viernes, 12 de mayo de 2017

El gato de Schrödinger

Cuando Miguel se levantó, vio que su habitación había cambiado en algo. No mucho, pero lo suficiente para sentirse extraño mientras recorría la mirada por cada rincón de ella. Tuvo la penosa idea de recorrer el pasillo que lo conducía hacia la sala comedor, pensando que podría tratarse de una equivocación de esas a consecuencia del trago fácil y la vida licenciosa. Estaba seguro que había pasado algo mientras dormía, no como Gregorio Samsa, pero con breves chispazos de dramatismo. Las paredes estaban húmedas y las cortinas no eran del mismo color que había colocado apenas la inmobiliaria le concedió las llaves de su departamento. Sí, fue un recorrido penoso, recién estaba conciliando el sueño y hubo poco tiempo libre para hacerlo.

El suelo era un poco blando a su entender, y eso que estaba descalzo. No pudo encontrar el interruptor de la luz, pero sabía que había uno por algún lado. Cruzo la barra de la cocina e intentó beber un poco de agua del dispensador de la refrigeradora. Al parecer, olvidó reemplazar lo consumido; pero sabía que tenía una jarra con agua reciclada, cada vez que hacía hervir un poco para beber café. ¿Por qué todo estaba a oscuras? Las cortinas, obviamente, oscurecía el recinto, pero ya el colmo de lo inexplicable.

Soltó un quejido al escuchar tras la puerta pequeños arañazos que le erizaron la piel. A tientas se acercó a ella y pegó el oído para escuchar mejor. Los arañazos seguían torturando sus sentidos y retrocedió enseguida. Tenía dudas, pero a la vez fascinación, como si viera por primera vez una película de Ridley Scott antes de que colapsada con La caída del Halcón Negro o Robin Hood. No se había sentido tan ansioso, como aquella vez cuando terminó su relación de diez años y pasó a formar parte del club de Sheldon Cooper & Co. Cogió un cuchillo y esperó a que el corazón desacelere antes de abrir la puerta y arremeter contra aquello que provocaba los arañazos.

Antes de hacerlo, pensó. Si abría la puerta, podría encontrar o una criatura insignificante o un simple reflejo de su angustia. Rodeó el pomo de la puerta con sus delgados dedos y contó hasta tres. Luego, silencio absoluto... Y oscuridad también.

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