martes, 11 de enero de 2011

Los libros que debí leer

Hace muchos años, cuando aún estaba a punto de convertirme en ciudadano, cuando las colas y las huelgas y el toque de queda estaban de moda, junto con el pan popular y la inflación, se me hizo costumbre ocultarme bajo la cama y robar los viejos libros de mi abuelo, con linterna en mano, en medio de la noche. Ahí descubrí quién fue Dostoievski (Crimen y Castigo), Miller (Trópico de Capricornio) y Sartre (La náusea). Obras excepcionales que no comprendí en su momento por carecer de conocimiento y edad, pero que sirvieron de base para adentrarme en este mundo difícil e ingrato -a veces- de la literatura.
Ni siquiera las clases de Literatura en el colegio fueron suficiente motivo para culturizar mi afición por la lectura; ni siquiera, claro está, de las sugerencias de mi profesor de Matemáticas al exhortarme a que me dedicara a las letras en lugar de los números, cosa que estaba haciendo mal desde el primer grado de primaria. No, preferí ignorar todo aquello y empezar a leer tiras cómicas e historietas del Hombre Araña o Batman; pero fue una alegría total cuando alguien me regaló un tomo de las aventuras de Charlie Brown. Fue un descubrimiento profético y a la vez aleccionador.
Buscando entre mis recuerdos de infancia, siempre me he considerado un partidario del aislamiento y de la inequívoca existencia ermitaña cuando a la hora de leer se trata. No hay nada mejor que apartarte de los demás y pasar cada página tratando de desentrañar misteriosos mundos impresos en papel amarillento. Sí, Charlie Brown se convirtió en mi único amigo en ese entonces y supe que mañana más tarde tendría la difícil tarea de demostrar lo aprendido. Pero dejé de lado a Charlie Brown, como una moda que se desgasta, y empecé a recapitular todas aquellas lecturas prohibidas y aprobadas de mi adolescencia.
Concluida la secundaria, entendí que el mundo no era el trayecto que comprendía la distancia de mi casa hasta el colegio. Había un abanico de posibilidades dónde poner en práctica lo poco aprendido en clases. Descubrí que había vida más allá del límite distrital y -como todo joven que se independiza emocionalmente- empecé a indagar y encontrar lugares que nutrieron mi imaginación y el gusto por lo diferente. Era tan avezado que mis largas caminatas me llevaban a lugares donde me habían advertido nunca ir; guetos y callejones de mal vivir, donde la única política era "salir y robar". Afortunadamente, nunca me pasó nada. Al contrario, aprendí a conocer mi ciudad, mi gente, sus costumbres, sus angustias y tropiezos... y sus esporádicas alegrías, que fueron base para mis posteriores escritos.
Sin embargo, reconozco que debí leer más en mis años formativos. Lo poco que leí, me avergonzaba decirlo en clase. Una vez, mi profesor de Literatura preguntó si alguien había leído Edipo Rey, de Sófocles. Naturalmente, yo lo había leído; pero no sé por qué no levanté la mano. Y a los pocos segundos de aquella silenciosa respuesta del auditorio, alcé tímidamente una mano y supe que los demás me verían de otra manera; dudarían de mí y me considerarían un extraño, mas no mi profesor.
A los 18 años recién supe quiénes fueron Hemingway, Joyce, Woolf, Dos Passos, Steinbeck, Capote; conocí a Lady Chatterley, Hamlet, los nibelungos; a Boccaccio, Petrarca, Homero; a Böll, Tolstoi, Chéjov, Hesse, Grass, entre muchos otros. A duras penas leí a Sabato, Borges, Cortázar, pues me parecieron incomprensibles. Nada que ver con Arguedas, Alegría, Valdelomar (y eso que me gustó mucho El hipocampo de oro). Preferí Vallejo; consumí a Mariátegui como una variable a mis propósitos sociales. Pero nada más. Hace dos años leí, por primera vez, Cien años de soledad y, recientemente, Conversación en la catedral. Tal vez, si hubiera tenido las ganas, podría haberlo hecho en su momento. Es que, sinceramente, no me apasionaba. Mi estilo y mis héroes pertenecen a la corriente anglosajona, rusa y germana. Los géneros varían según el momento o la inspiración. Si quiero ser un antihéroe que lucha por defender los ideales de justicia y venganza, leo a Hammett o a Christie; si soy romántico y gótico, a Poe, Lawrence o Lovencraft; si soy urbano y bohemio, a Mahler, Roth o a los citados Hemingway y Dos Passos; si quiero sentirme un miserable, a Bukowski. No hay nada latinoamericano en mis venas y en mi tintero.
¿Debo cometer suicidio por esto? Son gustos, son apreciaciones estéticas que me he inculcado desde joven. Pero nunca es tarde para empezar a leer; el único problema es que si llegaré a terminar.

No hay comentarios: