domingo, 4 de febrero de 2018

Bajo el signo del perro

Hace cuatro horas estoy aquí sentado frente a la computadora y lo único que llevo escrito es Capítulo 1. Tengo el culo paralizado y siento que está a punto de gangrenarse por la falta de circulación. Irónicamente, la voz grave de Engelbert Humperdinck se deja escuchar a través de la radio cuando canta Release Me. Preparo café, bien cargado por supuesto, y espero que pueda ayudarme a mover los dedos sobre el teclado antes de que termine el día. Sí, ya he visto infinidad de veces el mismo cuadro y creo que una de las cosas que más detesto es no tener a nadie mirando sobre el hombro, dándome ese empujoncito moral con palabras de aliento y ventilar las ansias de consagrarme como el vendedor más prometedor de libros de supermercado. Best Sellers, los llaman. Yo los llamo Vendidos. Que la envidia no te corroa, hermano; algunas veces hay que bajar al llano y ser más disuasivo para quienes gustan de contemplar cientos de volúmenes apilados en anaqueles polvorientos, esperando ser descubiertos por las futuras generaciones que aún creen en la importancia del papel impreso y no en una tablet. Sí, cómo no.

Mientras bebo café y contemplo en silencio el póster de Citizen Kane pegado en la pared, junto a la pizarra de corcho adornada con recortes de periódico de 1976, me pregunto si puedo considerarme alumno aventajado de la providencia, que se resiste a caminar bajo la lluvia sin mojarse. No tengo la más remota idea. Lo más seguro es tener tétanos o estar a la par con cualquier viejo luciferino que quiera tocar la armónica conmigo en el bar Múnich, que pasar hambre solo porque el orgullo me impide atravesar esa puerta. Me convenzo a mí mismo que jamás podré escribir una novela de esas, las que te hacen inmortal, las que te labran un porvenir, las que te dan dinero. Me duele la cabeza y vuelvo a la realidad. Salgo a dar un paseo nocturno por la jungla de cemento al compás de la música, los tragos y las mujeres fáciles. Trato de no hacer ruido al salir, pues, ya tengo suficiente con la casera cada vez que me ausento de la pensión a tan altas horas de la noche.

He ahí por qué algunos me conocen como Búho, mote acuñado por un amigo consagrado a la vida licenciosa, gracias a una idea equivocada de mi afición nocturna sin tener conocimiento de que sufro de trastorno del sueño, muy común entre los que se dedican a cualquier tipo de actividad mental, por no decir "producto de la ansiedad o del estrés". Ya se me había hecho costumbre desentenderme de las etiquetas médicas o de las quejas de mi familia, que no comprendía por qué alguien como yo, con tanto talento, desperdiciaba mi tiempo de esa forma. Me escudaba en un caparazón, en una muralla impenetrable al menor indicio de fastidio. Aislarme de los demás era una característica innata, sin darme oportunidad de expandir mis ideas o mis pesares.

Pero con personas extrañas era todo lo contrario. Hasta cierto punto. Tenía la oportunidad de mentir compulsivamente y desviarlos de mi propia personalidad. Inventaba trabajos a los que nunca puse un pie o creaba una alocada biografía, cuya veracidad no estaría en discusión entre mis oyentes más descarnados. Era libre de hacerlo, no tenía responsabilidad de mis actos ante personas que no volvería a ver ni me interesaba ganarme su amistad. Solo quería ser escuchado. Y sin tanta apología al esnobismo, la vi a ella.

Era alta, buen cuerpo, tentadora, muy segura de sí. Llevaba una blusa de manga corta color marfil y una diminuta falda de cuero rojo sobre unas pantimedias negras, dejando relucir unas perfectas piernas imposibles de no seguir con la mirada, hasta culminar con unos zapatos de tacón alto del mismo color. Estaba en la barra, bebiendo un Cosmopolitan, al lado de un despistado ejecutivo junior que no parecía impresionarla. Diría que desconectada de la historia de su vida ni de lo maravilloso que le resultaba haberla conocido. Sin disculparse, pasó a otro asiento y anduvo coqueteando con un tío barrigón, quien parecía haber logrado la hazaña más grande de su vida. Pero no, cogió su copa y prefirió mi compañía, quizá porque le recordaba a su hermano o al perro que siempre quiso tener de niña.

–¿Puedo sentarme? –preguntó, casi susurrándome al oído.

–Claro que sí, guapa. ¿Qué tomas?

Miró su copa vacía y luego mi vaso, que no lo pensó dos veces: 

–Lo mismo que tú.

Pedí a la camarera dos Gin tónic, que no demoró en traer, y brindamos por el gusto de conocernos. En pocas palabras, me contó la historia de su vida: Hija de una familia de médicos de gran trayectoria, la crema y nata de la medicina local. Sus padres presumían de su pronta inclusión como nuevo miembro del Colegio Médico, con consultorio propio y una larga cartera de clientes ávidos de poner su salud en sus manos. Sin embargo, prefirió dejar los estudios y encontrar otro tipo de clientes con otras necesidades terapéuticas. Demostró tener aptitudes innatas sin tener que colgar un título en la pared. ¡A la mierda!, dijo, alguien tenía que romper el mito de que una carrera debía ser generacional. Se fue de su casa a los veinte años y avanzó a paso marcial en el difícil mundo de la prostitución A1. Era deseada por quienes disfrutaban de su compañía, sin que le faltara clientes que pelearan por su exclusividad. Aunque era un modo particular de subsistir, no se sentía bien consigo misma, porque había traicionado aquel juramento hipocrático de toda prostituta: no involucrarse sentimentalmente con un cliente.

