viernes, 12 de octubre de 2012

Seco y volteado

Como en la canción de los Enanitos Verdes, Aún sigo cantando, encontré unas fotos llenas de polvo dentro de un cajón, que creí haberlas tirado hace mucho tiempo. Eran fotos mías y de algunos amigos ya desaparecidos, no porque hayan muerto, sino que no sé nada de ellos hace como veinte años, cuando aún teníamos cabello y estábamos solteros e íbamos religiosamente al Queirolo del Centro de Lima a degustar una res acompañada de una suculenta butifarra. ¡Qué tiempos aquellos! Mis hijas no creen que sea yo el de la foto. Mi mujer -que ya no la es a estas alturas del partido- se desternilló de risa al recordar viejas historias de sus épocas locas de contracultura universitaria.

Mis amigos y yo solíamos cambiar el itinerario cada fin de semana, porque creíamos que la variedad era el ingrediente esencial para pasarla bien. En los 80's y principios de los 90's, cuando nadie suponía que Fujimori sería como todos lo recuerdan y que la inflación de Alan García nos dejaría un mal sabor en los labios, nuestra pasión por la música subte, la pichanga del domingo y la resaca del lunes, era todo lo que necesitábamos para aliviar un poco nuestras peores pesadillas, como seres humanos y como futuros empleados del sistema capitalista que estaba por coserse en breve. El gordo Choby, por ejemplo, era uno de esos tipos ingeniosos que tenía la frase precisa para desatar las más variadas reacciones. Y es notorio que siempre en un grupo de amigos debe haber un gordo simpático. Las mujeres también tienen a su gorda. En toda sociedad hay gordos encantadores que saben robarse la película. Choby no era la excepción. Es más, era el que se llevaba a casa a todas la fulanas que conocíamos. Tenía lo suyo, indudablemente. 

Choby nos ponía las pilas. Era el que armaba al grupo. Sin él creo que no hubiéramos existido como tal y cada quién hubiera hecho de su vida otra cosa. Preparaba buenos tragos y no dejaba de palabrearnos con su sofisticado sentido filosófico acerca de la vida, el sexo, la muerte y los concesionarios motorizados. Su pasión por las tuercas lo convirtió en un experto en la materia; hasta tenía intenciones de abrir una factoría. Y si alguien quería comprarse un auto, era el indicado para asesorarte en los pro y los contras de una transacción de esa naturaleza. Pero nadie compró auto alguno, éramos los proletarios de a pie, los que sufríamos cada mañana en las Enatru, colgando del estribo para no caernos y hacer malabares en busca de un sitio entre la multitud, porque no podíamos esperar al siguiente bus con el riesgo de llegar tarde a clases.

Matías era el típico "hijo de papá". Su frescura era legendaria, vivía de las mesadas que su padre le inyectaba todos los meses y estudiaba lo mejor posible para contentarlo. No se veía como profesional. Le pesaba mucho el sentido de responsabilidad que una cosa como esa le otorgaba el derecho de ocupar una carpeta. Le gustaba la buena vida, andaba siempre con un saco azul, porque eso le daba cierta categoría y era visto por el sexo opuesto como un perfecto embustero. Los estereotipos saltan a la vista, ¿verdad? Es que así éramos y seguiremos existiendo sea donde sea. De alguna manera, los grupos humanos se forman porque hay una conexión esotérica y mística, una de esas reglas de la naturaleza que siempre busca a las personas correctas en el tiempo correcto y en las circunstancias correctas. Lo que Choby era con las mujeres y los coches, Matías lo era con el trago. Era tan borracho, tan exacerbado en sus gustos por las aguas espirituosas, que debíamos llevarlo a casa sobre una camilla, porque el hombre llegaba al extremo de perder la conciencia. Sabíamos que tenía un problema, y ese problema era la carga que llevaba sobre sus hombros de ser lo que su papá quería que fuera. Él tenía otras intenciones en la vida, deseaba viajar por el mundo y peregrinar por el Tíbet, buscar el significado de la vida y recolectar experiencias que lo hicieran comprender por qué estaba en este mundo miserable.

El chato Nelson, que cariñosamente le decíamos Gorgojo, no por lo chiquito y rechoncho, sino que tenía un perturbador parecido a Jorge del Castillo, era el músico del grupo. Tenía una banda de rock que se presentaba en la universidad cada vez que había alguna actividad artístico cultural que ameritaba su presencia. Tocaba el bajo y era un asiduo fanático de El Averno en el jirón Quilca. Todos pensábamos que era un imbécil, pero sabía cerrarnos la boca con sus elocuciones acerca de la problemática actual del país. Su apasionada defensa del comunismo trasnochado nos hacía pensar que su vena política era de cuidado. Bueno, creo que en aquella época todo el que veía con malos ojos al gobierno se consideraba "rojo" porque era una manera más segura de protestar y ser tomado en serio, pero que definitivamente no ayudó en nada a que las cosas cambiaran. Sin embargo, creo que su corazoncito estaba muy enclavado al otro extremo del mundo, allá en las lejanas praderas del Sol Naciente, ya que, meses después de saberse que Fuji había ganado su primera reelección, se mandó a mudar al país del sushi.

