martes, 21 de agosto de 2012

Las tetas de Lucía

Lucía era una niña precoz. A los trece años se jactaba de tener dos amantes, unos chiquillos que veían en esta tierna criatura su objeto del deseo más sádico. A ella no le importaba mucho lo que hacían con su cuerpo ni con su reputación, que fue regada como dosificador en llanuras poco profundas. Sabía que experimentar dichos menesteres oníricos sería una ventaja entre sus coetáneas, aún ilusionadas con el primer beso y con las muñecas de colección, las que vendían como ejercicio práctico para lograr ser unas buenas amas de casa. A ella le parecía una tomadura de pelo que una mujer tenga que estancarse con dichas disposiciones caseras, sin siquiera darle oportunidad de demostrar que también tenían la suficiente entereza para convertirse en una mujer de éxito. Como diría su padre, y muchas veces secundado por su madre, que la mujer debía estar siempre al lado de su marido, atenderlo y atender su casa y sus hijos. Era un chiste, sin duda, cosa que debió ignorar porque su presencia en este mundo no era estar detrás de un delantal ni detrás de una cocina.

Por caprichos de la naturaleza, Lucía empezó a desarrollar físicamente antes de lo permitido. Su metro sesenta y ocho impresionaba a sus profesores de segundo grado, mientras que sus compañeritos ya creían ver a su próxima Miss Primavera para los juegos florares que su institución educativa organizaba para tal efecto. A los nueve años notó que sus pechos empezaban a crecer y su trasero no era precisamente la de una niña de su edad. Al principio sintió vergüenza y en ocasiones se hacía la enferma para no asistir a las clases de educación física, lo que le produjo bajar en sus calificaciones generales y postular a una beca más adelante.

Cuando por fin comprendió que era natural y que su metabolismo le demandaba un desarrollo fuera de lo común, lo tomó como una bendición. Destacaba más que otras amigas suyas, absortas por esa fijación ganada poco a poco y que las dejaba relegadas del gusto masculino. Al finalizar la educación primaria, fue elegida para izar el pabellón nacional en una ceremonia con el alcalde, y era vitoreada cada vez que subía al estrado y entregar alguna distinción a personajes reconocidos por las autoridades ediles. Su mayor contribución a la afectación hormonal fue cuando un viento inesperado le alzó la falda y todos pudieron contemplar que su culo era el más bonito que habían visto.

Su mejor atributo a simple vista eran sus tetas. Unas tetas hermosas, redondas, duras y firmes. Era el objeto del deseo en la secundaria y no fue menos interesante lucirlas en plena clase cuando quería que le aprobaran un curso o le subieran la puntuación en un examen. Mucho dolor de cabeza para sus maestros, que evitaban en lo posible acercársele, pues serían vistos de muy mala gana por el director del plantel, quien también esperaba llevarla a su oficina por cualquier pretexto y disimular sus deseos pedófilos por aquellos bonitos pechos adolescentes. Al conseguir que dos idiotas fueran sus amantes, les pedía todo lo que se le antojaba, con la promesa de enseñarles el busto en el baño, sin que nadie se diera por enterado. Al verse complacida por los pedidos exigentes de su condición de "dominatriz", les decía que se habían demorado mucho y que serían castigados por dicho desacato. Si, pues, quien dice antojarse de pan con chicharrón a las once de la mañana o de una marca específica de golosinas, era muy probable que la suerte fuera esquiva para quienes se atrevían a no pasar el reto.

Cansada de las quejas de sus amantes -cosa que no era tal porque jamás había tenido intimidad con ninguno, simplemente besos y caricias furtivas que se vanagloriaban de haberla tenido entre sus brazos-, empezó a alejarse de ellos tras una serie de desafortunados malos entendidos que terminaron por conseguirse a uno más curtido, alguien con más experiencia y deseoso de complacerla hasta el más mínimo detalle. Para su desgracia, creyó hacer la misma jugada, pero entendió que el tipo no estaba bromeando cuando llegaba con los pedidos extravagantes e inusuales de la fémina. Su orgullo parecía volcarse a una desesperación casi aparatosa. No podía negarse a los requerimientos del muchacho, pues, ella había puesto las reglas de juego en el tapete, así que dejó que se saliera con la suya.

