domingo, 17 de septiembre de 2017

Noches calientes

Victoria llegó de Arequipa con la consigna de rehacer su vida en un lugar desconocido, lejos de amigos y familiares. Estar lejos de los suyos no le provocó ansiedad ni espíritu nostálgico por las cosas que dejaba atrás. Era la oportunidad que buscaba, y lo había pensado bien y cautelosamente, porque en Lima las cosas eran distintas, desafiantes y modernas. En cambio, Gabriel era uno de esos jóvenes aventureros que no se saciaban con una sola experiencia. Le gustaba quemar etapas enseguida y sin ninguna restricción. Sabía exactamente lo que quería; se divertía como si fuera el último día de su vida y lo reflejaba en las largas sesiones de videojuegos en cabinas de Internet o saltando escalones sobre su skateboard, as de las piruetas y chiquiviejo confeso.

Ambos se conocieron como en una de esas estúpidas telenovelas noventeras, en que los dos protagonistas se tropiezan, a ella se le cae los cuadernos, él trata de ayudarla y luego se miran a la cara como si hubieran encontrado a su alma gemela. Solo que, en esta ocasión, Gabriel patinaba descuidadamente cuando Victoria se cruza en su camino y ambos caen de bruces sobre las maletas que ella llevaba. Sin embargo, en lugar de representar a María la del Barrio o La pícara soñadora, Gabriel cogió su patineta y se mandó a mudar más rápido que el gabinete de Fernando Zavala. Victoria, sin saber qué hacer, se levantó del suelo con una vergüenza digna de dama de sociedad del siglo XIX y corrió tan rápido pudieron sus piernas llevársela de ese escenario, bajo la mirada de curiosos que, en lugar de auxiliarla, se reían a mandíbula batiente y echándole burlas a diestra y siniestra.

Luego de tan bochorno incidente, se hospedó en un pequeño hostal. Para su mala suerte, su primera noche en aquella cama fría, cuyas sábanas parecían haber cambiado de color por las innumerables veces que fueron lavadas, no pudo conciliar el sueño. Los gritos, gemidos, crujir de catres y demás manifestaciones de la actual juventud, era demasiado para ella. No lo podía soportar, pero tampoco podía ir a otro lugar a tan altas horas de la noche en busca de un sueño justo y reparador. En otras circunstancias, tal vez consentiría la presencia de un desconocido, pero no estaba dentro de sus planes probar del pecado limeño del que tanto le habían hablado las monjitas de su colegio. Y pensó: "¿Cómo saben ellas de estas cosas?". Y se quedó dormida.

A la mañana siguiente salió en busca de trabajo. Le habían dicho que buscara a la Sra. Raquel, dueña de una farmacia. Era conocida de la mamá de su mejor amiga, así que de hambre no iba a sufrir. Cuando llegó al local, encontró en esta a una mujer receptiva y compasiva, que le dio de inmediato el puesto de cajera. Aprendió rápido el oficio y con el paso de las semanas ya podía recomendar algunas medicinas que no necesitaban receta médica, como pastillas para el resfriado o la tos. La Sra. Raquel estaba más que complacida, porque la clientela iba en aumento a medida que iba cayendo en gracia con ella, especialmente con los señores y jóvenes que la veían como una alternativa de belleza y sencillez.

Unos días después, creyó que el destino fue azaroso o antojadizo con ella, porque se volvió a encontrar con Gabriel, quien al parecer no la reconoció y, además, estaba acompañado de una muchachita. Sin vergüenza, pidió una caja de condones, como si fuera algo normal que se lo dijera a una dependienta. Al principio, Victoria se sonrojó, disimulando sus pensamientos de verlo follar con su amiga o mientras conducía su skateboard con el condón en la mano. Al entregarle el producto y el vuelto, el joven la miró y la reconoció sin saber a ciencia cierta dónde la había visto antes. Se despidió, agradeció y salió acompañado de la otra muchacha.