Tampoco era extraño tener de compinche a un negrito zapateador. Era un portento en las artes del baile y la zalamería. El negro Gutapercha era locuaz hasta que se le secara la última gota de saliva de la lengua. Andaba de amores con la no menos popular Angélica María, una de esas muchachas impregnada de ideas socialistas para el bienestar común. Era la única mujer del grupo, que parecía un pata más porque no nos importaba su género ni el prejuicio de verla como mujer. Como dije, andaba de amores con Gutapercha y tiraban al otro lado de la habitación, a vista y paciencia de todos. Hasta Choby había probado de sus carnes sin que eso fuera cuestionado por el grupo. Teníamos tanta confianza con ella que le comprábamos su toalla higiénica cuando estaba en esos días y la cuidábamos de otros insensatos que querían aprovecharse de su buena voluntad de servicio.

En el Yacana, por ejemplo, una discoteca bar por las inmediaciones de la Plaza San Martín de Lima, fuimos los dos solos porque se le ocurrió que podría ser una buena compañía, no dejé que pasara por el penoso trance de ser asediada por algún borrachín que se disputaba el turno de bailar con ella. Al principio, normal, pero cuando le entró la depresión por una serie de huevadas que rondaban su mente, creí necesario protegerla de su vulnerabilidad. La vi besarse con un muchacho que previamente la había sacado a bailar y me dije que habría problemas si no tomaba el asunto en mis manos. Estuvo tan agradecida que fui su escolta el resto de la noche. Aunque no pasó nada, a pesar que todo indicaba que pasaría algo entre nosotros, la llevé a su casa sana y salva, cosa que días después el negro Gutapercha se me echó encima como una pantera rabiosa.

Le expliqué lo que había sucedido y no pareció convencerse de la situación. Meses después, Gutapercha fue el primero en abandonar el barco y no supimos de él hasta que Angélica María nos contó que la Marina lo había reclutado. Fue lo más estúpido que habíamos escuchado, ya que en ese entonces Ecuador estaba a punto de quitarnos Tiwinza y se había convocado a los reservistas tomar sus posiciones. Afortunadamente, a Gutapercha no le pasó nada y fue ahí cuando mi famosa frase: "No fue un blanco fácil" se hizo conocida en los corredores de la universidad. Después de todo aquello, los rencores quedaron olvidados y volvimos a ser como antes.

Por mi parte, yo era el gracioso del grupo. Aquel que dice un chiste ingenioso sin ser tomado en serio. Era lindo, todo lo que tú quieras, era popular entre las chicas de la universidad, pero no era tomado en serio. Un fenómeno que no puedo explicar. Mis pretensiones literarias eran obvias y sentí la necesidad de buscar un camino adyacente al de mis compañeros. Aunque hice cosas distintas a las que me había propuesto, creo que salí bien librado. Hace mucho tiempo de eso y no logro recordar los detalles que hicieron que perdiera interés por formar parte de la vida de estos muchachos. Sé que Matías cogió sus cosas y se largó a lugares desconocidos. Alguien por ahí dijo que se había ido a Marcahuasi y que jamás regresó; otro, que le había seguido los pasos a Nelson. No estoy muy seguro de eso, ya que a medida que pasan los años, la versión se hace cada vez más ambigua y extraña.

La última noche que pasamos juntos, en casa de Angélica María, sabíamos que sería la despedida. Habíamos terminado la universidad, unos con mayor o menor proyección, que la tambaleante situación laboral no era propicia para dejarla pasar por alto. Fue el pretexto para que toda la clase fuéramos a emborracharnos y olvidar por un momento las divisiones que habíamos generado durante cinco años. Nos tomamos esas únicas fotos que encontré en aquel cajón lleno de polvo, recordando aquella vieja canción de los Enanitos Verdes. Ya ni recuerdo qué era lo que pensábamos en ese entonces, cuál fue la última palabra que dijimos o tal vez fue el chiste que solté para que riéramos en ese preciso instante en que el flash nos iluminara la cara y nos conservara como aquellos jovencitos que alguna vez fuimos. Sólo recuerdo que llevamos a Matías a su casa, embriagado hasta el tuétano, que Nelson había empeñado su bajo porque no nos alcanzaba para una ronda más, que Gutapercha y Angélica María se fueron a un hostal y que Choby se levantó a una compañera de generoso culo que, hasta el momento de involucrarnos con ella, tenía fama de aburrida. El resto... oscuridad. Quizá porque la memoria es vulnerable cuando se tiene licor encima, o porque al saber que perdería a mis amigos, hizo que el recuerdo fuera menos doloroso. Así quiero creerlo. Es un bonito final.

1 comentario:

Sex Shop dijo...

Muy buenoooooooooo!!!!!!!!!!