martes, 20 de noviembre de 2012

La constelación factótum

Siempre he querido referirme a la simetría existente entre responsabilidad y desarraigo. Dos palabras que comúnmente se asocian a mí, en estos tiempos de incertidumbre. He querido observar el panorama desde un puente demasiado lejos y no he podido entender el motivo de ese desapego por las actividades sociales que, sin querer, me he visto obligado a desestimar de mi agenda. En varias oportunidades he manifestado mi falta de sociabilidad, sin considerarme un misántropo; mi falta de interés femenino, sin considerarme un misógino; simplemente, soy un ser que ha perdido el rumbo natural de las cosas y se ha preocupado más por una carrera inexistente y llena de sinsabores que me condenan al destierro forzado.

Las cosas no parecían irme bien, pese a mis esfuerzos por cumplir mis metas establecidas en un empleo más o menos rentable hasta que por fin pudiera establecerme. Mis continuas prórrogas y pretextos hacia mis empleadores, quienes habían confiado en mí, estaban arrepentidos y considerando seriamente descartarme en futuros proyectos. Estaban en lo justo. No daba la talla. Nunca la he dado. He soñado despierto toda mi vida y casi nadie parece importarle el destino al que me enfrento, sentado frente a la pantalla de la computadora, sin nada qué escribir, sin aspirar a cosas verdaderamente importantes. Las buenas intenciones se iban por el escusado y mis complejos de inferioridad surgían después de mucho tiempo, cuando aún era un bisoño postulante a la mayoría de edad. En estos casos, uno siempre piensa volver a tener dieciséis años y empezar de nuevo, reeditado y remasterizado. Sí, es muy fácil evadirse de la responsabilidad; es ahí donde aflora el desarraigo y todo parece volverse un espiral de situaciones angustiantes.

El problema conmigo es que ofrezco demasiado sin mover un solo dedo que me ponga en acción. Tal vez sea un teórico de mi propia vida que, llevarla a la práctica, carece de todo sentido y se reduce a un simple trabajo mental que los estudiosos descartarían de plano por carecer se sustento científico. La verdad de las cosas es que soy demasiado flojo, y eso ya es un problema mayúsculo. Sin embargo, soy flojo con cierto tipo de actividades, ajenas a mi normal y continuo desempeño intelectual. Me aburro demasiado rápido si no tengo otra cosa que hacer que darle a los demás lo que quieren, sacrificando mis prioridades, mis capacidades, mis metas. Orson Welles dijo alguna vez que uno no tendría por qué regalar sus sueños si valía la pena construir los propios. Sí, pues, mientras se tenga los medios con qué hacerlos. Siempre he trabajado a destajo, preocupándome por complacer a mis superiores y ganar lo suficiente para pagarme la manutención. Muchos han subestimado mi lealtad y he complicado las cosas cuando reclamaba lo que era justo. Aunque sonara paradójico, me consideraban una buena persona, pero todo lo contrario con mi desempeño laboral. Esa fama fui alimentándola gracias a mi estúpido sentido ético de no contaminarme con el sistema, el ser un esclavo corporativo y un individuo robotizado que cumplía con su trabajo con el temor de ser despedido sin contemplaciones. Quizá por eso los amigos que alguna vez tuve me han dado la espalda, porque no confían en mí. Y con mucha razón.

Nunca me he considerado importante. Nunca he querido ser reconocido públicamente. No sé si sea un error o una falsa modestia que no conlleva a nada sino a darte a conocer como un tipo extraño y sin emociones. Una prueba de ello fue aquella vez en la universidad, cuando el director académico de aquel entonces entró al aula y me entregó dos diplomas que había obtenido en el semestre anterior, que no me tomé la molestia de recoger en su momento: una por haber ganado el primer lugar en la categoría de cuento en los juegos florares, y otra por alcanzar el tercer lugar en el orden de mérito de la clase. Mis compañeros aplaudieron con sincero respeto. Y, yo, claro, lo único que hice fue negarlo, como que no lo merecía. Más allá de eso, cuando hacía esfuerzos por ganarme la vida, aceptando todo tipo de empleos, desde los más humildes hasta los más sofisticados, siempre daba una imagen distante y poco convincente, la que desdecía a la hora de asumir retos y ser una especie de portavoz o relacionista público. Estaba facultado para negociar en nombre de otros lo que ellos no podían asumir en su momento. Y vaya que sabía cómo resolverlos. Me había convertido en un factótum primordial que más de una sección se peleaba tenerme entre sus filas. Y, bueno, eso empezó a hartarme y deslucir mi verdadera función. Pasé a convertirme en un simple mandadero, pidiendo insumos a Logística o llevando documentos a otra oficina. Y me di cuenta que las cosas apestaban en el mundo laboral, que decidí tomar medidas drásticas antes de que envenenaran aún más mi débil personalidad.

Lo disfruté mientras duró. Es más, cuando daba un paso a mis aspiraciones, éstas se truncaban aparatosamente, condenándome al anonimato y a la frustración de llevar mi arte a buen puerto. Era como si "Dios", el "Destino", la "Naturaleza", quisiera verme fracasar en lo que yo quería realmente. Mis inseguridades me asaltaban. Tuve que ir donde un psiquiatra para que me convenciera de todo lo contrario. No lo consiguió. Lamentablemente, lo último que supe de él fue que entró en coma profundo luego de ingerir sustancias no permitidas por la DIGEMID. Sin que ello fuera un obstáculo, acepté vender enciclopedias de puerta en puerta o caramelos en los parques, previo chiste para ablandar a las masas. Uno de mis chistes favoritos es de aquel tipo que lloraba desconsoladamente en la puerta de su casa, cuando en eso se le acerca su amigo y le pregunta qué era lo que le pasaba. El tipo le dice: "Se ha muerto mi hermana". "¡La puta, carajo!"... "Nooo... la mayor". Y, por supuesto, luego tenía que explicar el chiste y malograrme la venta.

Como diría el tío Ben: "Un gran poder conlleva una gran responsabilidad", hay que empezar a reconocer los errores del pasado para enmendar las virtudes del futuro, acallando las malas intenciones del presente. He mirado atrás como un refugio, encubierto por la nostalgia de "todo tiempo pasado fue mejor", sin darme oportunidad ni dar oportunidad a los demás de reconocer el alto potencial que considero necesario para tomar las riendas de mi vida. Mi único consuelo es que aún no es tarde para vencer los obstáculos y los miedos de perderlo todo. Los seres humanos tenemos la facultad de levantarnos luego de una caída. Lo estoy consiguiendo. Realmente, lo estoy consiguiendo.

No hay comentarios: