domingo, 5 de mayo de 2013

La redención del solitario

He visto infinidad de personas a lo largo de mi vida. He visto rostros, expresiones, sentimientos y dificultades; dudas y contradicciones. Una vez alguien dijo que nada es imposible si tenemos la suficiente convicción de seguir nuestros ideales, pese a los sacrificios que debamos dejar en el camino. Sí, sacrificios. Haber tenido la oportunidad de cambiar el rumbo de las cosas, de mantener a flote una alternativa de felicidad o de demostrar de lo que somos capaces dentro de un empleo respetable, no ha sido una conclusión merecedora de un final feliz o, al menos, prometedor. La evolución de la humanidad nos ha permitido saber más acerca de los cambios existenciales, de las obligaciones y facultades que podamos llevar a cabo por un mejor mañana. ¿Existió alguna vez un mejor mañana? Solo para aquellos que supieron aprovechar en su momento las opciones de las que tanto se hablaba un domingo luego de la tercera campanada de la iglesia del barrio.

Los momentos divertidos quedaron atrás. Las angustias por seguir avanzando en un mundo agigantado por la tecnología, ha perdido ese brillo recíproco por seres sin alma, sin sangre, tan solo encerrados en un circuito aislado de cables y pantallas led. La comunicación se hace más inmediata, pero fría. A nadie le importa lo que pueda sentir la otra persona, simplemente quiere saber más sobre las novedades que circundan su entorno, preocupados tan solo si le darán el trabajo o no, o simplemente esperar que las cosas cambien por obra y gracia del tiempo y de la paciencia que se pueda tener para comprender que jamás tendrás lo que deseas.

La vida se mueve con solo mover un botón. De eso se aprovechan algunos pocos para ocasionar el caos y la desesperación. La violencia se torna cada vez más agresiva y estamos yendo al desfiladero de la desconfianza. Y a nadie parece importarle. Quizá ahora he comprendido que debemos cambiar esas cosas que nos producen desconcierto, que nos enervan, que nos aplastan. La salud mental es pandémica. Las malas semillas se mueven entre la oscuridad y el alba, protegidas por ciertas fuerzas desconocidas e imperturbables. Ahora son ellos los dueños de las calles. Y parece que nadie quiere ensuciarse las manos acallando ese corrosivo hedor que inunda a la sociedad. Parece mentira que un simple ciudadano se tome la molestia de cuestionar el actual estado de cosas, que dentro de su sistema nervioso se cuezan una serie de filamentos y conjeturas que puedan aliviar su alma y encontrar esa paz que tanto anhela.

Reconozco que a nadie le importa quién sea yo. Desde que nací ni siquiera mi familia ha querido comprender mi naturaleza distante, reflexiva y toscamente desenfadada. Ajeno al vaivén cotidiano, creaba mi propio mundo, aislado del resto, cómplice de mis propios demonios que poco a poco me convirtieron en un ser amoral y con deseos asquerosos de meterle un nabo por el culo al más espantoso ser que pudiera existir en la tierra. Y fui creciendo con esa idea, sostenida por el rencor y la falta de oportunidades que sellaron definitivamente mi destino.

En el fondo no era malo. Al contrario, buscaba el beneplácito de la atención por ser quién era y no lo que querían los demás que fuera. Me tragué muchos insultos y desplantes, humillaciones y vergüenzas solo por quedar como un perfecto don nadie de quien todos subestimaban. Y qué bueno que lo hayan hecho, porque así me convertí en un perfecto desconocido, sin rostro ni antecedentes que hicieran vulnerable la forma de vida que opté en favor de esos mismos que callaban mis ideas o fomentaban un complot por mantenerme fuera del círculo predilecto de una sociedad cada vez más oblonga y pusilánime. Debo suponer que mi carácter insensible, frío e irascible, no era otra cosa que el resultado de una vida determinada por las circunstancias y no por el factor del que muchos suponen como un cuadro psicológico de psicópata narcisista que busca la atención del común denominador. Simplemente, tenía ganas de limpiar lo que otros no podían hacer, valiéndome de esta falta de sentimientos, esta falta de cariño y respeto por la autoridad y lo que representaba. Y, sin embargo, nadie se daba cuenta que era yo, porque no daba con la talla, porque mi apariencia no era como la que ellos describían en las crónicas policiales: "intrépido, arriesgado, corazón de hielo y salvaje sangre fría". Todo un cliché. Y me gustaba.

Hablé de los sacrificios. No siempre fueron así. Quise tener todo y a la vez nada. Mujeres no faltaron, pero nunca encontré el amor de ellas; no me consideraban digno de tenerme como pareja. Si no era un amigo, el que todo lo escucha y aconseja, el que deja que su mejor amigo se la quite o que sirva de consuelo mientras ella encuentra al amor de su vida, parecía entender que mi destino estaba ya cimentado por esa característica que combinaba perfectamente, las de ser callado, aleccionador y propagador de buenos consejos que podrían ser tomados en consideración por alguna fémina sufrida de amor por otro que le quitó la esencia de vivir, pero que nunca olvidaría por ser el primero que le quitó el miedo del riesgo de ser independiente. A mí me valía madres, porque esa ecuación no estaba dentro de mi problema inmediato. Experimentar era una prueba que supe sacar partido, aprovechando las circunstancias y los deslices de quienes no siempre te veían como un aliado, sino como una oportuna pausa en su agitada agenda laboral. ¿Me siento desengañado? ¿Utilizado? ¿Decepcionado? Ni siquiera sé lo que es eso. Descarté toda posibilidad de interactuar, de vivir el presente, de rodearme de gente que sí me quería, que deseaba ayudarme, que se preocupaba por que me vaya bien. Y los dejé a un lado. Preferí desecharlos por mantener incorruptible mis emociones. Quizá también dejé pasar la oportunidad de querer a alguien verdaderamente. Pero no sería justo para esa persona. Las cosas que me había propuesto hacer, debía hacerlas con el desconocimiento de las partes colaterales, de las que siempre sufren la peor de las partes.

Ahora entiendo todo cuando no queda mucho tiempo y las fuerzas te abandonan. Di todo de mí por cambiar esas cosas que tanto me desagradaban. Alguien tenía que hacerlo, lo repito. Me ensucié las manos sin remordimiento, sino con la esperanza de que otros pudiesen vivir tranquilos, de caminar libremente sin el temor de ser agredidos. He recibido muchos golpes, que uno más no importa, pese al costo total de mi propia existencia. Siento que he hecho algo decente a pesar de lo que pueda se considerado por otros como una consecuencia agresiva y de nunca acabar, una espiral o bola de nieve que va creciendo a medida que avanza por el escarpado camino hacia un final sin sombras ni lamentos. El dolor es intenso y las pocas energías van consumiéndome. Adiós pueblo que nunca lo fuiste; cavalgamos juntos sin detenernos siquiera para compartir una copa o un plato de comida. Adiós, gracias, por las pocas sonrisas que me provocaste en esas largas caminatas que pudimos seguir teniendo bajo las estrellas.

No hay comentarios: