miércoles, 5 de julio de 2017

Eutanasia: Un hilo muy delgado que separa la Vida de la Muerte

Hace poco un amigo de la infancia perdió la batalla contra el cáncer. No éramos tan unidos, pero podría decirse que compartíamos aficiones de las que muchos no entendían. Gracias a él supe lo que era mataperrear y conocer de cerca la envidia cuando mostraba con orgullo su colección de Star Wars, mientras yo apenas tenía un par de muñecos que terminaron en los colmillos de mi perro. Eran buenas épocas. Cuando crecimos y cada quien se mudó con su familia a otro distrito, le perdí el rastro. No supe de él sino apenas dos años cuando un amigo en común me ubicó en las redes y me puso al tanto de lo ocurrido. La noticia me sacó de cuadro.

En sus últimos meses, el sufrimiento era tan devastador que sus familiares optaron por la muerte asistida, algo digno después de verlo luchar tenazmente contra la enfermedad. Aunque era optimista en su recuperación, los médicos ya lo habían desahuciado. Y no había marcha atrás. A pesar de los esfuerzos y las agotadoras sesiones de quimioterapia, no hicieron más que ahondar el sufrimiento. No imagino lo que sus padres tuvieron que soportar al verlo postrado en una cama, recibiendo continuas dosis de morfina para mitigar el dolor sin saber a ciencia cierta si su decisión era la correcta o no. Sin embargo, afortunadamente, nunca lo supieron porque murió repentinamente a causa de una falla cardíaca.

¿Qué hubiera hecho en su lugar? ¿Tendría el suficiente valor de apaciguar todo sufrimiento con tan solo una jeringa? A través de los años hemos sido testigos del inminente avance de la ciencia médica en aras de prolongar la vida y conservar la dignidad que se merece un enfermo. Pero la ciencia excluye los deseos del paciente y de sus deudos sobre lo que realmente quiere en esas circunstancias. La historia de mi amigo trae a colación este tema porque casi nadie quiere hablar de él, por razones éticas o religiosas. En nuestro país, como en algunos otros, prima el sentido de lo políticamente incorrecto. La vida, ante todo, es un derecho consagrado por las leyes, que en circunstancias atenuantes podría ser despojada con o sin consentimiento de los involucrados. Podemos matar indiscriminadamente durante una guerra, un conflicto interno o como método disuasivo para frenar la delincuencia, sin que por ello cause indignación, porque al fin y al cabo está dentro del marco legal. Pero si le quitas la vida a una persona por razones humanitarias, es todo lo contrario.

Pero hasta qué punto es sustentable y necesaria esta práctica. Todo parte del derecho que tiene el individuo como persona, cuyas facultades mentales inalterables le dan la potestad de asumir esta decisión. Si en mi sano juicio veo que la cosa no va para más, que mi cuerpo no resiste a la medicación y el proceso es largo y doloroso, puedo exigir la muerte asistida, ajeno a la posición médica que se tome en ese momento. Pero, qué pasa si es un familiar el que la solicita, viéndome en un estado de inconsciencia paupérrima. En el artículo 112 de nuestro Código Penal se reprime la libertad con una sentencia no mayor de tres años a quien “por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores" (Título I: Delitos contra la vida, el cuerpo y la salud, Capítulo I: Homicidio). ¿Qué hacer entonces? ¿Dejarme morir de manera natural sin importar mi sufrimiento? ¿Será capaz un médico de manejar la situación bajo las exigencias anteriormente descritas? ¿La Iglesia condenará mi alma? ¿Estaré fuera de los 144 mil? ¿El Doc, Marty McFly o Sarah Connor me ayudarán a revertir mi agonía?

Es un dilema delicado y controversial, que hay que cogerlo con pinzas. Aunque en España e Inglaterra se promueve la eutanasia bajo una legislatura seria y civilizada, en nuestra sociedad aún está a años luz de considerarla un método médico imprescindible, que ayude al paciente a poner fin a su sufrimiento. Desde mi punto de vista, es inhumano ver sufrir a una persona; más inhumano es quitarle su derecho a elegir.

Aquellos que desde las altas esferas del poder pregonan el derecho a la vida, son inmorales e hipócritas. Prefieren escudarse bajo la enmienda de la religiosidad y los consabidos intereses bajo la mesa, que ejercer con propiedad sus cargos para el beneficio colectivo. Prefieren el oscurantismo y la molicie frente a los grandes problemas que nos aquejan, persistiendo en mantenernos en la ignorancia y en el temor a Dios, tal cual inquisidores del siglo XVII. La muerte asistida no es un pecado ni está reñida contra nuestros principios humanos. Hay que pensar con madurez, eso sí, debatir el tema con altura y proponer condiciones idóneas para no caer en el populismo ni en la demagogia ni en las trampas legales que lo hagan inviable, como casi todo lo que termina en el Congreso.

Creo en la eutanasia. No me da vergüenza admitirlo. Ojalá podamos hallar un mejor entendimiento en este tema y poner fin al calvario de todas aquellas personas que no desean más sufrir y para aquellos que se resisten a la idea de que una muerte digna es un derecho ganado.

No hay comentarios: