viernes, 2 de diciembre de 2022

Una y otra vez

Parece el título de la clásica canción de Blondie. Pero no, no se trata de revivir la nostalgia de fines de los años 70 ni de escribir la reseña de tan emblemática canción de mi infancia. Va más allá de cómo las piedras terminan por obstaculizar nuestro camino e imposibilitan llegar a la meta. Como ya es costumbre, una mujer tiene la culpa. ¿Por qué? Porque soy un idiota narcisista que, a la primera señal de rechazo, vuelvo a inhibir mis sentimientos como si de cerrar un caño se tratara, y corro a los brazos de otra mujer para descargar toda esa frustración contenida. La pobre tiene que pedirme por favor que me detenga, porque el dolor es insoportable: mis quejas le crispan los nervios. Sí, son para llorar. Pero me las aguanto.

Conocí a Gladys en una de estas citas para solteros y terminamos por congeniar a la perfección. Empezamos a salir y después de dos meses parecía que la cosa estaba a punto de evolucionar a una relación más estable y duradera. Sin embargo, todo no fue más que una mala interpretación de lo que estábamos viviendo, al menos, eso me dio a entender. Parafraseando sus palabras, solo me veía como un buen amigo. Arrepentida, pagó la cena y juré no volver a verla nunca más. Esa noche no pude dormir y fui a ver a Lucía, mi terapeuta sexual, porque no quiere que le diga “puta”, le resulta de mal gusto y la rebaja a una simple y vulgar acompañante.

Solo bastaron quince segundos para comprender que hay mujeres que quieren navegar por sí solas en alta mar, sin nada de lastre que las detenga. Lo único que queremos es que nos escuchen, dijo. Nunca me cuentas nada, le contesté, lo que terminó por soltar una carcajada a mandíbula batiente que pude verle el desayuno de hace una semana. No me dijo nada que no supiera ya, desde ingenuo hasta el más triste de los huevones, con la consabida disculpa por ser tan directa y tan fría. No importa, pensé, ya estoy acostumbrado.

Caminé hacia la estación del metro más próxima y me lancé a los rieles antes de que el tren se orillara en el hangar. Por suerte caí a escasos centímetros de la zona cero y tan solo recibí un golpe en la frente y raspaduras en las rodillas. Ya era tiempo de comprarme jeans nuevos. Me levanté, tragándome el orgullo de no haber podido quitarme la vida y seguí con rumbo desconocido. Entré a una cafetería para descansar los pies y aproveché en pedir café con pie de manzana. No sé cuántas porciones de pie habré comido, pero me sentí como una anaconda que recién se tragó un elefante y el insomnio que me hacía ver como Travis Brickle. María, una mujer que vendía cigarrillos en la vía pública, me ofreció un Lucky Strike y sin pensarlo dos veces le acepté la cortesía. Mientras fumábamos pusimos nuestras vidas en perspectiva: ella, desde su visión de la calle; y yo, desde la comodidad de mi exclusivo departamento en La Perla. ¿Y qué haces por aquí?, preguntó. Ando de paso, respondí, con una sonrisa cínica. Como la mujer aún tenía lo suyo, se invitó sola a mis aposentos a ver qué resultaba de todo esto. Pero, lo pensé, ya que no acostumbro llevar a nadie a mi departamento y le dije que mejor nos fuéramos a un hotel. Sin nada más que refutar, aceptó.

Tuvimos sexo sin medir las consecuencias. Sabía que no volvería a verla y solo me dejé llevar por el calor de la noche. En determinado momento pensé en Gladys y los remordimientos me orillaron a una inesperada disfunción cuando María estaba a punto de alcanzar el pináculo de su deseo sexual. A duras penas logré satisfacerla y nos quedamos tendidos uno al lado del otro, mirando nuestros cuerpos desde el espejo del techo. Tenía una bonita silueta, para qué; su color de piel me gustaba, iba a tono con las pálidas carnes que me hacían ver como un pollo crudo. Quiso beber algo y no se me ocurrió mejor idea que llamar a recepción para que nos subieran una botella de su mejor vino, acompañándolo con snacks y chocolates. Eso nos puso a punto y volvimos a la carga. Nos sorprendió la mañana y puedo decir que me sentí más que satisfecho por dominar la situación. Antes de irse, me hizo prometerle que la invitaría a mi departamento un día de estos. Me dejó su número y nos despedimos.

Aunque pudo ser tentador en un principio, creí prudente no tener contacto con ella. No quería que luego se acostumbrara a pasar más tiempo en mi cama que vender cigarrillos en una esquina. Se lo conté a Lucía y nuevamente se desternilló de la risa por lo absurdo que le resultaba mi temor de abrir mi alma a cualquiera. El sentimiento o el amor no estaban incluidos en la fiesta, solo era cuestión de disfrutar el momento sin nada de ataduras. Concluyó diciendo que Gladys me había pisado tan fuerte los huevos, que no podía diferenciar ambos aspectos que me condenaban a vivir como una roca. Luego tuvimos sexo para no perder la costumbre.

Tenía una historia para cada caso; pero, solo pensaba en Gladys. Su amplia sonrisa, su perfecta dentadura, sus delicadas y suaves manos, y sus bien cuidados pies, se resistían abandonar mi mente; no podía dejar de pensar en lo esbelta que era, en sus caderas anchas y hermosas pantorrillas, que su NO al compromiso me destartaló el poco corazón que me quedaba. Luego me enteraría que, en otra reunión para solteros, un amigo la vio acompañada toda la noche de un tipo que, finalmente, le propuso matrimonio a las pocas semanas. Era para volver a la estación del tren y esta vez calcular mejor la caída sobre los rieles. Llamé a María y le pedí que viniera a mi casa. Estuvimos todo el fin de semana fornicando encima del sofá, sobre la cocina y bajo la regadera de la ducha. Estaba hastiado de todo sentimentalismo barato acerca del compromiso y el amor etéreo que, ni bien llegada la noche, le dije que se viniera a vivir conmigo. ¿Y qué pasa con mis cigarrillos?, dijo. Olvídate de eso, serás mi mujer, respondí. Pero ella, tan fría como el mármol de mi repostero, dijo que no, que solo era cosa de pasarla bien sin ningún compromiso. Aspiré hondo y le dije que se marchara, que no volviera a contactarse conmigo y que nada más seríamos un lejano recuerdo de alcoba. Comprensiva, se vistió y me pidió dinero para el taxi. Viniste en micro, no jodas. Y se fue.

Pasé esa noche en vela, pensando en los errores que había cometido. ¿Era un error querer a una persona? No, si era la correcta. Pero, cuántas veces debía equivocarme para encontrar a la persona correcta. Ya lo había convertido en deporte nacional por antonomasia sin los resultados esperados. No tuve mejor opción que saltar por la ventana, pero, para mi mala suerte, vivo en el primer piso. Solo gané un golpe en la frente y varios raspones en las rodillas. Sí, un mal presagio me decía que las cosas volverían a repetirse. Como todo en mi vida.

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