miércoles, 14 de diciembre de 2022

El chocolate de monseñor Checopar

A las diez de la mañana del 25 de octubre, monseñor Checopar espiró su último aliento. Su mucama, la Sra. Bautista, le dio una de sus mejores y más audaces proezas sexuales que se haya visto dentro de la iglesia donde regentaba el sacerdote por más de veinticinco años, rodeado de un aura de paz, desasosiego y moralidad desbordantes, y del que nadie imaginaría encontrar una vida plagada de excesos e hipocresías dignas de la iglesia católica.

Monseñor Checopar nació en el seno de una familia acomodada, de estirpe aristocrática y terrateniente, dueña de varias extensiones de tierras al interior del país, que supusieron la consolidación de un conglomerado de empresas dedicadas a la ganadería y agricultura, pero que se vio empañado a consecuencia de la reforma agraria de Velasco. Al futuro sacerdote no le importaba mucho despilfarrar el dinero como sí lo hicieron sus hermanos, que terminaron por abandonar el país al declararse en bancarrota por las malas gestiones y por la pérdida de sus tierras a manos del Estado. Una de las hermanas, desde España, criticaba ferozmente al gobierno militar y pedía la devolución de sus propiedades, ahora en manos de unos “indígenas malolientes y analfabetas”, tal cual lo señalaba en un comunicado, el mismo que tuvo como respuesta Cholo soy, de Luis Abanto Morales. Pero eso da para otra historia.

A los quince años supo que quería dedicarse al santo oficio de salvar almas descarriladas, ya que una tarde paseaba por una de sus haciendas y vio una señal en el cielo, la cual tomó como un advenimiento divino. Aunque, cabe resaltar que la mencionada señal no era más que un fragmento de meteorito que cayó a unos cuantos quilómetros de donde estaba. Pese a la negativa de su padre, un hosco latifundista que quiso enseñarle todo lo relacionado con los negocios de la familia, el futuro representante de Dios en la tierra tuvo que dar un paso al costado y seguir sus ideales. La madre, una devota incondicional del Opus Dei, apoyaría las aspiraciones de su hijo hasta verlo convertido en Cardenal, una posición más acorde e influyente que beneficiaría a todos por igual.

Los años posteriores a su conversión, fueron productivos y marcados por una férrea doctrina que supo mantener frente a sus feligreses. Sus sermones eran duros, emotivos, cargados de un fuerte mensaje contra los corruptos de la fe y los falsos apóstoles que contaminaban el alma de los más débiles. Cada palabra era sentida como un dardo que provocaba lágrimas entre los asistentes, especialmente entre la audiencia femenina, representada por damas de sociedad y amas de casa abnegadas, que buscaban el clamor del Divino. Fue en una de estas reuniones en su despacho que tuvo su primer encuentro íntimo con una de las más reconocidas socialités del medio. Una contribución monetaria siempre era bien recibida a cambio de la tan ansiada paz espiritual. Y no solo eran sus palabras que estremecían su contorneado y depilado cuerpo, al escuchar el susurro de su cálida voz que le auguraba bienaventuranzas a su vida, sino sus magnéticos ojos azules que la hipnotizaban hasta perder la razón. Pese a sus años, monseñor destilaba un aire varonil, que la mujer no tardó en despojarse de toda atadura terrenal para entregarse a la espiritual. "No deberíamos hacer esto, padre", dijo, a lo que monseñor contestó: “Son los designios del Señor”, tras acariciar sus glúteos y apretar su ingle contra la de él, y enterrar la lengua en su boca hasta perder el aliento.

Los confesionarios fueron labor de todos los días. No había dama que no quisiera que Monseñor escuchara sus más avispados pecadillos, que terminaban por sucumbir a sus encantos tras recitar dos avemarías y un credo. Luego de algunas arcadas involuntarias, el prelado las motivaba a seguir la confesión en sus aposentos. Ya por esas fechas contó con los servicios de la Sra. Bautista, una mujer sencilla, devota y que ostentaba un hermoso trasero color canela, como buena hija de chiclayanos. Su primera experiencia extramarital se produjo cuando ella limpiaba la alcoba de monseñor. Este la miró inclinada y no pudo resistirse a sus carnes, que se traslucían a través de la polera de faldones largos que llevaba puesta. Le excitaba ver cómo la tela se insertaba entre sus nalgas, convirtiéndose en un bocado que no debía desaprovecharse. “Ay, monseñor, ¿qué está haciendo?”, decía la mujer, entre risas, siendo sujetada de la cintura mientras el bulto bajo la sotana se hacía cada vez más evidente en su redondo culo. Unos minutos más tarde, sucumbía ante los arrebatos del cura. “Menos mal que le gustan las mujeres”, dijo, luego de recibir un estimulante orgasmo que la dejaría rendida hasta el anochecer.

Para ese entonces, su marido ya sospechaba que algo andaba mal con ella. Sus silencios, su mirada distraída, su febril atención al viejo reloj en la pared antes de salir de casa, eran más que evidentes. Se ausentaba de casa hasta altas horas de la noche y las peleas diarias entre ambos, habían cesado por completo. Él, un macho que se respeta, que la sometía con sus injurias y desplantes por querer una buena comida caliente, se machacaba los sesos por descubrir qué la había hecho cambiar. Entre copas con uno de sus viejos amigos, este sospechaba que tal cambio podría deberse a que tuviera un amante. “¿Y cómo puedes saber?”, dijo el otro, indignado. “Es que mi mujer también tiene esos síntomas, y descubrí que tenía uno”, sentenció el amigo.

Ni corto ni perezoso, el hombre fue en busca de su mujer; pero no la encontró. “¡Maldita sea!”, dijo, “¡Tiene razón!”. Esperó a que llegara, aturdido y ansioso al ver que los minutos corrían lentamente en el viejo reloj de pared. Dos horas después de lo habitual, la Sra. Bautista dio señales de vida. El marido empezó a reprocharle por sus ausencias sin que ella dijera nada relevante, solo que estaba ocupada trapeando la iglesia. “¿A estas horas?”, dijo el hombre. “¡Ni siquiera has preparado la cena!”, remarcó. Ella no le hizo caso y se tiró en la cama y esperó que su marido hiciera lo mismo, quien no dejaba de vociferar insultos que se proyectaban a la primera generación de su familia. Sin palabras, la mujer terminó por practicarle una felatio que lo tranquilizó de inmediato. “Así se entiende la gente”, dijo.

Las semanas transcurrían sin novedad. Mientras mantuviera a su marido sedado por sus atenciones, la Sra. Bautista podía disfrutar del cilicio que les prodigaba monseñor a sus partes íntimas. Su culo era la mejor opción para evitar un embarazo no deseado, ya que el prelado creía que los métodos anticonceptivos eran contrarios a las creencias del catolicismo. No dejaba de admirar aquel trofeo hecho a su medida. “Mi chocolatito”, decía, mientras se prodigaba en besos y atenciones, que la mujer no pudo evitar compararlo con su marido, aquel fanfarrón de diminutas credenciales que ni cosquillas le provocaba; en cambio, monseñor Checopar era un aventajado que, de haber vivido su padre y ver en qué se había convertido, no dudaría en decir orgulloso a sus amigos: “No quiso trabajar mis tierras, pero terminó siendo todo un pendejo”.

(Continuará...)

No hay comentarios: