miércoles, 30 de enero de 2013

La chica del pareo azul

Caminaba sobre la arena caliente de la playa. Su ondulado cuerpo era seguido por indiscretas miradas que atravesaban aquel pareo azul que llevaba a la cintura. Era una mujer de unos 25 años, cabellos largos color azabache, delgada y muy bien proporcionada. Al parecer, las extenuantes horas en el gimnasio habrían dado sus frutos. Su rostro era como la de cualquier señorita de clase social solvente, con tarjetas de crédito y un buen empleo. A pesar que sus ojos estaban cubiertos por los lentes de sol de moda, irradiaba una fuerza felina que desconcertaba a más de uno. Sus labios carnosos, protegidos por un lápiz labial rojo carmesí, dejaba al descubierto una blanca dentadura ideal para comercial de dentífrico. La sonrisa era tan cautivante, que muchos pensaron que se trataba de una coqueta desvergonzada, sin siquiera saber a qué o a quién le sonreía. Todos eran dueños de las más absurdas teorías, que sin embargo nada haría explicar por qué miraba tanto al horizonte, como si esperase a alguien llegar de altamar. Y era cierto, la joven esperaba desde mucho tiempo atrás la oportunidad de alzar vuelo e irse a vivir a otro país.

Los hombres que se acercaban a la joven, tratando de llamar su atención con los favores que desafiaban todo protocolo, eran enseguida disuadidos por una preciosa voz que se negaba a aceptar todas las invitaciones posibles, mucho menos un ridículo helado de luca. No. Era una chica de gustos refinados, según ellos. Mínimo, un bufete en la Rosa Náutica o un cóctel en el lobby bar del Swissotel. Sin embargo, no era eso lo que deseaba, era la soledad que la acompañaba desde tempranas horas de la mañana, queriendo exacerbar su condición de mortal y tomar decisiones propias para su futuro.

La dejaron sola. Un bote cruzaba el mar. El hombre que lo conducía, abriéndose paso sobre las olas, alzó una mano y saludó a la joven. Ella se quitó el pareo y el hermoso cuerpo por fin pudo ser contemplado en su totalidad. Unas piernas cinceladas a la perfección; unos glúteos endemoniadamente creados por la sabia naturaleza; una cintura capaz de soportar la presión de unas manos fuertes que no la dejarían escapar. Caminó hacia la orilla, examinó la temperatura del agua con la punta de los pies y corrió mar adentro, chapoteando y recibiendo las gotitas que se precipitaban en toda su anatomía. Por unos instantes se sumergió en aquellas aguas celestes, casi cristalinas, nadando como un delfín en busca de su libertad. La joven emergió tal cual sirena, viendo el bote alejarse con aquel hombre de apacible rostro que dirigía la trayectoria desde el timón de madera pulida. La joven pensó: "¡Qué maravilloso sería recorrer el mundo en un bote!". Sí, pues. Era un deseo demasiado antojadizo y lejano; pero era un sueño, al fin y al cabo.

La joven regresó a la orilla y volvió a cubrirse con el pareo azul. Se colocó los lentes para el sol y siguió caminando a lo largo de la playa. Las señoras gordas envidiaban a la muchacha, los viejos libidinosos sudaban la gota gorda al comparar aquella sirena con el cachalote que tenían al lado, siempre vigilante y listo para descargar sobre su cabeza la sombrilla o la silla plegable. Y cada paso que daba, las personas se dispersaban como el mar Rojo en los tiempos de Moisés, viendo a la diva caminar con seguridad, con la vista fija al frente sin distraerse de los piropos o comentarios innecesarios sobre su figura. "Esa chica debe ser de plata", dijeron por ahí. "Es una chuchumeca", se oyó por allá. Lo que sí fue cierto es que su sola presencia despertaba la admiración o la envidia del resto de mortales que veraneaban en aquella playa de ensueño.

La joven se despidió de aquel paraíso, que tanta paz había encontrado por breves momentos. Tomó un taxi que la dejó a unas cuadras de la estación del Metropolitano. Entró a un baño, se cambió de ropa y al salir, era otra. Una muchacha humilde, que tomaría el bus hacia su casa, una vivienda de clase media acomodada apenas con lo necesario para sobrevivir, gracias al esfuerzo de sus padres, dueños de una tiendita de abarrotes en algún lugar del Cono Norte. Sí, pues, volvía a una realidad que trataba de ocultar sin la menor soberbia o incomodidad. Podría sacar provecho de su apariencia y cumplir sus sueños de vivir lejos, dándole a su familia una mejor vida. Era imposible. Ella no era así. Quería ser tomada en serio, que la valoren por lo que podía hacer, no por lo que tenía. Una espina que se incrustaba cada vez más en su alma las veces que era tentada por sibaritas y personajes de dudosa reputación.

Sólo era una chica. Una chica de pareo azul que causó más de una interrogante por aquellos que le dieron un valor que no se merecía.

Foto original: Morettis

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