sábado, 11 de mayo de 2013

Noche de estreno

Los muchachos y yo decidimos ir al estreno de la última película de William T. McKey, uno de los astros más importantes de nuestra juventud que había vuelto a la pantalla grande después de veinte años, en la que demostró ser el macho más macho del planeta. Con una sola bala mataba a cuarenta delincuentes, soldados vietnamitas o espías rusos. Tenía esa seguridad y temple como nunca habíamos visto en un actor de género, que a todos nos convencía que el cine de acción tenía un solo nombre: William T. McKey. Cuando estábamos aún en el colegio, corríamos al cine de barrio para verlo masacrar a todo un país que no fuera amistoso con los intereses del gobierno de Reagan, que luego fue perdiendo vigencia por todo esto de la Perestroyka y la caída del muro de Berlín. Ahí estábamos nosotros vitoreando a nuestro héroe, saliendo de una y mil dificultades para luego quedarse con la chica de turno y devolvernos la fe de que aún existían hombres que nos aseguraban la paz mundial sin entender un ápice de política ni asuntos internacionales.

No nos importaba que la película fuera barata, que los efectos especiales fueran tan rudimentarios que se notaban las cuerdas transparentes que sostenían a Tom Ryan, el mítico personaje que McKey interpretó en una docena de títulos, cuando salía por una ventana llevándose la fórmula secreta de un dictador caribeño que destruiría los intereses de los países libres. Tampoco nos importaba que las explosiones se vieran como luces de bengala o la sangre tuviera un color a témpera. Lo que nos apasionaba era cómo el cine de aquel entonces nos transportaba a una realidad tan distinta a la nuestra, sin problemas, sin tener que comer todos los días jurel o pejerrey gracias a las medidas económicas del primer gobierno de Alan García, o que nuestras calificaciones escolares no fueran tan buenas como las acciones bélicas de McKey.

Y, bueno, tenerlo de vuelta en el papel que lo encumbró, era todo un acontecimiento. Había vuelto uno de los grandes, y qué mejor que verlo enfundarse en su viejo uniforme de ranger y la enorme cicatriz en el pecho que lo dibujaba como todo un hueso duro de roer. Ahora que la tecnología estaba al servicio del cine, que las tendencias habían cambiado, que nuevos rostros invadían las carteleras mundiales, ¿tendría el mismo impacto que tuvo en los años ochenta? Con más entrenamiento cinematográfico, con otra visión de las cosas, con otro pensamiento más acorde a nuestros tiempos, el viejo soldado tenía una misión peor que la de sus días de gloria: convencer a esta nueva generación que aún no estaba acabado y que podía dar más de lo que sus detractores suponían. Sin embargo, la nostalgia nos invadía, no nos preocupaba que la película fuera tan mala como sus predecesoras, era el concepto que lo definía como el último héroe americano.

La fila era inmensa. El cine estaba repleto de tíos cuarentones acompañados en algunos casos por sus hijos, impacientes por que se diera acceso a la sala. Nunca antes había visto tal recepción por una película, sin contar el relanzamiento de Star Wars Edición Especial o el estreno de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Era lo que se definiría el lanzamiento más esperado en décadas. El mar de gente que se agolpaba en las boleterías era interminable. La función de las 7.00 pm estaba prácticamente vendida, y quedaban dos funciones más por el resto de la noche. Los muchachos y yo, mientras tanto, recordábamos algunas escenas memorables que no podíamos evitar la risa. Y pensar que eso era arte para nosotros y que nadie igualaría su prepotencia y machista visión del mundo, que no había otro igual que rompiera los esquemas del buen gusto y el recato. Una escena que recordamos fue aquella donde Tom Ryan corteja a una prostituta tailandesa en un bar de mala muerte, y ésta le muerde los genitales porque el tipo era rudo y le jalaba de los cabellos como si se tratara de cualquier cosa inservible. Lo mismo podía escucharse al otro lado de la fila, cada quien tenía una escena favorita, el jolgorio era desopilante y abrumador, y no había manera de frenar toda esa incandescencia humana que se había gestado en el recinto.

Una de las cosas que nos preocupaba era la edad de McKey, que bordeaba los sesenta. Por el afiche, su musculatura era fofa y la cabellera plateada no disimulaba el peluquín estilo Steven Seagal. Los años habían pagado factura para este hombre que repentinamente la fama lo envolvió en una serie de peripecias dignas de ser contadas en The E! True Hollywood Story, repletas de excesos y malas decisiones antes de firmar un contrato millonario. Según cuentan las crónicas, McKey era muy aficionado a la bebida y a la vida disipada, que muchos productores le cerraron las puertas por su carácter irascible y egocéntrico. Ni siquiera Tarantino tuvo suerte de recuperarlo en un negocio que vive de las taquillas y del establishment hollywoodense. Y de repente, nos encontramos con este hombre que no le tiene miedo al ridículo y vuelve a restregarnos en la cara que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Lo que para muchos críticos este regreso no sería otra cosa que un refrito de sus viejas películas de matiné, McKey se encargaría de taparles la boca con una auténtica obra maestra del trash movie convencional.

Las risas y el sarcasmo terminaron durante las dos horas de proyección de Olvidados del tiempo, traducción literal de The Forgotten Time y no la payasada que los distribuidores retitularon como Tiempo de matar, la primera película escrita, producida y dirigida por William T. McKey. Verdaderamente, era la primera vez que veíamos tanta sangre y mutilaciones que en el desalojo de La Parada, que el silencio era espeluznante. La realidad superaba a la ficción con enormes juegos de cámara y una edición visceral que no se detenía a medida que avanzaba el metraje de la cinta. McKey estuvo mejor que nunca en su reciclado papel del sargento Tom Ryan, que el corazón se me salía del pecho. Ya no era más un héroe pétreo, era un hombre que le dio un giro inesperado al género; la redención y el perdón iban de la mano como no se había visto en él. Hasta tuvo el coraje de llorar frente a cámaras por la muerte de uno de sus compinches. Improbable en otras películas. Era una verdadera joya que conmovió al más curtido de los espectadores.

Al encenderse las luces, las miradas atónitas por lo que acababan de ver era una clara señal de que la película había cumplido con su cometido. Lo que no se supo hasta el momento es que si habría otra aventura de Tom Ryan. Lo más probable es que McKey nos sorprendería con otra incursión bélica, y ya estábamos advertidos. Los muchachos y yo volvimos a casa con un sabor amargo en la boca. No sabíamos a ciencia cierta qué había pasado. ¿Era una película o el retrato de un actor venido a menos que quiere decirnos algo? Dentro de mí pude intuir que se trataba del testimonio de sus propios demonios exteriorizados, con valentía y honestidad. Era también un tributo a sus años de gloria en el firmamento estelar, de la manera más cruel y descarnada, que hicieron comprender que la humanidad necesita de héroes como Tom Ryan, que nos ayude a comprender mejor qué clase de mundo es este... un mundo que dejó de existir hace mucho tiempo atrás.

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