domingo, 17 de enero de 2016

Aquel verano que olvidé

Era más de las cinco y media del miércoles 18 de febrero de 1987. Mi padre tenía que presentar una ponencia en la Sociedad Peruana de Cardiología, pues, participaba en un seminario sobre nuevos procedimientos médicos en casos de trombosis. Lo veía muy agitado desde la mañana, buscando su mejor traje, repitiendo palabras clave de su discurso y repitiendo hasta el cansancio si el auto ya estaba limpio. Me había pedido sacar el Nissan Sunny rojo de la cochera, limpiarlo y dejarlo en frente de la casa, sin siquiera un por favor ni un gracias. Subió y se marchó rumbo a su bendito seminario. Desde aquella vez, mi relación con él cambió dramáticamente.

Una noche calurosa, de las pocas que recuerdo que me obligaron a abandonar la cama y salir a altas horas de la noche -cuando aún se podía caminar de noche-, fui directo a la playa en busca de algo perdido dentro de mí. Estaba iniciando un nuevo camino en mi vida. Había cumplido diecisiete años y necesitaba entender qué era lo que me pasaba y cuál era mi misión, además de otras interrogantes que uno pretende contestar antes de cumplir los dieciocho. Estaba desorientado. Un padre ausente, un abuelo ácido y represor, un deseo loco de tirarme a mi vecina y convertirme en alguien importante, me volvieron un ser sin expectativas ni gusto por lo que me rodeaba. Mi único consuelo era estar frente al mar de La Punta y sentir la fresca brisa que golpeaba mi pálido rostro de anchoveta recién enlatada. Los primeros rayos de sol que se abrían paso entre las nubes de la mañana siguiente, al fin pude entender qué era lo que debía hacer. Y es lo que soy ahora.

Mis primeras tentativas de volverme un universitario no fueron de mi agrado. En honor a la verdad, no quería estudiar. Quería dedicarme a escribir, hacer películas y ganar un Oscar. Luego me di cuenta que en una sociedad como esta, donde el que tiene dinero destaca más que un simple vecino de barrio proletario, acepté postular a una carrera que me diera el estatus deseado y así poder hacer lo que me diera la gana. Intenté con la medicina, pero no tenía los conocimientos necesarios para alcanzar una vacante en San Fernando; postulé a Derecho, pero ya habían muchos de esos ocupando puestos importantes en las Cinco familias. Mientras ello ocurriría dos años después, entré a estudiar diseño gráfico en un instituto que ya no existe. En esa época aún no se había inventado el Photoshop ni el Corel; todo se hacía en papel, con lápiz 02, tu juego de escuadras y estilógrafos, y mucha creatividad. Fue cuando me enamoré por primera vez, y hay que reconocer que fui demasiado enamoradizo en aquella época; pero, finalmente, todo quedó reducido en un simple "ya veremos". Ella abandonó las clases para postular a la Toulouse Lautrec y luego supe que fue a vivir al Japón.

La última tarde de aquel verano, sentí náuseas y pasé dos días en cama. Luego me diagnosticaron hepatitis y casi pierdo una mano en un accidente de tránsito. Solo recuerdo que mi rostro estaba bañado en sangre y una enfermera de enormes pechos me administraba una inyección. Tener diecisiete años tiene su encanto, pero no siempre sales ganando. La vida te trata como una mierda recién cagada, pero hay que reconocer que también somos causantes de nuestros propios sinsabores. Es mucho más fácil culpar a los demás que aceptar tus errores con valentía y la frente en alto.

Hace años de eso. Acabo de tener una regresión en el tiempo y no creí que mi memoria tuviera intactas aquellas imágenes. No son nada dolorosas; al contrario, son necesarias en estos momentos cuanto tienes un millón de decisiones que tomar y empezar un nuevo año con muchos proyectos bajo el brazo. Quizá, si aún no hubiera encontrado mi destino frente al mar, la historia hubiera sido distinta.

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