miércoles, 27 de enero de 2016

Cuerpo del delito

Azucena se desvistió frente al gran hombre. Su reluciente calva y prominente barriga no fueron impedimento para que ella pudiera sentir la más absoluta desinhibición. Ya lo había hecho varias veces, con otros clientes, en otras circunstancias, lo más natural que un ser humano pudiera manifestar en la intimidad.

Al quitarse la última prenda, dejó al descubierto un cuerpo bien torneado, de curvas sinuosas y piel deseosa de ser tocada. Azucena era perfecta, con medidas inquietantes que saltaban a la vista de cualquiera, mientras caminaba por la calle o modelando para nobeles artistas en busca de una musa a la cual retratar. En términos vulgares, era una hembra en el sentido práctico de la conveniencia y supervivencia.

Se acostó al lado del gran hombre, quien sudaba no por el calor ni por el descontrol mental al que se sometió apenas la vio cruzar el dintel de la puerta. Su sola presencia volcaba todos sus sentidos a esos enormes y apetecibles pechos, reales, firmes, genéticamente heredados de sus ancestros mulatos; y ni qué decir de su perturbador culo, que terminaban por formar una anatomía solo para un selecto grupo de conocedores de la buena carne.

Y se dejó llevar. Era una amante insaciable, y más desenfrenada que el gran hombre, quien a duras penas podía erguirse sin pensar en otra cosa que en el cuerpo que tenía envuelto entre sus grasas. Al menos consiguió horas extras con la pastilla salvadora, esa con la que quiere engañarse de ser todo un potro. No. El potro era ella. Gemía, bramaba, susurraba y hasta arañaba la espalda del gran hombre mientras se venía una y otra vez, sin importar que él solo haya tenido un disparo. La ventaja del fármaco que lo ayudó a mantener en alto el honor de su apellido: Vergara, sin que ella tuviera intensiones de cuestionar sus métodos poco ortodoxos. Azucena solo intentaba disfrutar del arte al que se entregó como una religión fudamentalista, y si además le era remunerado, mucho mejor.

Terminado el fragor del interludio, volvieron a la necesidad de encontrar el punto exacto de ebullición y someterse a un nuevo estruendo de sentidos. Ella pudo haber dicho que no e irse con su pago acostumbrado; pero dejó que su propia angustia carnal la dejara traspasar el pequeño límite de lo políticamente correcto. Y así dejó su naturaleza encargarse del resto.

Para volver a la ecuanimidad, Azucena se metió a la ducha. Evitó mojarse el cabello rizado, mientras tarareaba una cancioncita del momento. Estaba relajada. Había alcanzado sus propósitos en aquella tarde, que al vestirse luego, se despidió del gran hombre prometiendo volver a disfrutar de su compañía. Y así quedaron, hasta un nuevo encuentro.

Ya solo, el gran hombre solo lamentaba no ser el semental que fue hace unos treinta años antes, cuando aún era un adonis. La pinta es lo de menos, como dice la canción. Pero al gran hombre parecía que los años hacía ya tiempo que pedía tiempo suplementario. Se quedó tendido en la cama, viendo su reflejo en el espejo del techo. Una buena vista cuando tenía a Azucena sobre él. Fueron tres horas de exquisita sensualidad, irrepetibles y satisfactorias. Ojalá pudiera hacer algo más por la muchacha. Por ahora, era lo único que se permitía, y solo la ventaja de dejar a un lado los sentimientos era una tarea cumplida sin remordimientos ni vueltas al ayer.

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