jueves, 3 de marzo de 2011

Edgar Allan Poe


Una fría noche de marzo, llaman a la puerta de los Poe. El mismo señor Poe atiende al llamado, mientras lucía una desencajada apariencia, luego de sufrir los estragos del licor y la congoja de perder a su muy amada Virginia. Al ver al extraño visitante, cubierto de una negra capa y un sombrero que le cubría los ojos, éste extendió una tarjeta que decía, con letras doradas, Roderick Price. Edgar dejó pasar a su visitante y le invitó a que tomara asiento junto a la chimenea, que lucía incandescente y acogedora, en la calidez de su hogar.

Edgar tomó asiento próximo a él, ofreciéndole una copa de vino; pero el extraño personaje desistió amablemente, lo que no impidió que el propio anfitrión disfrutara de la bebida incesantemente. Ambos permanecían en silencio y no había nada más incómodo que un silencio sepulcral en medio de la noche. Price no dejaba de observar la pira que se alzaba de la chimenea, como embrujado por su fascinante ardor y forma zigzagueante que se perdía a través del conducto que proporcionaba calor al resto de la casa. Edgar bebía continuamente, copa tras copa, observando temeroso a Price, quien nada más ocupaba un espacio de la sala, sin siquiera decir a qué había venido. Notó que sus botas estaban manchadas de lodo, sorprendido porque no había llovido y la tierra permanecía inalterable desde hacía varias semanas. Un agudo escalofrío le recorrió la columna, empezando desde la nuca, recargando aún más su condición de mudo testigo de lo inexplicable. Mientras, al otro extremo de la habitación, un canario revoloteaba en su jaula, como atacado por una extraña sensación que el mismo Edgar sufría cada despertar y cada anochecer, acariciando la almohada que una vez fue descanso para la cabeza de su amada Virginia.

Presa de la angustia, Edgar se puso de pie y tambaleante se acercó a la chimenea, cogió el asador y con este le propinó a Price un golpe seco en la cabeza, provocando su muerte instantánea. La sangre y los sesos brotaban de sus entrañas, dejando la sala infectada de la presencia mortal de un desconocido. Salió corriendo al establo, cogió el hacha y raudamente volvió donde estaba el cuerpo y convirtió éste en fragmentos sangrientos que luego ocultaría bajo la casa, retirando los maderos del suelo. Limpió la sangre del piso, de sus ropas y de sus manos. El canario revoloteaba en su jaula, su mirada era desorbitada, su chillido insoportable. Edgar miró al ave, quien parecía decirle algo, pero no supo exactamente qué.

Horas después, dos eruditos hicieron una inusitada visita a la casa. Peter Rathbone y Vincent Lorre eran dos vicarios de Massachusetts que había ido a Baltimore a arbitrar una disputa de tierras de un tal Metzengerstein con el acaudalado Sr. Valdemar. Fue grato compartir un brindis con tan ilustres caballeros, que Edgar parecía recobrar la cordura luego de su infamia desatada, que creyó que las cosas irían mejor a lo largo de la noche, ya que ninguno tenía idea de lo que había pasado una hora antes. ¿Habría sido producto de su imaginación? Además, ¿por qué tendría que preocuparse si solo fue una alucinación producto del fragor de la bebida?

-¿Sabías que Arthur Gordon Pym regresó de su viaje? -Dijo Rathbone.
-No, no tenía idea -respondió Lorre.
-Sí, Jack Corman me lo dijo.
-Ah, no creas nada de lo que dice ese cretino. Anda siempre inventando cosas, junto con ese vago de Roger Nicholson. El otro día, en Boston, dijo que habían encontrado un manuscrito dentro de una botella, y que los Usher iban a perder su granja.
-Bueno, lo de los Usher es un rumor que tiene fundamento. Ya sabes cómo son de excéntricos esos locos.

Edgar escuchaba a ambos interlocutores sin prestar mucha atención a sus palabras, mientras bebía de su copa, pensando en los minutos que corrían sin advertir que sus visitantes aún no se marchaban y la angustia empezaba a apoderarse de su frágil semblante. La conversación se tornaba impredecible, entre cosas legales y frivolidades domésticas, que un súbito zumbido se apoderó de la atención de Edgar, que golpeaba su cabeza, al mismo tiempo que el canario empezaba a agitarse en su jaula. Fue entonces que la imagen de su amada Virginia apareció bajo el umbral de la cocina, envuelta en un sudario y sujetando un gato negro, el cual mordía una de sus orejas y una baba verdosa se escurría por la comisura de su hocico.

-¿Te pasa algo, Edgar? -Preguntó Lorre- No te ves bien.
-He tomado mucho. Lo siento -atinó a decir Edgar, mientras el zumbido seguía martillando su cabeza.
-Debes relajarte, hombre. Avisaremos a la señorita Ligeia para que venga a cuidarte, si sigues en esas condiciones.
-No, a ella no -dijo Rathbone-. Está acusada de robarle una carta a William Wilson. Tal vez Marie Rogêt quiera asistirlo, junto con su sobrina Morella.

Pero Edgar no escuchaba nada de lo que decían. Estaba aterrado por la imagen de Virginia que se desplazaba hacia él, como un muerto en pena que quiere reclamar lo suyo. El canario bramaba desde su jaula y el gato negro maullaba descontroladamente. El palpitar de un corazón dispuso la escena más tensa aún, lo que provocó a Edgar una carcajada nerviosa que puso en alerta a sus visitantes.

-¿No escuchan? -Dijo Edgar, descontrolado- ¿No escuchan?
-Escuchar, ¿qué? -Dijo Lorre.
-¡Está aquí! ¡Está aquí!
-¿Qué, qué está aquí?
-¡Price! -Dijo Edgar, apuntando el suelo, bajo sus pies- ¡Lo puse aquí!

Un acto de locura se apoderó de Edgar y empezó a quitar los tablones del suelo. Para desconcierto de ambos vicarios, encontraron fragmentos de lo que antes fue un cuerpo. Lo único que pudieron identificar fue el anillo de oro adherido al dedo marchito de Price.

-Ese anillo lo conozco -dijo Rathbone-. Se lo vendí a Price la semana pasada.
-¿Qué parte no entendieron? -Dijo Edgar- ¡Es Price quien yace bajo este piso!
-¿Estás seguro?
-¿No lo ven?
-Sí, lo veo; pero no puedo asegurarte que sea el dedo de Price el que tengas aquí.
-Acabo de matarlo.
-No juegues con esas cosas, muchacho -dijo Lorre-.

El canario chillaba más fuerte y parecía que iba a decir algo. El espectro de Virginia se desvaneció no sin antes llevarse la cafetera de la mesa del comedor. Lorre parecía estar convencido que todo lo que estaba pasando no era más que un mero entretenimiento de Edgar bajo complicidad del mismísimo Price.

-¡Les digo que no! -Seguía vociferando Edgar, a punto de desfallecer.
-Si eso es cierto -dijo Rathbone-, tenemos que llamar a Dupin. Él solucionará esto de inmediato.
Luego de que ambos hombres condujeran a Edgar a un sillón, sosegado porque todo había terminado al declararse culpable del atroz crimen perpetrado en su domicilio, éste alzo la mirada al ver al canario recobrar la calma, quien lo miraba fijamente.

Y, por fin, el canario habló:

-Mañana vence la hipoteca.

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