–¿Hablas de amor? –dije, incrédulo– ¿Ese sentimiento donde todo cambia y te sientes presa de una ansiedad incontrolable a punto de perder la cordura?

–¡Sí! –se apresuró ella– ¿Has sentido lo mismo?

–No.

El hombre era uno de esos empresarios de edad madura aburrido de la misma mujer que tenía por esposa, así que jugaba al galán seductor con el vigor de un hombre de pelo en pecho, gracias a una dosis diaria de Sildenafilo. No había nada de malo encontrarse en el mismo hotel, dos veces al mes, hasta que se convirtió en una costumbre fuera de lo normal. "Vivíamos única y exclusivamente para estar en la cama", dijo. "Dejé de lado a mis otros potenciales inversores por la seguridad que me brindaba este hombre. Era demasiado".

«Me entró la curiosidad de preguntarle si tenía problemas en su casa o simplemente era una mierda con su mujer, así que dejé que las cosas siguieran avanzando sin medir las consecuencias. No te miento, complacía todos mis caprichos; y no era para nada mano rota. Estaba con él, me pagaba para estar con él; prácticamente, era de su propiedad, como todas las inversiones que había cosechado a lo largo de su carrera».

–Y ahí fue que te gustó –dije.

–Sí. Sabía hacer bien la cosa. Se supone que era mi trabajo; pero él me lo hizo a mí –su risa era deliciosa–. Era una cosa de locos. Y empecé a disfrutarlo, ya no por la comodidad que me brindaba en mis gustos cada vez más extravagantes, sino por el placer de tenerlo a mi lado.

–¿Y qué pasó después? –pregunté.

–Bueno, como toda historia, supongo, le dije que no podíamos continuar. Me estaba haciendo daño y no quería quedar como una vulgar puta robamaridos. Creo que lo entendió, aunque debo confesar que me movió el piso cuando me dejó. Creí que se negaría, que me suplicaría no terminar con la relación y hacer todo ese berrinche típico de hombre inseguro. Pero, demostró ser una persona práctica, que no se hacía problemas por nada. Y, bueno, creo que fue lo mejor. Cambié de número telefónico y lo borré de mi vida.

–No tanto, porque estás hablando de él.

–Sabes a lo que me refiero.

–Lo sé.

Luego de volver a brindar, esta vez por los amores mal pagados, permanecimos callados el tiempo que duró Felices los 4. No era de extrañar que había decidido alejarse de esos malos hábitos y abrir un negocio con el dinero ahorrado. La costura le sentaba bien y pudo vender su propia línea de ropa a gente exclusiva, ideal para ocasiones especiales o mujeres trabajadoras que deseaban impresionar a sus jefes. Se sentía orgullosa de haberlo hecho por sí sola con la posterior aprobación de sus padres, que perdonaron todo acto de rebeldía que les costó alejarse de ella.

Después del último sorbo a su bebida, me miró fijamente y pregunto:

–¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?

–Es tan larga como el pecado.

–La noche termina cuando amanece.

–Debo volver a casa temprano –dije sin pensar–.

–Jajaja... No me hagas reír. ¿Qué, tu mujer te pega?

–Vivo en una pensión y la casera le pone tranca a la puerta después de la medianoche.

Ante tanta insistencia, le propuse ir a otro lugar más acogedor y continuar la cháchara si estaba dispuesta a seguir el camino amarillo.

–¿Quién te crees que soy? Apenas te conozco.

Ya escuchaba a mi hermano decirme loser. Lo único que quería era conversar con esta increíble mujer, a solas, en el calor de una cama bien tendida del mejor hotel tres estrellas de la capital, porque mi dormitorio era un chiquero y no quería que se llevara una mala impresión de mi persona, mucho menos alterar la tranquilidad de los demás inquilinos por mi inusual visita. Pero estaba en su derecho. Terminó su copa, agradeció la invitación y se marchó. Pedí otro trago y dediqué ese breve momento a poner en orden mis pensamientos respecto a las mujeres. El horizonte no era muy prometedor.

Hay algo muy importante en todo este asunto de conocer personas. O soy un friki que no sé dónde está parado o realmente estoy hecho para desligarme de los demás. Me quedo con lo segundo, no porque considere una pérdida de tiempo explicar por qué actuamos de una manera que los demás no captan lo que se quiere decir, sino que hay momentos en la vida de un ser humano que busca esconder la cabeza bajo la arena y esperar la primera señal que lo reubique con los demás. Formar parte de este mundo demanda ciertas responsabilidades que, quizá esté exagerando, Dios quiere darnos una prueba fehaciente de su existencia haciéndonos sufrir como Job. Suelo reaccionar mal cuando los demás no ven en mí al hombre que quieren ver. ¿Es eso justo? No para ellos.

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