miércoles, 14 de febrero de 2018

¿Papá lo sabía todo?

De niño me gustaba ver una serie llamada Papá lo sabe todo (Father Knows Best), allá por los años setenta. La típica familia de clase media estadounidense de la era Eisenhower, cuyo padre (Robert Young) daba consejos y soluciones a los diversos tópicos que enfrentaban sus hijos. Algo muy común de ver en la vida cotidiana de aquellos años, donde el respeto y la consideración por lo políticamente correcto era el pan de cada día, y la imagen paterna era vista como el non plus ultra de la sabiduría popular. No había capítulo que diera un mensaje positivo a las tantas preguntas existenciales de cada miembro de la familia Anderson, dejando un dulce y esperanzador sentido a lo perdurable y placentero. Eso era en televisión. Esa imagen omnipresente del padre comprensivo y conciliador, de severo y tierno al mismo tiempo, contrastaba con el áspero chofer de bus Ralph Kramdem, interpretado por el carismático y portento comediante Jackie Gleason, en la serie cincuentera The Honeymooners, quien acuñó la famosa frase "¡Algún día, Alice, hasta la luna!", mientras mostraba un puño amenazador a su esposa. De esta serie vendría Los Picapiedra, hasta los más viscerales representantes de esa clase de ciudadanos promedio de Springfield y Quahog.

Los tiempos cambiaban y la sociedad tenía que aceptar que no siempre las respuestas se encontraban en casa. Ya no había más cenas de cuello y corbata, de desayunos plagados de conversaciones coherentes con el sentir del momento. Los años de posguerra y la reconstrucción del carácter perdido dio paso a la realidad, a esa realidad que murió con Kennedy y Nixon, en su momento. Aquí en nuestro medio ocurría lo mismo. La dictadura militar de Velasco no era otra cosa que la castración de nuestro valores humanos. El miedo, la represión y la falta de una identidad contrastaba con los estereotipos que veíamos de fuera. Recuerdo que mis hermanos mayores salían de fiesta ataviados como los Bee Gees o John Travolta, y debían regresar antes del toque de queda, con su pañuelo o bandera blancos si se pasaban de las diez, oliendo a marihuana barata y a cerveza rancia. La imagen paterna fue perdiendo importancia, su ausencia se hacía sentir, porque el trabajo ocupaba más tiempo de lo normal, debiendo incluso salir de la capital en busca de un mejor futuro.

Los ochenta fue el inicio del caos, del resentimiento, de la falsa ideología de extremos. El terror se hacía evidente. Papá ya no lo sabía todo. Se escondía detrás de un escritorio, de una falda provocadora. Cuando su hijo preguntaba por qué tenía erecciones o le brotaban granos en la cara, la conversación era vulgar, complaciente y hasta ridícula. Era el momento de llevarlo donde la mami y recibir lecciones de vida. Cuando su hija veía cambiar drásticamente su anatomía, el color carmesí en las mejillas de la madre no tenía comparación... ni respuesta. Si el hijo tenía varias amigas cariñosas, era el orgullo de la familia, el macho de la cuadra; si la hija hacía lo mismo, era puta. ¿Por qué la diferencia? ¿Por qué tu hijo debía comportarse de manera distinta frente a su hermana? ¿Por qué tenían que regalarle un auto y a ella un juego de cocina? Porque esa era la sociedad que construyeron nuestros padres. La mujer solo servía para complacer al hombre, darle hijos y dedicarse a los quehaceres del hogar. Cuando era niño jamás conocí a una mujer que trabajara, a no ser que fuera una simple secretaria o cajera de supermercado o de grandes almacenes (todo un logro para una mujer joven). El sostén de la familia siempre había sido el padre, el único que podía hacerlo sin despeinarse ni cambiarse de traje. A Dios gracias todo eso ha cambiado.

Antes, papá se daba el lujo de darte un par de tortazos en la cara o descargar sendos correazos a cuero limpio cuando era necesario. Ahora no puedes pegarle a un niño. Ni siquiera un profesor puede castigarlo verbal ni físicamente. La violencia genera violencia y resentimiento. ¿En serio? Mis profesores me daban de alma si me portaba mal o si no hacía la tarea. Hasta las mamás suplicaban que lo hicieran porque no podían controlar su rebeldía (ahora que conocemos más de psicología del desarrollo, podemos diferenciar una hiperactividad de una simple rabieta). Gracias a esos golpes mi generación creció fuerte, segura, con principios sólidos. Por eso los chicos de ahora son tan aniñados, amanerados y engreídos. Viven una vida de ensueño, paralela de la que nos tocó vivir. Ni siquiera saben quién fue Abimael, qué hizo Alan, Fujimori o Montesinos; no gozaron de los apagones ni de los coches bomba. Recibieron una sociedad libre de escombros pero con bases podridas que hoy soportamos sus consecuencias. Además, tienen la ventaja de los adelantos tecnológicos, de la Internet, del Smartphone, del iPod. Ahora, las cosas que le preguntabas a papá lo encuentras en las redes sociales, en los amigos virtuales, en los chats de contenidos. Si Jim Anderson se hubiera encontrado con algo así, estaría imbuido en una serie de confrontaciones existenciales al lado de una cerveza bien helada. Para Homero Simpson o Peter Griffin, en cambio, eso no les resultaría nada extraño.

