jueves, 14 de agosto de 2008

¿Qué hacer con el poder? (I)

Cuando Alberto Fujimori asumió el mando en 1990, luego de la debacle que dejó el primer gobierno de Alan García, era posible que el cambio –que tanto pregonaba en su campaña- se haría realidad. Era nuevo, sin antecedentes políticos y su ascenso en las encuestas, a paso de tortuga y mucha paciencia, lo convirtieron en el candidato ideal para las masas, en busca de una solución a sus problemas inmediatos. El caso de Mario Vargas Llosa no era el de un candidato que reflejara las angustias del pueblo. Era obvio que su neoliberalismo se proyectaba hacia la minoría, los dueños del país, los empresarios y poderosos hombres de derecha. Y el “chino” lo sabía. Los ataques y “campaña sucia” entre Fredemo y el APRA, fue aprovechada por Fujimori para alzar vuelo. ¿Recuerdan aquellas imágenes apocalípticas –pirateadas de la película The wall-, en las que se anunciaba un inminente shock contra la ya paupérrima economía del país?

Luego del “fujishock” el país volvió a su natural estado de cosas: acaparamiento, inflación, desesperanza y desconfianza; aunque la medida, a pesar de todo, fue necesaria, muchos no lo vieron así y fue un punto en contra para el “chino”. Sin embargo, el tiempo le dio la razón. Perú fue poco a poco saliendo de la inflación y se convirtió en un país viable para la inversión. Su imagen internacional mejoró, y todo parecía ir por buen camino.

Amenazas de golpe de estado, incertidumbre en el ambiente político y trabas en el congreso, convirtieron a Fujimori en una persona desconfiada. Su nerviosismo inicial, con un castellano masticado, propio de un inmigrante japonés recién llegado, era burla diaria de sus detractores. Y ya se ventilaba su relación con el hombre más buscado por los medios: el “Doc”, Vladimiro Montesinos.

La lucha contra el terrorismo fue uno de los picos que alcanzó el gobierno en su primer lustro. Las cosas estaban caldeadas desde muchos frentes y era necesario combatirlo sin dudar un ápice. Dicen que toda guerra justifica sus resultados. Con la caída de Sendero y la captura de Abimael y los demás cabecillas de su organización terrorista, se desmoronaba la imagen casi icónica de un luchador en pro del pueblo, cuya doctrina lo único que hizo fue aniquilar a todos aquellos que se negaban a seguir. Y, bueno, el comunismo ha tenido esa idea, desde que Stalin se convirtiera en el Martillo anti-imperialista que conocemos.

Ni qué decir de la toma de rehenes en la casa del embajador de Japón por parte del MRTA. Una digna muestra de estrategia y logística militar que dio la vuelta al mundo por sus resultados, pese a la pérdida de una vida humana. A pesar de ello, los responsables de esa operación fueron satanizados; en cambio, las víctimas de aquel atropello, fueron los secuestradores. Como dije, toda guerra justifica sus resultados. Y tenía que ser así. Es imposible pensar diferente cuando el caos y el atropello contra los derechos humanos era tan palpable como el documento que estás leyendo. La Comisión de la Verdad hizo todo lo posible por que se escarbara en el pasado, desde el inicio de la gesta revolucionaria en los años 80. Pero a quién defendían, después de todo: ¿a los terroristas o a sus víctimas?

Lo de La Cantuta y Barrios Altos fue un exceso, es verdad. No estoy de acuerdo con que se reduzca de esa manera a gente que, por extrañas circunstancias, estuvieron implicadas; es más, se les acusó a buenas y primeras que eran miembros de grupos sediciosos. ¿Con qué pruebas? Muchas personas pueden tener ciertas inclinaciones políticas que despierten sospechas, pero eso no quiere decir que sea un criminal. Pero, repito, la guerra justifica sus resultados. Para bien o para mal. Y eso no tiene retorno, por más juicios que se realicen y se juzgue y condene a los responsables. No va a devolver a los muertos colaterales de esta historia.

(Continuará)




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