastelero" Maranzano era un tipo jovial, obeso y de extraordinaria fuerza animal, que muchas veces salía de un problema recurriendo tan solo con los puños; claro, finalmente obsequiaba al retador una tarta de frambuesa y asunto arreglado, que era lo que más le caracterizaba. Esta vez Joe atendió a los oficiales del orden con una taza de café y un pastelillo recién horneado, siempre con un habano entre los dientes y su encantadora sonrisa de niño explorador. Sin embargo, no tenía la más mínima idea de lo que estos señores estaban hablando y les quitó el pastelillo con cierta indignación, pues sugerir que era autor o cómplice de aquella ejecución era inconcebible en estos días. "¿Por qué no le preguntan a Buddy "Cake Boss" Valastro?", dijo.

-Sus huellas estaban en el coche -dijo uno de los oficiales.

-Bueno -dijo Joe-, así cambia la cosa.

Aproximadamente un mes que había vendido ese auto a Salvatore "Baby Face" De Luca, alias Cortijo o Sonny (por Santino Corleone) o Alicate o Lata de Atún Abierta, muy conocido en los puertos de New Jersey y el Callao. Pero en el mundo del hampa era llamado Pepe Grillo Mancini, alias Lechuga. Se lo compró por la módica suma de quince mil dólares más un descuento en su pastelería, que aceptó entusiasmado. Después de ello, no tuvo noticias ni de Salvatore ni del coche, hasta la fecha del incidente. Ni siquiera conocía al occiso, por lo que la policía desestimó una acusación formal contra el pastelero.

-Me doy cuenta que usted no hace cannoli -dijo el agente.

-No. ¿Por qué?

-No tiene importancia. Gracias por su colaboración.

Días después dieron con el paradero de Giuseppe Santoro, integrante de la banda de don Rico "Listerine" Cacchiotti, uno de los más temibles verdugos del bajo mundo, que hizo fortuna haciéndose de la vista gorda y ganándose la fama de estúpido por sus compañeros de armas. Su frase favorita, Ma cosa dice, era la sensación durante las reuniones de confraternidad en la Tratoría de Palermo, pues no entendía la jerga siciliana que usaban para no levantar sospechas entre los comensales de las mesas vecinas.

Giuseppe Santoro fue condenado a cadena perpetua por la muerte de Filipo Rossetti, ludópata y soplón de la policía de Chicago. Le debía 400 dólares a Cacchiotti y era evidente que no podía pagar, cosa que le obligó a negociar su deuda en cómodas cuotas mensuales durante los próximos treinta años. Toda una vida pagando una deuda, pensó el Don, que prefirió darle una salida más digna al problema: o pagaba o se sometía a las consecuencias. Obviamente, Rossetti prefirió lo segundo.

Santoro pidió prestado a "Baby Face" De Luca su Ford, pues era el único en quien confiar para estos menesteres. Recibió una compensación económica por los servicios prestados, y supo de inmediato que se trataba de una orden directa del Don, así que no se opuso. Con engaños, Santoro buscó a Rossetti y le convenció que debía hacerle un favor a Cacchiotti como parte del pago que le adeudaba. "Si es por hacer las paces con el Don, bienvenido sea", dijo un confiado Rossetti. "Maneja tú", dijo Santoro, "quiero dormir un rato. Vamos hasta Long Island a buscar a dos compinches más".

El viaje no fue un problema, sino lo que vino después. Recogieron a dos fornidos guardaespaldas que ni siquiera saludaron, por lo que puso en alerta a Rossetti. De regreso, Santoro le dijo que debían hacer otra parada.  "El jefe quiere unos cannoli", dijo. No era un secreto que Cacchiotti tenía una devoción casi sacramental por los cannoli, que compartía con sus caporegimes y demás subalternos. Santoro era el más entusiasta, pues antes de jalar el gatillo, se empujaba por lo menos tres de estos manjares sin remordimiento algo. Sus compañeros quisieron bautizarlo como Giuseppe "Cannolo" Santoro, pero el sonido de esas palabras no le hacían justicia, por lo que se quedó con su nombre de pila. Se detuvieron en Scardaci's, pastelería especializada en preparar tan afamado dulce.

El final de Rossetti fue tan obvio que ni siquiera supo de dónde vino el disparo que le perforó el cerebro. Los otros guardaespaldas rompieron los faros del coche y se llevaron las ruedas, para hacer creer que estaba abandonado desde hacía mucho tiempo sin levantar sospechas. Sin embargo, la servilleta con el logo de la pastelería encontrada en la guantera, puso en alerta a las autoridades.

Antes de visitar a Joe "El Panadero" Maranzano, los oficiales ya habían hecho las pesquisas de rigor y todo apuntaba a Santoro, pues todos en el barrio lo conocía. Eso de la ley del silencio era cosa del pasado, pensó el oficial a cargo de las investigaciones. No hay nada como una recompensa de diez millones de dólares para cambiar de parecer.

Teniendo a Santoro en la cárcel, las pruebas condenaban también a don Cacchiotti. El soplón de Chicago era un encubierto que buscaba poner punto final a esa red de corrupción que se extendía como tentáculos por toda la costa este de Estado Unidos. Cacchiotti le dio muerte no por el dinero, sino porque sabía que era un agente federal, y dejarlo en el auto fue una señal de superioridad y burla contras las autoridades. Craso error de un megalómano. Al menos, la muerte de Filipo Rossetti (nombre falso) no fue en vano.

No hay comentarios: