martes, 9 de octubre de 2012

La parroquia de Don Vicente

La señora gorda del supermercado iba como todas las mañanas, antes de sus compras habituales, a la parroquia del vecindario, con esa contrición áspera y engañosa cuando se trataba de una hipócrita curtida por la incomodidad de ser descubierta. El velo y las gafas oscuras no ocultaban su identidad, eran esos zapatos baratos que llevaba puestos los que la hacían conocida por cada uno de los feligreses y del mismo párroco ahí reunidos. Tomó asiento ante el altar, rezando sin aspavientos cuatro padrenuestros y dos avemarías, susurrando cada palabra, cada frase, llena de pasión y sofocante fervor. Luego, entró al confesionario y esperó que al otro lado el padre pudiera tomar sus palabras y perdonarle los pecadillos que hubo hecho durante la semana.

Don Vicente, como todos conocían al párroco, supo al instante quién era. Tuvo que tragarse la carcajada antes de proferir alguna palabra que le diera pie al momento de la verdad: escucharla clamar por el alma de su difunto esposo o del zángano de su hijo. Como si se hubiera percatado de quién se trataba, Don Vicente empezó la confesión con su ya clásico "Bienvenida, hija mía". La señora gorda, apenas escuchado esto, se echó a llorar y clamar por su difunto esposo y por el zángano de su hijo. "¿Qué hizo esta vez?", preguntó. La mujer empezó diciendo que ya no soportaba a su nuera, una de esas muchachitas díscolas que cree comerse al mundo con sólo mover las caderas a diestra y siniestra. El problema se agravaba cuando su propio hijo la defendía sin poner orden a los insultos que recibía de su parte. "Ya les he dicho que se vayan de mi casa", terminó la señora gorda, mientras Don Vicente hacía esfuerzos casi sobrehumanos por evitar soltar la carcajada que llevaba atragantada en la garganta. De tanto aguantar, soltó un pedo que a la mujer la puso en estado de alerta. "¿Sucede algo, padre?". No es nada, hija -dijo el cura-, anoche comí frijoles.

Las quejas de la mujer siguieron floreciendo, dentro de su desesperación por sacar todo ese mal que llevaba en el corazón. Lo único que podía hacer, pensó, era evitar todo contacto con ellos y así vivir en paz. Era la única solución que se le venía a la mente. El padre, consciente de que la hora ya había pasado, le dio la razón y pidió que hablara con su hijo de su molestia. Y si no quería entender, que se fuera de la casa. La señora gorda agradeció y se marchó. Don Vicente, por su parte, le echó bendiciones y santo remedio.

Horas más tarde, Don Vicente se acercó a un tipo que llevaba hacía bastante tiempo arrodillado ante la imagen de la Virgen del Sagrado Corazón. Se dio cuenta de que éste se había quedado dormido. Le despertó tratando de no llamar la atención de otros acólitos que rezaban en el recinto. El hombre, disculpándose por el bochorno, se puso de pie y trató de mantenerse ecuánime mientras era acompañado hasta la salida por el sacerdote. Ya afuera, el hombre recordó que debía confesarse con él pero de inmediato fue cortado por un "mejor mañana, un día más un día menos, no hace la diferencia". El hombre, confundido aún, agradeció el interés del párroco y aseguró volver al día siguiente para confesarse ante él y ante Dios.

Ya era la hora del almuerzo. Don Vicente era atendido por una joven provinciana que se había hecho su empleada, le lavaba y planchaba la sotana, barría la oficina y cocinaba para él. Y como la chola estaba buena, el cura se le echaba encima de vez en cuando, mientras ambos rezaban un padrenuestro con sabor a pecado. No había aprendido las lecciones del pasado, cuando fuera sorprendido por el marido de otra empleada suya, en plena faena. Pero pensó, el tipo claro está, que era mejor verlo con su mujer que con un niño. Sería lo más abominable que pudiera soportar su moral y su fe. Por suerte, su actual empleada era soltera y estaba a su disposición las 24 horas del día, los siete días de la semana y los 358 días restantes del año.

La cholita tenía lo suyo. Admiraba mucho las destrezas enfermizas del viejo garañón, desafiando todas las convenciones existenciales de la fe católica en contra del apareamiento y el firme cumplimiento del celibato. "¿Celibato?", decía, "¡las huevas!". Mientras tenga un lugar donde dormir y comer, dejaba que el viejo le metiera la mano bajo sus calzones, que ya los tenía mojados de tanto punteo bajo la sotana. A cambio, claro está, servía con devoto cuidado su puesto en la parroquia. La madre fue quien la llevó a trabajar ahí. Y, claro, Don Vicente, ni cojudo, aceptó de inmediato sus servicios.

Cierta vez, recuerda Braulio, uno de los monaguillos de la parroquia, vio a Don Vicente hacerse una paja delante de la empleada, mientras ésta enceraba el piso. La veía arrodillada frente a él, moviendo el enorme culo que se traslucía bajo el uniforme. Minutos después, en la misa del mediodía, con indignación y asco tuvo que aceptar la hostia de aquella mano que poco antes sacudía el pellejo de la entrepierna con descaro y sin vergüenza. Fue por eso que ya no quiso seguir formando parte de la parroquia y tras una serie de pretextos, abandonó la vida religiosa para luego formar parte de un grupo de rock llamado irónicamente The God's Hand (La mano de Dios).

Don Vicente estaba convencido que la vida que había escogido no era tan mala, después de todo. Administraba una iglesia, la cual era concurrida fielmente por los vecinos y por quienes veían en ella una alternativa a sus plegarias, tenía lo que quería con el dinero recaudado en cada liturgia; su empleada lo atendía como se merecía, los matrimonios y bautizos eran masivos en casi todo el año. ¿Qué más podía pedir? A sus años, había vivido lo suficiente que se permitía ciertas licencias que no hacían daño a nadie. Vamos, pensó, también soy un ser humano. No quería imitar al padre Alberto, pero se contentaba con probar los placeres de la vida que tanto deseó en sus años formativos, que por insistencia de su madre, optó por servir a Dios en toda su dimensión. Ahora, que la fe estaba hecha, que su empresa funcionaba a las mil maravillas, ya era tiempo de colgar en el perchero del dormitorio la sotana que usaba con orgullo todos los días.

De noche, al cerrar por fin las puertas de la iglesia tras despedir al último de los feligreses, pudo descansar aliviado de la jornada evangelizadora. Los pies le dolían y el vino había hecho efecto en su organismo. Ya había perdido la cuenta de cuántas copas llevaba encima; pero valió la pena. La muchacha le llevo la cena a su despacho. Comieron juntos y hablaron de las cosas que sucedieron en aquella tarde. Nada era tan diferente al resto de días que soportaba su paciencia. Ni siquiera escuchaba las confesiones, se quedaba dormido a veces o salía a fumar un ratito al jardín. Sin embargo, su misión era inculcar valor a las personas, que aceptaran su destino con gallardía, con determinación, sin pensar en los prejuicios que eso ocasionaría. Ya no estaba en sus manos, sino de aquellos que buscaban una solución a sus problemas inmediatos. Si fuera psiquiatra, sería millonario, pensó.

Más tarde, la muchacha le dio masajes en los pies. Se lo agradeció infinitamente. Le preparó el baño y le jabonó la espalda. Luego de aquella demostración de afecto y respeto mutuo, ambos apagarían juntos la luz del dormitorio hasta despertar al día siguiente con la esperanza de ver un nuevo día alumbrar sus vidas y sus corazones. A pesar de todo, Dios inculcó al hombre amor entre sus semejantes. Y de eso Don Vicente se sentía muy orgulloso.

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