jueves, 15 de diciembre de 2022

El chocolate de monseñor Checopar (Parte II)

El velorio se realizó dos días después de saberse la noticia. Las plañideras rodeaban el féretro y una multitud de seguidores se agolpaba dentro y fuera de lo que antes fuera el escenario de tan dichosos momentos entre su santidad y sus más fieles feligresas, que lo llevaron a las más escatológicas situaciones en sus últimos años de vida. No cabía duda que la más sentida era la socialité, la rubia empoderada con más de catorce millones de seguidores en OnlyFans y una de las más devotas de su congregación. Tuvo a bien de donar una suma considerable para las exequias de su finado consejero espiritual, que la iglesia se lo agradeció infinitamente. Aunque todos los gastos del sepelio corrían por cuenta del Arzobispado, ella no lo sabía.

La más serena, aunque no ajena al dolor colectivo, era la Sra. Bautista. Había llevado el duelo como si se tratara de la viuda abnegada que tiene que aceptar la realidad. Y pensar que fue la última mujer con la que tuvo un polvo evangelizador. Al darlo por muerto, debió reordenar la habitación para que pareciera que monseñor había encontrado la gloria del Misericordioso en brazos de Morfeo; pero la encontró con la cara hundida entre sus nalgas. De solo pensarlo la humedad de su entrepierna evidenciaba un estado catártico de lo más sublime, que tuvo que apaciguarlo con un fingido llanto más parecido al barritar de un elefante.

A la mañana siguiente, el ataúd que contenía el cuerpo embalsamado de monseñor Checopar fue enviado a su ciudad natal, donde sería enterrado en el Cementerio Pentecostal del Santo Pernicioso, junto a la iglesia donde por primera vez daría su más apologista sermón contra la zoofilia. “¡Pobres ovejitas, qué culpa tienen!”, diría tras dar un puñete sobre el púlpito, que asombró a sus feligreses. Eran tiempos en que el pecado era la clave para convencer a más de uno que la inmortalidad no era para cualquiera. Bajo la consigna del miedo y la venida del juicio final, el número de creyentes católicos creció exponencialmente frente a un número nada desdeñable de otras vertientes consideradas cristianas. Su solo carisma era garantía para conseguir más adeptos y adeptas, y eso nadie se lo discutía.

Ninguno de sus familiares asistió al sepelio. Muchos ya habían fallecido en espera de que los militares les devolvieran sus tierras; los pocos que quedaban, carecían del tino para rendirle tributo a un encantador de serpientes. Esto lo dejó muy en claro uno de sus hermanos, durante una entrevista el día que monseñor Checopar fuera embestido como obispo. Entre otras cosas, dijo que, desde pequeño, tenía el don de convencer a quien lo escuchara, apuntando hacia la ultraderecha conservadora que representaba el Opus Dei, azuzado también por las ideas retrógradas de su madre. “Pero, en términos generales, era una buena persona”, remató.

La Sra. Bautista estaba sola en casa cuando recibió un sobre de parte del capellán de la diócesis. En él había un documento escrito por monseñor Checopar, avalado por el Arzobispado, que daba cuenta de una significativa cantidad de dinero que le dejaba “por sus años de impecable y distinguido servicio desinteresado por la iglesia”. La mujer sintió un nudo en la garganta y se echó a llorar no sin antes mojar su ropa interior, que terminó por enroscarse el cilicio en una de sus piernas, por el simple placer que le resultaba dichosa noticia. Dentro del sobre también había un cheque al portador por la cantidad de dinero que estipulaba el documento. Miró al cielo y agradeció a su benefactor con un par de nalgadas hacia sí misma diciendo: “Este chocolate te verá pronto, corazón”. Tras cobrar el cheque, pasó a vivir en una buena zona y no dejó de asistir a misa para implorar por el alma de su otrora amante. Ya había pasado tiempo desde que se había separado de su marido y su emancipación trajo consigo la tranquilidad que tanto necesitaba, lejos de las quejas y chabacanerías de su exmarido, inmerso en el alcohol y las andanzas non sanctas.

El día que su marido supo de su infidelidad, fue todo un espectáculo. Su amigo le había aconsejado vigilarla y desenmascararla in situ. Al principio creyó que no era buena idea, más por el temor de descubrir la verdad que por las dudas que le metía en la cabeza su amigo. Pero, para estar seguro, debía sacarse esa espina que le atravesaba la yugular. Esa tarde, la Sra. Bautista salió a la hora de costumbre, rumbo a su trabajo. El hombre, ni bien ella había cruzado la otra calle, fue a seguirla.

Encontró a dos ancianas frente al altar y a su mujer, que entraba por una puerta junto al confesionario. Se sentó atrás y esperó. Al menos, si la viera salir con un balde y un trapeador, no habría dudas de que todo no era más que producto de su imaginación. Ya cuando las ancianas abandonaron el recinto, se dio cuenta que la espera había tomado más tiempo de lo deseado. Una corazonada le dijo que la iglesia podría ser solo una fachada y esa puerta la llevaría hacia el otro lado de la calle en busca de su amante. Avanzó cauteloso y manipuló el pestillo, encontrándola sin seguro. Entró hacia un pasillo con una puerta a cada lado. Manipuló una de ellas y vio que se trataba de la oficina de monseñor, que estaba vacía. Se dirigió hacia la otra y desde su interior se podía escuchar unos jadeos entrecortados. Era un dormitorio, con una pared de Drywall como mampara, donde se veía colgada una sotana. Se asomó por detrás y miró estupefacto. Era su mujer, siendo sodomizada por monseñor Checopar. Le pareció execrable y humillante, sin saber qué le afectaba más: ver a su mujer con otro hombre o verle el culo a un sacerdote. Como hombre de fe, era imposible que cayera en el pecado de la lujuria; pero comprendió que, después de todo, era un hombre de carne y hueso.

Empezó a llorar amargamente, en silencio, al verlos retorcerse como dos anguilas intercambiando descargas eléctricas, e inesperadamente tuvo una erección. Estaba confundido y a la vez excitado. Pero su orgullo pudo más que su instinto animal y derrumbó esa distancia que había mantenido, hasta ese momento, entre esos dos. Sorprendidos y sin nada que ocultar, ni siquiera reaccionaron como deberían reaccionar dos tramposos que han sido descubiertos. Muy tranquilamente, monseñor Checopar trató de suavizarlo con unas palabras conciliadoras, mientras mantenía erguido su pene, con la gotita de pre semen en el glande. El hombre empezó a insultarlos bajo la fría mirada de su mujer, que ni siquiera cubría su cuerpo. Estaba sobre la cama, mirándolos, como quien ve un partido de fútbol. El hombre, muy indignado, dijo con voz aflautada: “Te espero en la casa”. Y se marchó. A los pocos minutos, la mujer conminó a monseñor seguir con la faena antes de que se enfriara. Luego, de vuelta a casa, le pediría el divorcio.

Aquello le produjo hilaridad. Fue necesario, casi profético. Las cosas cayeron por su propio peso y no sintió remordimiento alguno. Estaba feliz de que las cosas hubieran seguido un rumbo distinto al que creía mantenerse por una ruta sinuosa y sin bríos de solución. Agradeció nuevamente las atenciones de monseñor y le prometió que con ese dinero emprendería un negocio a su nombre. Era lo menos que podía hacer. El destino estaba de su lado. Era momento de darle sentido a su vida y encontrar tal vez el amor de un hombre que no cuestionara sus deseos. De hecho, había más de uno esperando ser correspondido. Y estaba lista para comprobarlo.

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