En el siglo XXI, la adolescencia y juventud están más aventajadas. Descubren el sexo a temprana edad y hay más embarazos entre escolares que en décadas pasadas. Era una deshonra para la familia que tu hija de quince años saliera embarazada. Hoy, es tan común como el ceviche. Y gracias a la ventaja que te proporciona las redes sociales, hay más depredadores, pedófilos e indecentes que le desgracian la vida a un niño. Porque papá lo permite. Para que no jodas ni le interrumpas la telenovela o el partido de fútbol, te compra una tablet, un celular o una laptop; o, deja que pases la tarde dentro de una cabina de Internet, sin enterarse de lo que ves, con quién lo ves y a quién conoces sin exponer tu vida a expensas de lo que te podría pasar.

Otro hecho fundamental es que la iglesia juega un rol protagónico que pocos son los que se atreven a desenmascarar. Cuanta más represión encuentras en el camino, más obstinado se vuelve uno. "No comas del árbol prohibido", "Diosito te va a castigar", "El diablo te va a jalar las patas", son las frases que hemos escuchado a menudo desde que se inventó el catolicismo. Si encubres la verdad científica, de que provenimos de un capricho natural y no de un dios, es una tarea ganada. El sometimiento es la clave para que no desaparezca. Una cosa es la fe y otra la institucionalidad de la fe. Yo descalifico lo segundo, porque es un asunto político, no de convicción. Jesús no quiso eso. Cristo, sí. ¿Entiendes la diferencia?

El pecado es más seductor y adictivo que las drogas. Lo maravilloso del catolicismo es que puedes hacer lo que quieras y luego golpearte el pecho como si nada. Como si fuese el eslogan de una tarjeta de crédito (Compre ahora y pague después), con dos avemarías tus pecados han sido perdonados. La doble moral y el doble discurso se hace patente, y eso lo estamos viendo y viviendo. La iglesia se cubre un ojo y deja pasar por alto los abusos cometidos por su congregación. Pero si se meten con ella, son los primeros en protestar. Lo más paradójico del caso, es que son las familias que defienden a ese sacerdote sin importarles el daño que ha ocasionado a su hijo, producto de una violación o tocamientos indebidos. "El padre Jacinto es incapaz de hacer una cosa tan horrible", dice una madre de apellido compuesto y nariz respingada, cuando las pruebas lo condenan al cien por cien.

O papá no lo sabe... o no quiere saber. Se cubre la boca, los oídos y los ojos. Está más interesado en sí mismo, en cómo aumentar su patrimonio, en cómo mantener a dos familias al mismo tiempo, en cómo complacer a su amante, viendo la paja en el ojo ajeno y mostrarse como todo un señor ante la sociedad. Y siempre tiene la razón. Tú no vales nada, no eres capaz de surgir ni demostrar aptitudes que te conviertan en un hombre de provecho. Él lo sabe todo y así es como debe ser. Y si eres gay, mejor ni decirle y vive tu sexualidad a escondidas, lejos de las miradas y comentarios despreciativos y lapidarios. La homofobia es el cáncer de nuestros tiempos. Y eso lo aprovechan estos curitas u otro ser de ideología prehistórica. Se toman muy en serio eso de "Dejad que los niños se acerquen a mí". Pero cuando papá es el propio violador, la cosa se pone más fea aún. Niñas o niños violentados, con una infancia destruida y hasta pagando con su vida, son de las cosas que me hacen sentir vergüenza como hombre y como ser humano. ¿Y la justicia? ¿Vale la pena encerrarlos? ¿Es necesaria una intervención química? ¿Matarlos? ¿Fuenteovejuna? Aunque existan leyes que la respaldara, estos crímenes no van a desaparecer. Por la sencilla razón de que a nadie le importa. Miramos hacia otro lado y tiramos la primera piedra. Mientras haya dinero, otras diversiones, la televisión nos estupidice con realities de competencia, de chismes, de que todo es bonito y vengan más venezolanos en busca del sueño peruano, de vacancias presidenciales y corruptos que necesitan de toda esa mierda que les sirva de encubrimiento, gracias a una prensa complaciente y alcahueta, jamás habrá justicia. Porque nos falta educación. Los gobiernos no nos la quieren dar ni nos la darán jamás. Las generaciones venideras seguirán arrastrando ese lastre. Por eso nos ven como país exótico, fácil de manipular, fácil de explotar. No nos unimos por causas justas. ¿De qué vale que salgamos a las calles si nadie nos escucha? Solo cambiaremos cuando nos matemos los unos a los otros y desaparezcamos como seres civilizados, como país, como nación.

Sí. Me encantaría volver a esos años de Papá lo sabe todo. Era más inocente, más idílico, más familiar. Volver a esos años cuando todos nos sentábamos frente al televisor y disfrutábamos juntos el mismo programa. Ahora, cada quien tiene una tele en su dormitorio o YouTube en su ordenador, y ve lo que quiere ver sin importar lo que el otro haga. Si papá lo hubiera sabido antes, tal vez, yo no estaría aquí para contarlo.

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