viernes, 8 de septiembre de 2017

Instinto de supervivencia

En menos de una semana la racha de Jorge Villena era imparable. Había conseguido lo que a muchos le tomaría una eternidad, con paciencia y disciplina. No se consideraba un afortunado, era el instinto de supervivencia que lo convirtió en un portento en los juegos de azar. Debía mantenerse despierto por varias horas durante la noche para lograr llenarse los bolsillos de lo que conseguía en diversos casinos de la ciudad. Y, sin embargo, a pesar del suficiente dinero obtenido, este no le bastaba. Quería más. Quería demostrarse a sí mismo que podía alcanzar la gloria y comenzar una nueva etapa en su azarosa y malograda vida social.

Hacía más de un año que buscaba un empleo. Había tocado muchas puertas y muchas de ellas ni siquiera se dignaron a abrir. Las deudas, las comodidades obtenidas, las responsabilidades familiares, iban mermando su salud mental. Jamás creyó verse involucrado en este tipo de situaciones ni tampoco tuvo interés en aventurarse por otras cosas ajenas a su desempeño profesional. Las circunstancias lo motivaron a ello. Y encontró una veta de la que no podía desligarse por completo.

Fue curioso que, años atrás, su primer acercamiento a un tragamonedas o casino lo hizo por intermedio de sus compañeros de trabajo. Solo los acompañaba y observaba cómo perdían su dinero con cada apuesta. También porque había comida y bebida gratis. Nunca se animó a participar, era su manera de ver el mundo que lo conectaba con los apostadores compulsivos y ludópatas de dudosa moral, erigidos como los nuevos yuppies del medio. Era la época de Gordon Gekko y las ínfulas del trabajador promedio por alcanzar la cima de la ola en la emergente sociedad de consumo, antes de la hiperinflación, antes del autogolpe, antes de la inocencia perdida.

Y tuvo que vivirlo en carne propia cuando la empresa en la que laboraba entró en crisis y sus dueños se declararon en quiebra y despidieron a todo el personal, mientras se llevaban el dinero obtenido ilícitamente, sin cancelar la deuda que tenían con sus empleados. A nadie se le pagó y aún siguen esperando que se les haga justicia.

Felizmente las cosas pasaron. Jorge logró remontar sus finanzas y vivió tranquilamente hasta la llegada de la crisis económica, en la que tuvo que bajar su sueldo en lugar de ser despedido. Y no protestó. Sin embargo, todo ello terminó gracias a los roces que empezó a experimentar entre sus propios compañeros, quienes veían en él a un individuo peligroso para sus intereses. Peligroso en el sentido de llevar a buen puerto la eficiencia de su área, de manera limpia y transparente, cumpliendo con los tiempos establecidos la entrega de los productos solicitados. Y, como era sabido, dicha empresa manejaba sus objetivos por debajo de la mesa, lo que puso en alerta a Jorge y desenmascarar a esos malos funcionarios que ponían en tela de juicio el prestigio de la institución. Obviamente, eso puso nerviosos a muchos de ellos y tomaron el asunto de manera personal, haciéndole la vida difícil, poniéndole obstáculos a cada requerimiento solicitado, acumulándose estos en la mesa de partes y mortificando al directorio por la mala praxis ejecutada. Si bien es cierto que hizo los descargos pertinentes, la herida ya estaba abierta y se vio obligado a dejar el puesto. Un representante de Recursos Humanos le solicitó abandonar las instalaciones en plena hora punta, exponiéndolo ante el resto de empleados, que vieron aquella imagen con regocijo y dulce venganza.

Desde entonces, Jorge buscó por todos los medios posibles conseguir un nuevo trabajo. Sus ahorros se iban evaporando a medida que pasaban los días, y la angustia era cada vez más ostensible en su rostro. Y probó suerte en un tragamonedas. Los resultados fueron satisfactorios y, como le diría un conocido suyo, era un don que llevaba escondido y que era hora de sacarlo a la luz.

Su última gran hazaña sería la definitiva para abandonar ese vicio, porque así lo consideraba. Un vicio. Quería abrir su propio negocio y necesitaba el dinero para hacerlo. Apostó todo lo que tenía: 10 mil soles. Era la primera vez que jugaba póquer. Empezó lento pero constante. Ganaba poco y perdía mucho. Lo mejor que tenía Jorge era su aguda intuición y sentido de la observación. Lo había aprendido desde sus tiempos como bróker, y ya era una batalla ganada. Pero deseaba ganar la guerra. Necesitaba una sola carta para completar una escalera real y ganar la bolsa que ascendía a 600 mil soles. La reina de corazones le era esquiva y los minutos se hacían una eternidad tratando de conseguirla. Tuvo que cambiar de estrategia. A través de las largas horas de juego, había recuperado su inversión más unos cuantos miles, lo que probablemente alguien menos ambicioso se hubiera conformado y abandonado la mesa de inmediato; pero lo pensó, lo pensó mientras observaba a su oponente directamente a los ojos. Era el momento de blufear. Y sabía que su némesis lo estaba haciendo. Después de cavilar por largo minutos, llegó la hora de descubrir las cartas. El tipo tenía un full (tres J y dos 2). ¿Y qué tenía Jorge?

Lo único que se supo de aquella noche fue el alboroto que ocasionó una banda criminal, desbaratando los sueños de muchos parroquianos.  Como consecuencia del disturbio, hubo cuatro heridos y tres muertos. Uno de ellos fue Jorge. En su mano derecha aún se conservaban las cartas que debía descubrir: una perfecta escalera real.

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