domingo, 10 de marzo de 2013

Disculpa, ¿te conozco de algún lado?

Pepe era un picaflor empedernido. Enamoraba a cuanta mujer se le cruzaba en el camino, cayendo rendida a sus pies de inmediato. Su verborrea, su facilidad de encandilar, le proporcionaba degustar de las más exquisitas vertientes de la feminidad actual. Y nunca perdía la costumbre de verse rodeado de chicas guapas y que muchos de nosotros nos sentíamos tan abrumados de contar todos los días una pareja diferente, mejor dotada que la anterior. Y no descartaba a nadie: altas, bajas, delgadas, gordas, negras, blancas, chinas, cholas. Estas últimas le volvían loco. Sus preferidas eran las cholas power, aquellas de cuerpo espectacular pero con rostro matado, que sin importar su apariencia las domesticaba con las luces apagadas o con una almohada encima. Era la envidia del barrio y el terror de las amas de casa. Cierto día, en medio de un refrescante intercambio de cervezas en el bar de la esquina, le preguntamos cuál era su secreto. Pepe, como era obvio, no quiso discutir el asunto y se limitó a beber tranquilamente de su vaso. Ante la insistencia de quienes le hacíamos el coro, no tuvo más remedio que divulgar su método, uno que nunca falla y que ha hecho de él todo un personaje.

Una de las cosas que deberíamos tomar en cuenta -nos dijo- es tener fe en uno mismo si queremos ganar la confianza de la fémina. Por ejemplo, cuenta cómo le fue con una impulsadora de supermercado. La chica tenía lo suyo: alta, bien proporcionada, de hermoso cabello castaño y un rostro digno de ser enmarcado en un póster de cosméticos. Llevaba un uniforme amarillo, muy ceñido al cuerpo, en representación de una conocida marca de cerveza. Apenas la vio se dijo que ella sería su próxima conquista. Empezó a pasear entre los estantes, como quien busca algo que comprar. Y cada vez que se la cruzaba, la miraba con interés; pero seguía de largo hasta volver a ella y preguntar: "Disculpa, ¿nos conocemos de algún lado?". La muchacha, por supuesto, sorprendida, solo atinaba a decir que no, dudando si realmente era un conocido o no. Así empezaba la cosa, y poco a poco le sonsacaba más información de lo que ella podía dar. Claro que, no funcionaba con cualquiera. Pepe sabía a quién hacerle ese mismo juego. Esta vez, la muchacha se convenció de que quizá lo haya visto en otro supermercado, porque regularmente iban rotando de local en local. Ese era el quid del asunto del porqué le costaba tanto recordar su cara. Terminaron saliendo y la historia sería recordada como una más de las tantas aventurillas pecaminosas de nuestro gran amigo Pepe. Esa noche, decidimos poner en funcionamiento esa táctica y una semana después volver a exponer los resultados.

Pasada la semana, el pacto se hizo realidad. Nos encontrábamos alrededor de una mesa en el mismo bar de la esquina. Pepe encabezaba la escolta y cada uno dio su versión de los hechos. Los dos primeros que se animaron a revelar cómo les había ido, salieron mal parados, porque la táctica no les resultó como quisieron. El error fue que se encontraban demasiado ansiosos y eso, amigos míos, era tan evidente para una mujer que las obliga apartarse de inmediato. El tercero de los involucrados no le fue tan mal, pero perdió la posibilidad de pedirle el número telefónico porque el novio vino a aguarles la fiesta. Parecía que la muchacha estaba dispuesta a convencerse que se habían conocido en alguna discoteca. Mala suerte, dijo Pepe.

"¿Y tú?", me preguntó. Hice lo más adecuado en estos casos. Fui a un supermercado y le eché el ojo a una impulsadora de galletas. Llevaba una bandeja con una variedad de productos a escoger. Empecé a comer pedacitos de cada una mientras iba soltando algunas frases ingeniosas sobre el sabor y la tradición que las galletas tenían en mi vida. A la chica le caí bien enseguida porque dejó de lado sus responsabilidades y desatender a los demás clientes que querían probar un bocadito. Y suelto de huesos revelé lo que todos estaban esperando: "No sé porqué, pero me pareces conocida. ¿No te conozco de algún lado?". ¡Eureka! Salí ganando porque vive a cuatro calles de mi casa y, barajándola -porque nunca la he visto en mi vida-, habremos tropezado un domingo en el mercado. Quedamos en vernos el martes y ver qué estaba a nuestra disposición.

