miércoles, 3 de enero de 2018

El mejor de los regalos

Mis hijas llegaron de Miami. ¡Vaya que están grandes! No las veo desde hace unos años; aunque no he perdido contacto con ellas, vía Skype o WhatsApp. La mayor, con 14 a cuestas, y la menor, con 12. Su madre, para variar, no deja de preguntarme si deseo donarle mi esperma para el tercero, ya que su actual pareja no tiene los suficientes amiguitos escurridizos que la puedan fecundar. Obviamente, me he negado, no porque se niegue hacerlo de la manera tradicional, sino que no quiero tener otro hijo al que no pueda ver si no es a través de una pantalla de computadora o de un Smartphone. Ella ríe y trata de ser diplomática. Yo, como siempre, evado el tema y le pregunto a mi hija mayor cómo van las cosas por allá. Ya tiene novio, un chico afrodescendiente, educado y de buenas intenciones. Es dos años mayor, pero sabe tratarla con respeto. Me da gusto por ella. Por ambos. A Jackson le gusta el ceviche y la causa, dos de los platos que mi hija aprendió a cocinar y que prepara regularmente a su consideración. La menor aún está viviendo su pre-adolescencia sin muchos problemas. Es más abierta hacia temas poco habituales para su edad, mayormente relacionados a la literatura que a las películas animadas. Acaba de escribir un libreto para producirlo y dirigirlo este año en su propia escuela, como parte de su formación académica. Al menos, alguien que heredó el arte de escribir, gracias a mis constantes lecturas que alimentaron su imaginación. La primera historia que escuchó de mí fue La metamorfosis, de Kafka. Durante una semana no pudo dormir por el temor de despertar convertida en un insecto. Para animarla, le decía que sería la hormiga más bonita que haya encontrado en la cama. Su risa me devolvía la fe y la esperanza de no ser reprendido por su madre, que creía que nacería con traumas y esas cosas. Ahora se come sus palabras y me dice que es una sobresaliente estudiante con miras a obtener una beca completa. Cuando las cosas se hacen con empeño, los resultados nos llenan de orgullo.

La pareja de mi ex es un tipazo. Debo reconocerlo. Muchas veces ha querido invitarme a pasar unos días por allá, pero no me siento a gusto en los Everglades -hay muchos cocodrilos- y uno de sus vecinos tiene un parecido enfermizo a Horatio Caine, que cuando susurra tu nombre las tripas te revuelven el estómago como una langosta dentro de agua hirviendo -Por eso no me gusta comerlas-. Pero, claro, estoy exagerando, ellos viven en Biscayne Bay.

Lo bueno es que trata bien a mis hijas, y ellas lo adoran. Estoy tranquilo, en ese sentido; aunque debo reconocer que últimamente mi ego ha aumentado unos puntos a raíz de que mi ex prefiera mis fluidos y no los de una clínica especializada. La sangre llama, como dicen. Sin embargo, nunca entenderé por qué se casó con un gringo de Ohio, que vive en Miami y trabaja en Chicago. De no ser así, mis hijas no tendrían las comodidades que se les permite tener. Y lo que me gusta de ellas es que no son ostentosas, no han cambiado, son las mismas niñitas que crié durante sus primeros seis años de desarrollo psicomotriz y me siento orgulloso de que esa esencia no la hayan perdido.

Hemos pasado la noche juntos, contándonos chistes y recordando por qué soy padre de dos niñas tan adelantadas para su edad, con los pies bien puestos sobre la tierra y que demuestran devoción por su padrastro -chiste universitario-. No. Ellas me quieren. La mayor confía en que debo tomar esas vacaciones y ver el mundo más allá de mi dormitorio. "Algún día", digo. Ella me contesta: ¿Cuándo? ¿El día de mi boda? Ya tiene planes para casarse con "Jackson". Se llama Irving, papá, refuta de inmediato, no entiendo por qué a todos los de color le llaman Jackson. La menor, como siempre, quiere que le cuente una historia, El gran Gatsby.

-¡Qué anacrónico eres! -sentencia su madre- Hija, ¿no prefieres otra cosa?

-No, mamá. Son las que me gustan.

Bendito sea el Señor por darme a esta criatura.

Ya a solas, la madre de mis hijas tuvo un detalle inesperado hacia mi persona. Creo que fue un as bajo la manga; pero me di cuenta que sus intenciones eran sinceras. Cuando lo vi, dije, es el mejor de los regalos que he recibido en estas fiestas. Puso sobre la mesa dos funkos, uno de Ironman y el otro de Dr. Strange. Sabía que te iban a gustar, dijo. No pude evitar sentir un especial cariño por esta mujer que de inmediato quise embarazar. Sin embargo, al ver a mis hijas, dormidas plácidamente en sus camas, pensé que estaba equivocado. Mi mejor regalo son estas dos preciosidades que se divierten tomándome el pelo -el poco que me queda- y hacen que mi vida sea más placentera. No hay cómo explicar este amor que siento por ellas. Me llena de satisfacción saber que están por buen camino, con gente que las quiere, las respeta y le dan la importancia vital a sus necesidades e inquietudes. Ambas tienen un futuro prominente. Su madre, bueno, tuvimos nuestros desencuentros en poco tiempo y no supimos cómo lidiar nuestras diferencias. Nos respetamos, eso es un hecho. No hay resentimientos. Somos amigos, y para pedirme una cosa tan delicada como la que mencioné al inicio, debe ser por algo.

Me siento orgulloso de estas tres mujeres. Cada una a su estilo. Las amo, qué duda cabe, y debo ser menos exigente a la hora de buscar pareja. Me piden a gritos que rehaga mi vida; pero es difícil. Mi único interés en estos momentos es ver que mis hijas crezcan y se conviertan en unas señoritas. Este año, la mayor cumple quince. Aún no saben si se hará aquí o allá. Es más seguro que su cumpleaños lo pase en su casa, porque están sus amigos y su vida. Cooper -el marido de mi ex- sabe que no voy a tomar ese vuelo. Lo que no sabe es que ya le dije a Horatio Caine que contrate a Clavo Cruz para que le ponga la cabeza de un caballo debajo de las sábanas. Me divierto con él porque no sabe de referencias cinematográficas. Es un hombre de negocios. Solo sabe hacer fortuna.

Mis hijas regresan este fin de semana a Miami. Tengo un par de días para disfrutar de su compañía. Eso implica que deje de lado la dieta. No importa, con tal de verlas felices, todo se olvida. He empezado a leer Juego de tronos, a petición de la menor, a cambio de que no vea Episodio VIII, como se lo pedí.

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