miércoles, 31 de mayo de 2017

Epifanía

Lo único que recuerdo fue un fuerte golpe en el pecho, como si una descarga eléctrica lo atravesara. Al despertar, luego de una larga agonía, sentí que mi cuerpo levitaba sin que eso pudiera asustarme ni minimizarme. La enfermera, una joven practicante, explicó brevemente que había sufrido un infarto. Obviamente, no le creí, que todo había sido una equivocación. El médico, quien ya había hecho su ingreso al cuarto, dio su conformidad de lo que había sufrido. ¿Cómo?, me pregunté, si era una persona sana. Puede ser inesperado sin necesidad de sufrir males crónicos, acotó el hombre de blanco. Tal vez las preocupaciones, el estrés u otras causas hayan hecho factible que eso sucediera. Pero doctor, dije, soy comediante, hago reír a la gente; qué mal puede haber en mí.

Al darme de alta, la primera llamada que recibí fue de mi representante, preocupado por lo sucedido. Fue tan repentino. Estaba en una de mis acostumbradas representaciones en el bar Verganzza, un antro en el que pululan los bohemios de Lima y Barranco, bebiendo licor y disfrutando de buena música o un show en vivo. Uno de esos era el mío, una performance de stand-up a lleno total. A la mitad del acto caí fulminado, como ya lo expliqué al principio. Claro, los presentes creyeron que era parte de la función y se desternillaban de risa mientras zapateaba por el ataque. Al darse cuenta de la situación, fui llevado de inmediato al hospital más cercano, a unos ocho kilómetros sin contar con el tráfico de aquella hora. Para mi buena suerte, fui atendido con suma rapidez que agradecí no esperar turno dos meses después.

Sin embargo, tuvieron que suspender las funciones subsiguientes por prescripción médica. Eso me dio oportunidad de descansar y olvidarme por un momento de la farándula y del pago que iba que recibir por las seis funciones programadas. Me eché a dormir y tuve un sueño de esos que te hacen mojar la cama.

La cosa empieza como una película de Yasujirō Ozu, con escenas largas y cuadriculadas en el interior de una casa. Hasta la tetera hirviendo aparecía como figura simbólica, que hizo más interesante el asunto. Una mujer pálida hace su ingreso a la estancia y me mira directamente a los ojos diciendo que las cosas malas ya habían pasado. No entendí bien lo que significaba, pues no me dio tiempo de que pudiera explicarme a qué se refería. La mujer salió por otra puerta, como si estuviera atareada con las cosas hogareñas sin que yo le importara lo más mínimo.

En una esquina de la misma habitación había un niño. Me era familiar. Jugaba con un carrito de madera. El viento mecía las ramas de un árbol que golpeaba el vidrio de la ventana, que por un instante el niño alzó la mirada para contemplar ese movimiento de la naturaleza. Sentí escalofríos. Ese niño era yo. El carrito de madera era el mismo que alguna vez mi abuelo me regaló para mi cumpleaños número siete. Y luego comprendí que aquella mujer era mi abuela, la que había muerto cuando tenía yo esa edad.

Tres personas más ocupaban la habitación. Todas de espalda. Era como si tomaran el té o cuchichearan por algo que tenían frente a ellos. Claro, era un féretro. Me acerqué lentamente y comprobé que se trataba de mi abuela. Era el día de su funeral. Ese día no quise salir de mi habitación y jugué con mi carrito. El abuelo trataba de consolarme al otro lado de la puerta sin tener resultado. Mis padres dejaron que exprese de esa manera mi pena por la abuela. Pero no sentía pena. No tenía ningún sentimiento bueno ni malo al respecto, simplemente estaba vacío y la única razón de que estuviera ahí era por el bendito coche que tenía entre mis manos.

La mujer pálida aparece ahora sentada en mi cama, observando cómo desmantelaba el carrito sin ningún reparo. Siempre he sido curioso para estas cosas. Quiero saber cómo funcionan por dentro. Debe ser por eso que soy comediante. Alzo la mirada y contemplo a la mujer pálida, mi abuela. Sonreímos cómplices por la palomillada que hice. Escucho su dulce voz cerca de mi oído: Ahora tu abuelo querrá darte una zurra. No me importó. Lo hecho, hecho está. Luego, desaparece. Sentí el mismo escalofrío de hace unos momentos.

Mi padre ahora abre la puerta y me invita a salir, debo despedirme de la abuela antes de que se la lleven al cementerio. Pero, al acercarme al féretro, no es mi abuela a quien veo, sino a mí mismo, vestido con mis ropas que uso para mis presentaciones: un saco plomo de lanilla, una camisa a cuadros y jeans.

Al despertar de mi sueño, me encuentro dentro de un ataúd, a punto de ser enterrado.

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