viernes, 8 de junio de 2012

Una noche larga y brumosa

Los pasos crujían sobre el viejo piso de madera. El eco se escuchaba a lo largo del pasillo, oscuro y desprovisto de vida desde hacía muchos años. Hacía falta tener buena visión para atravesarlo, sorteando telarañas y polvo impregnado en sus rincones. La casa era una de esas que abandonan a la mitad del camino, dejando que el paso del tiempo se encargue de exterminarla a vista y paciencia de aquellos que desconfiaban de su soledad. También era escenario recurrente de jóvenes en busca de emociones y tentaciones corpóreas, lejos de la vista de sus padres o del viejo cura de la parroquia, que cada domingo señalaba sus pecados con una serie de palabras huecas y repetitivas. Para ellos era natural explorar el lado oculto de la luna, ansiosos por descubrir nuevos mundos y nuevas formas de expresar un antiguo gusto por la carne tierna. Ni qué decir de las largas sesiones de ouija, que nada era como lo pintaban los excéntricos, llenos de mitos y maleficios solo aptos para débiles de mente.

Esta noche era diferente. Ellos lo sabían. Habían preparado esto toda la semana y era el momento propicio para sacar adelante el plan. La luna estaba en su máximo esplendor y las ansias por invocar a los espíritus no amilanó a nadie. Entraron en silencio, sin evitar el estruendo de la madera apolillada y el susto que ocasionaba la energía que gravitaba en el ambiente. Se sentaron en el suelo, formando un círculo humano en medio de lo que antes fue la sala principal. Lo único que daba fe de ello era la lámpara que colgaba sobre ellos, aún con sus cristales ornamentales envueltos en una capa de polvo y telarañas. Colocaron el tablero a sus pies y el pequeño vasito que guiaría la charla con el más allá. Todos pusieron sus dedos sobre él y empezaron con las preguntas. No hubo la respuesta esperada. Intentaron de nuevo. Era necesario prestar mucha atención a los detalles y evitar que lo obvio sea contradictorio a sus propósitos. El silencio era tan profundo que sintieron cómo se les erizaba la espalda. El resplandor de la luna que ingresaba por las ranuras de una ventana tapizada con bloques de madera, dejó de iluminar el salón. Un vaho frío invadió la estancia y cada uno observaba cómo su aliento se reflejaba ante cada jadeo tanto de frío como de miedo.

Ninguno quiso proseguir. O tal vez era una fuerza desconocida que no dejaba que movieran el vaso. Estaban petrificados. Cualquier cosa podría suceder. El más listo de todos ellos alzó su voz de protesta contra sus camaradas y les alentó a que siguieran con el juego, que cada vez estaba más enrarecido por la poca visibilidad. Despejados un poco del temor inicial, uno de ellos encendió una vela. Sin embargo, no se percataron que algo o alguien había dibujado un pentagrama debajo del tablero ouija. Ni siquiera el más listo de todos ellos pudo explicarlo. Quizá ya estaba allí, como supusieron, y gracias a la luminosidad de la vela se pudo notar mejor que con la luz de la luna, que estaba oculta tras las nubes negras que presagiaban una lluvia descomunal. Pero nada indicaba que habría una noche húmeda. Ni el viento parecía con ánimos de salir. Y volvieron a intentarlo. La pregunta era simple, sin mucha ceremonia. Al parecer, a nadie le importaba responderla, si es que había alguien del otro lado de la realidad que quisiera hacerlo. Dejaron por un momento el juego y bebieron un poco de ron para calentar los cuerpos. El descontento se dibujaba en sus rostros y estaban a punto de claudicar cuando vieron que el vasito se movía sin que ninguno de los presentes lo estuviera manipulando. Lentamente, se posó en la palabra SI. El pavor y la algarabía, mezcladas con una sensación de expectación, invitó a los participantes seguir con las preguntas.

¿Cómo te llamas? Como si el propio vasito los guiara, deletrearon cada letra que iba armando la respuesta: B-R-A-U-L-I-O. ¿Qué edad tienes?: 8. ¿Qué te pasó?: M-E-C-A-I-D-E-L-A-S-E-S-C-A-L-E-R-A-S... E-L-L-A-M-E-B-O-T-O. Silencio. Se miraron a la cara, paralizados por dicha revelación. Un crujido proveniente del segundo piso los puso en alerta. Miraron hacia las escaleras, amplias, talladas a mano y de estilo republicano. Un olor fétido despedía de ellas. La ouija empezó a moverse, dando brincos y levitando sin control. Calma. Silencio. Expectación. Una risita de niño los asustó. Pisadas de alguien que corre descalzo, sobre ellos, que retumba el techo. La lámpara se sacude. Quieren subir a ver, pero algo los detiene. No se atreven a moverse. El más listo es valiente y se apresura a ser el primero en tener contacto con el más allá. Sube, ayudado por un encendedor que ilumina su ascenso. Las pisadas cesan. No hay respuesta del listo cuando le preguntan si todo andaba bien. Silencio. ¡Qué desesperante! ¿Qué habrá pasado? Desde abajo, gritaban su nombre sin hallar respuesta. La ouija volvió a temblar y el vasito con vida propio empezó a deletrear: E-S-T-O-Y-A-Q-U-I-S-A-Q-U-E-N-M-E. ¿Eres Braulio?: NO. ¿Entonces, quién eres? Un grito sordo, una caída, un leve temblor. Los jóvenes corrieron hacia la salida, pero se detuvieron pensando en su amigo perdido. Recobraron la calma y decidieron subir. Fue la última vez que supieron de ellos.

La casa sigue tan solitaria como se le conoció desde siempre. A veces, el vigilante cree ver una luz de vela rondar a través de las ventanas tapiadas de madera. No le presta atención porque sabe que los jóvenes del vecindario hacen sus diabluras típicas de la edad. Lo que no se percata son las varias manos que golpean la ventana del segundo piso, suplicando desde el más allá que los liberen de su castigo. 

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