Entre aplausos de los presentes, les interrumpí porque la cosa no terminaba allí. Llegó el martes a las 7.30 pm., hora del encuentro, y nunca apareció. Desilusionado, llamé a su celular y dijo avergonzada que se había olvidado. Temprano debía ir a su empresa y reportar las ventas que logró durante el fin de semana. Estaba tan cansada cuando regresó, que se metió a la cama de inmediato. Entonces, haciéndome el ofendido, traté de que se sintiera un poco mal por el desaire. Fue ella quien sugirió compensar la falta saliendo al día siguiente y encontrarnos a la misma hora. Acepté, dudando si esta vez sería factible concretar la tan ansiada cita. Me prometió que estaría ahí en punto.

A la noche siguiente, mi preocupación se hizo evidente pasada las 7.30 pm. Mi nueva amiga no aparecía. Otra vez me la hizo, pensé. Quince minutos después, la veo llegar, apuradita e incómoda por el retraso. Nos dimos un beso en los labios, cosa que me sorprendió e intenté disimular. Vaya, pensé, esta quiere ir más allá de una buena vez. Pidió disculpas por el atraso y me explicó que su hermano quería acompañarla aprovechando que también iba a encontrarse con unos amigos. Su negación le costó la serie de interrogantes que el resto de la familia trató de desentrañar. Esta vez ganó la pelea y salió a mi encuentro.

Caminamos, hablamos de nuestros respectivos oficios y proyecciones a futuro. Sin previo aviso, como si alguna fuerza del destino nos lo hubiera puesto al frente, estábamos en un bar bebiendo cerveza. La cosa fue tan espontánea que las jarras aumentaban sobre la mesa sin ningún atisbo de protesta por parte suya. Al menos, yo sé mantener mi nivel de alcohol, pero a ella pareciera que tomaba agua porque estaba tan lúcida y tan desenfrenada en su elocución, que pedí la cuenta de inmediato. Sin embargo, al salir le dio aire y toda la ebriedad que no se había evidenciado anteriormente, se volcó sobre ella como un chorro de agua, que tuve que cogerla para que no se cayera. La cogí de la mano y así anduvimos un largo trecho y buscar la manera de que se le pasara la borrachera. En una esquina, me abrazó, agradecida por cuidar de ella; me miró a los ojos de una manera tan extraña que me sentí intimidado y dijo: "¿Qué hacemos? ¿A dónde vamos?". Eso significaba una sola cosa. Creí que se molestaría o me mandaría al diablo. Todo lo contrario. Entramos al hostal más cercano como si ya lo hubiéramos hecho muchas veces. Y lo hicimos.

Pepe estaba más sorprendido que el resto. Le había ganado, porque a él no le pasaba lo del hostal sino a la tercera cita. Una de dos, dijo otro, o eres un suertudo o la chica es  recorrida. Puede ser, dije, pero el problema es que me gustó tanto que le pedí otra cita, esta vez más elaborada y ella, obviamente, estaba tan encantada que aceptó sin dudar. "¿Por qué problema?", preguntó Pepe. Empezaba a gustarme. Teníamos muchas cosas en común y vivíamos tan cerca, que si podía hacerlo conmigo, podía hacerlo con cualquiera. "Simplemente no te enamores", dijo. Y le hice caso.

El día de nuestro nuevo encuentro, no se apareció. Llamé a su celular, pero estaba apagado. Como nunca dijo exactamente donde vivía, nunca pude ubicar su casa ni me tomé la molestia de pasear por el mercado el domingo. El fin de semana fui al supermercado y no la encontré. Ese día, según una de sus compañeras, no vino a trabajar. Debía haber estado ahí, porque no tenían orden de cambio de local. Extraño, muy extraño. No volví a verla y, aunque sonara extraño, su amiga también pasó el control de calidad la vez que regresé por si acaso viera de nuevo a mi amiga fugitiva. Me reconoció en seguida y dijo: "Disculpa, ¿te conozco de algún lado?".

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