Desde esa fecha, Victoria esperaba que se presentara Gabriel, comprara lo que comprara, solo con la única intención de volverlo a ver. Esta vez, había cambiado de look, se había soltado el cabello y vestía con ropa más ajustada a su cuerpo, que hasta ese momento nadie se había percatado que era robusto y bien contorneado. El jean le levantaba el trasero y los pechos se veían más erguidos y sólidos bajo ese polo color escarlata de cuello V, destacando un escote que se asemejaba a un corazón. Más de un fulano le regaló un piropo, uno más osado que el otro, que sobrepasaba el respeto a su persona. Pero en lugar de retraerse, alimentaba su ego hacia algo más provocativo y descarado. Y sin señales de Gabriel.

No supo si fue por piconería, por los halagos o el tiempo que estaba sola en Lima, que llevó a un cliente a su cuarto. Lo conocía por las veces que iba a comprar el mismo fármaco para su mamá. Como la Sra. Raquel confiaba en su desempeño, la dejaba sola en la farmacia mientras se dedicaba a su casa o a sus estudios de repujado. Además, el chico era simpático y sabía colocar las palabras exactas para exaltar aún más la vanidad de la muchacha. Ya la había desnudado con la mirada, dejándose llevar por las indirectas al oído, que su cuerpo no resistió tamaño deseo del que se había prometido no incluirlo en su agenda mientras viviera en Lima. Seis meses sola, ya era suficiente. Esta vez, fue ella quien gritó, gimió e hizo crujir la cama con su compañero, que provocó una serie de reclamos por parte de las demás habitaciones. Por si fuera poco, la muchacha empezó a tener nuevamente esos pensamientos recurrentes con Gabriel, y se veía a sí misma follando con él. Y la noche aún le quedaba corta.

Dos semanas después, llegó a la farmacia la amiga de Gabriel. Se saludaron. Ella compró un enjuague bucal y lubricante en saché. Antes de agradecerle por la compra, preguntó tímidamente por Gabriel. La muchacha, en lugar de protestar, le dijo tranquilamente que se había roto la pierna en uno de sus malabares sobre las escaleras de un centro comercial, y que estaría en recuperación al menos un mes. Y se marchó. Victoria, por su parte, sintió un extraño remordimiento en sus entrañas, como si el haberse acostado con aquel otro tipo fuera una traición hacia Gabriel. Pero luego se dio cuenta que era absurdo pensar de esa manera. Nunca supo qué le había pasado, ni siquiera se conocían formalmente ni se había dirigido la palabra, así que estaba en todo su derecho de hacerlo con quien quisiera, así como él podía hacerlo con su amiga. Y se quedó tranquila.

Al mes siguiente, más recuperado, Gabriel visitó la farmacia. Esta vez solo. Cojeaba un poco, pero seguro en sus pasos. "¿Lo de siempre?", preguntó Victoria. Gabriel entendió el mensaje y se echó a reír. Solo venía a verla y agradecerle la preocupación por su accidente. Se pusieron al día de quiénes eran y el recuerdo de aquel choque de culturas en su primer día en Lima, motivó a la muchacha ser más directa con sus insinuaciones, que Gabriel tomaba con júbilo y leve despertar al cachondeo. Antes de que se fuera, Victoria le preguntó: "¿Quieres coger conmigo?". Gabriel, ruborizado, le dijo que las cosas no eran como ella esperaba. Comprendió que se refería a la muchacha del otro día. "No, no... Solo es una amiga... Soy Gay".

-¿Y esa vez que compraste condones...?

-Jajaja... Eran para ella.

Victoria pensó que debía aprender muchas cosas de los limeños. No por nada le habían aconsejado tener cuidado con la gente de acá, porque encontraría de todo y era mejor mantener su distancia. Pero qué carajos, pensó, aún tengo otras opciones. Desde esa fecha, ella y Gabriel fueron muy buenos amigos. No resultó como aquellas telenovelas que veía en su lejana Arequipa, pero aprendió a convivir con la variopinta sociedad que se dibujaba ante sus ojos. Y eso, ya era una guerra ganada.

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