viernes, 24 de agosto de 2012

El síndrome de Eddie Fisher

La naturaleza humana es una puerta abierta a la investigación profunda de su yo interior, como en ningún otro elemento viviente que exista sobre la tierra. La voluble personalidad del individuo hace de éste un ser sin horizonte, sin sentimientos definidos. Se puede amar, se puede querer, se puede estimular las emociones sobre una persona deseada; pero, ¿hasta qué punto se puede ser fiel y no dejarse seducir por factores externos que rompan el normal desarrollo de las cosas? Los hombres y las mujeres, en porcentajes casi similares, están expuestos a ello. Para ellos no es suficiente tener una pareja a quien respetar, es el mismo instinto de poder y superioridad que pueden darse el lujo de vender su alma por uno o una que le "mueva el piso" y muchas otras cosas más. Se busca alcanzar un nivel mayor, romper con la maldición de "¿Qué hubiera pasado si...?" "Me hubiera gustado que...", "Si yo hubiera..." La insatisfacción se hace evidente y ansiamos más de lo que podemos tener. Es como aquel tipo que se compra un auto. Su amigo más cercano se compra otro más moderno, de la marca que rompe en ventas, con una serie de accesorios y ventajas para su uso. Obviamente, aquel que compró primero busca desesperadamente bajárselo de cualquier forma y, aunque tenga que hipotecar la casa, se da el lujo de gastar por un automóvil de última generación, hasta con artilugios que le ayuden a descargar las  imágenes en vivo del Curiosity desde Marte.

Lo mismo ocurre con las mujeres, en el caso de los hombres que anhelan buscarse un cuero. Y sí, ocurre también al revés. Mostrar trofeos es hoy en día el deporte social por excelencia. Si la pareja de Juan no tiene culo, se busca otra que sí lo tenga bastante proporcionado, como a él le gusta. Y si le agregamos, que los pechos tienen que ser impactantes, ya no es ni una ni la otra, sino otra más que tenga lo suyo bien puesto, sin importar el uso de la silicona. Lo importante es que tenga dónde hincar el diente. La mujer, en cambio, quiere un atleta bien dotado, que no se agote en la primera tanda amatoria y que la escuche y que no se duerma después del coito. Sería el hombre perfecto. Pero ellas son prácticas, si no encuentran a nadie que tuviera las cualidades que tanto buscan, se consiguen un consolador o llaman a su mejor amiga que las ayude a calmar esos ánimos nocturnos.

El hombre pierde la cabeza fácilmente por una mujer exuberante. Ya no hay eso de que todo entra por el intelecto. La culpa de todo la tiene la publicidad. Vende al sector masculino una serie de estupideces con las que cree va poder conquistar al sexo opuesto. Pero son cosas superficiales que no se comparan con el hecho de abandonar a tu mujer por otra, perjudicando el sentido de responsabilidad de hogar para con los hijos. Es la calentura del momento, la codicia por la posesión de lo ajeno, la irremediable condición del estado más primitivo por hacer y deshacer a su antojo una norma de convivencia y de respeto por sus semejantes. Imposible no esconder la cara cuando te miran como un desgraciado, cuando le das todo tu dinero a la otra y abandonas a tu mujer e hijos, solo porque sabe hacer cosas que tu cónyuge se resiste a experimentar. Conozco a un amigo que dejó a su mujer de diez años sólo porque su amante se dejaba hace sexo anal y gritaba como loca por todo lo que le hacía el susodicho. Si supiera que esa misma tipa lo engaña con su mejor amigo, la cosa no es más divertida porque no deseo que esto se convierta en un artículo sarcástico, muy a mi estilo.

Un ejemplo palpable es el que vivió Elizabeth Taylor. Al enviudar ésta del productor Mike Todd, en 1958, el mejor amigo de la pareja, Eddie Fisher, prestó su hombro para consolar a la famosa actriz y acompañarla en su dolor. Sí, pues, ese dolor se convirtió en uno de los romances más escandalosos de la época. Fisher abandonó a Debbie Reynolds, su pareja de entonces, para irse a los brazos de la "amiga de la casa". Ni siquiera le importó el destino de sus pequeños hijos, uno de ellos la futura Princesa Leia, Carrie Fisher. Y es que en cosas del corazón no podemos hacer nada. Algo ocurre en el cerebro de cada quién y no les importa pisotear la promesa que juraron mantener hasta la muerte.

En el caso de que el amor haya muerto en la relación, se pueden tener ciertas licencias y finalizar el compromiso en buenos términos. En cambio, si la cosa marcha lo bastante bien entre ellos y por cosas del destino se cruza en el camino la némesis que hará desestabilizar lo ya consagrado, es imposible no caer en la tentación, para bien o para mal. Pero no quiero ser injusto con el hombre; la mujer tiene lo suyo, es tan culpable como el hombre al aceptar una relación sabiendo que ya tiene pareja. Las cosas son más complicadas de lo que suponemos y esto es una suerte de capricho existencial, rodeado de culpabilidad y sentido de moralidad en nuestros actos. Cuando realmente sentimos remordimientos de los sucedido. Qué pasa si la persona carece de raciocinio para distinguir qué está bien y qué no. Se actúa por ese instinto básico que tiene el ser humano para enfrentarse a cosas nuevas y riesgosas, que sin pensarlo dos veces trasgrede los valores que quiere enseñar a su descendencia. Y la historia se repite de generación en generación, porque se ve como algo normal. Es normal que el varón tenga más mujeres porque le da el título de Hombre. Hombre no es aquel que demuestra tener más de una mujer en la cama. Hombre es aquel que demuestra serlo por su convicción de proteger a los suyos, que respeta su hogar y que sabe valorar el amor de una mujer, la que aceptó estar con él por el resto de vida que le queda en adelante.

Son palabras, dirán. Los hechos demuestran que la fidelidad es cosa del pasado. Aquí subsiste la ley del más pendejo, porque les hacen creer que la pendejada es una cualidad innata que debe ser santificada por el mismísimo Papa. No somos fieles ni con el pensamiento, deseamos a la mujer del prójimo, a la mamá del compañero de clases de tu hijo, a la secretaria, a la jefa, a la fénix de la PNP, cuando realmente lleva el cuerpo de la institución con orgullo y no nos interesa que nos ponga una papeleta, siempre y cuando quiera tomarse un cafecito al concluir su turno. Hay tantas cosas que nos hacen ser infieles, que la lista no terminaría nunca. Lo que importa es que tengamos en claro que no siempre seremos jóvenes, que cuando pase la calentura, cuando necesitas volver a casa y no haya nadie esperándote, es mejor no lamentarse ni repetir por enésima vez "Si yo hubiera..." al verte solo, sin dinero y con unos hijos que te odian porque abandonaste la casa junto con la sirvienta o con la tía Gladys. Pensar mejor y hacer las cosas de forma correcta, nos da esperanzas de ser tomados en serio por aquellos que nos ven como su ejemplo y modelo de vida. Como diría mi abuelo, "si quieres evitar tantos sinsabores en la vida, ¿para qué te casas?"

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