miércoles, 6 de agosto de 2008

Cerca de las 5...

En un apartado rincón del dormitorio, entre polvo y telas de araña, un pequeño libro de tapa azul yacía ignorado desde tiempos inmemoriales, sin que nadie se hubiera tomado la molestia de leerlo o, al menos, limpiarlo para que sus páginas no perdieran el color aperlado que le caracterizaba. No tenía título ni nombre del autor. Sólo era un libro escrito sin la menor intención de hacerlo público ni mucho menos ser leído por cualquiera que no supiese exactamente su contenido.
Esther Bolaño se acercó a la mesa donde estaba el libro. Lo miró detenidamente y se preguntó si alguna vez alguien supo de su existencia. La casa no estaba demasiado poblada y era extraño que en ese cuarto en particular estuviera aquel texto sin que nadie lo hubiera notado. Preguntó a los demás si conocían de él, a lo que respondieron que no, que era la primera vez que se enteraban de su existencia en la casa. ¿Quién dormía en ese dormitorio?, preguntó la muchacha más joven. Nadie se animó a responder, o porque no sabían la respuesta o porque, de alguna manera, estaba prohibido revelarlo. ¿Por qué tanto misterio? Con un trapo, Esther Bolaño limpió la cubierta del libro y examinó página por página las anotaciones que ahí estaban impresas. El prólogo hacía mención al autor del libro, un oscuro profesor de literatura medieval que no escribió nada más a partir de ese manifiesto que, definitivamente, se desconocía la fecha o la editorial donde fue impresa. Narraba también las circunstancias que le motivaron escribirlo.
Francisco, uno de los hermanos de Esther, le quitó el libro y urgó entre sus páginas algunos párrafos que le llamaran la atención y leerlo en voz alta para todos los ahí reunidos. Pero sólo encontró frases repetidas, fragmentos de otras obras que ya había leído. Le pareció extraño, quizá se trataba de una broma o de algún tonto que quería demostrar su cultura citando a los más renombrados literatos del mundo. La más pequeña de todos, Gladys, sintió un leve escalofrío y les pidió que dejaran el libro en su lugar y se fueran de ahí inmediatamente. Sin que eso fuera extraño para ellos, porque Gladys era muy asustadiza, le hicieron caso y dejaron las cosas como Esther las había encontrado.
La campaña del reloj marcó las cinco de las tarde. Hora de tomar el té. Pero Gladys fue la única que no bajó para cumplir con el ritual. Esther subió a su dormitorio y golpeó varias veces la puerta sin tener una respuesta de su hermanita. Impulsada por un temor no antes experimentado, abrió la puerta y encontró a Gladys tendida en su cama, con los ojos abiertos y desorbitados y una espesa salivación le brotaba de la boca. Aparatosamente, Esther fue a auxiliarla, sus gritos hicieron que sus hermanos vayan tras ella y saber qué había pasado. Pero ya era tarde, Gladys había muerto con un rictus facial semejante a cuando alguien ve un fantasma o es sorprendido por la muerta sin aparentes razones.
Francisco le echó la culpa al libro. Fue al dormitorio clausurado, cogió el libro y lo echó a la chimenea. Vieron cómo ardía entre las llamas del fogón y por primera vez en sus vidas, sintieron que aquello sería lo último que verían. Y en efecto. Al día siguiente, tanto los vecinos y el cuerpo de policía, quedaron sorprendidos por la extraña muerte de todos los miembros de esa familia. Lo que no se percataron fue aquel libro de tapa azul que yacía en un rincón de la sala, polvoriento y rodeado de telas de araña.

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