A los quince años perdió la virginidad y al año siguiente tuvo que aprender a soportar el infernal dolor del sexo anal, el cual le resultaba asqueroso y degradante. Se sentía como una vaca o una cerda ridiculizada a su mínima expresión. El tipo estaba dispuesto a satisfacer sus más oscuros propósitos y ella no podía sacárselo de encima. Peor aún cuando trató de acusarlo por corruptor de menores, pero era una idea demasiado delicada para no tener bajo la manga un escudo protector, un salvoconducto que le posibilitara escaparse de aquellas garras degeneradas.

Para su desgracia, el susodicho individuo había grabado desde su celular las escenas más candentes de su actividad sexual, que sería imposible señalar que estaba siendo obligada y subyugada por su captor. Las imágenes hablaban por sí solas, la mostraban tan fogosa y deslumbrante antes unos gritos que erizaban la piel de cualquiera. A simple vista, era una diosa del sexo, que le gustaba el sexo y había nacido para el sexo. Tuvo que resignarse a no ser chantajeada y mantener la relación sin cambios ni condiciones. Y esos cambios se evidenciaron en la conducta de la muchacha, quien ya no era la chica radiante que todos conocían. Se lamentó enormemente haber despertado muy temprano los deseos inescrupulosos de los hombres. Creyó aprovecharse de ellos y gozar de su poder y manipulación, que, sin embargo, comprendió que no todo era color de rosa ni mucho menos un trampolín a la comodidad sin el menor esfuerzo.

Cansada de sí misma, en lo que se había convertido, no tuvo más remedio que ingerir pastillas y beber lo que fuera para que hicieran efecto en su organismo. Estaba harta de ser una perdedora y una estúpida. Desafortunadamente, sus esfuerzos por irse a un mundo mejor no tuvieron eco y se salvó por un pelo. Ya restablecida, el hombre le propinó una serie de golpes y ultrajes por el simple hecho de hacer lo que quiso hacer, lo que provocó en ella una rabia contenida que fue creciendo muy dentro de su alma. Se armó de valor. Cogió unas tijeras y se las clavó en una pierna. Mientras este aullaba de dolor por la herida, sin poder caminar, Lucía tomó un cuchillo y le cortó el miembro desde la raíz; luego, lo tiró por la ventana y se desternilló de risa, una risa desquiciada y escalofriante. El tipo se desangraba y ella le mostraba las tetas, diciéndole que jamás volvería a tenerlas en sus manos. Más tarde, salió de la casa y no volvió más.

Semanas después la prensa se enteró del hecho y Lucía no pudo evitar soltar una carcajada al leer la noticia en un diario, que sus padres se preguntaron qué le había provocado tanta gracia. Ella explicó con detalles lo sucedido y entre ellos empezaron a gastarse bromas sobre el pobre hombre que perdió su miembro por manos de una descocada. "Si supieran quién fue", se decía. Luego siguió leyendo a sus padres: "La víctima, identificado con las iniciales J.C.B., fue hospitalizado de emergencia, pero nada pudieron hacer los galenos por injertar nuevamente su miembro, ya que este había perdido mucha sangre y los tejidos se habían deteriorado por el tiempo expuesto en la intemperie..." Recordó que en su momento de locura, había arrojado el pene por la ventana y nunca más supo qué fue de él.  Recién ahora se dio por enterada de lo sucedido, ya que los peritos lo encontraron en el balcón del piso inferior. Quien haya sido el que lo había visto en su ventana, se habría pegado un susto sin saber a quién devolvérselo.

Cumplida la mayoría de edad, Lucía decidió realizarse una cirugía estética. Bajo el consentimiento de sus padres, se reduciría dos tallas del busto y así lucirlos como cualquier chica normal. Mientras era anestesiada, pensó que ese había sido su problema desde el principio. Ahora estaba a tiempo de enmendar su error.

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