miércoles, 13 de septiembre de 2017

Sangre en los muros

La noche se hacía cada vez más larga. Nuestros pasos era lo único que podía escucharse y el frío penetraba la piel con feroz infortunio. No había dónde protegerse y estábamos desprovistos de seguridad. A lo lejos, pudimos ver una tenue luz que provenía de una vieja choza, antiguo hogar de aquellos que cultivaron estos campos llenos de verdor y que hoy son solo el pálido reflejo de una historia oscura y difícil de asimilar. Varias horas caminando por la trocha, sería un alivio encontrar refugio y reposo en la cada vez más cerca choza, cuya luz no hacía presagiar lo que vendría más adelante.

Tocamos a la puerta. Una dulce anciana nos atendió; y, sin decir nada, nos hizo instalar en carcomidos petates sobre el suelo arcilloso. A cada uno nos entregó una vasija de barro y de inmediato nos sirvió unas humeantes lentejas con charqui. Desde que nos habían destacado en esta zona, era la primera vez que probaba un plato casero, sin miramientos ni desconfianza. La anciana también se sentó con nosotros, en una banquita rústica sin dejar de observarnos, mientras masticaba graciosamente por la falta de dentadura. Su piel curtida, llena de zanjas y atisbos, producto de la experiencia y el sufrimiento, hicieron que comprendiera que su soledad era adrede y no por las causas que nosotros pensábamos y por las cuales estábamos involucrados.

Tratamos de hablar con ella, pero seguía masticando aquellas lentejas, mirando la nada, esperando o tal vez implorando en silencio a que termináramos lo que creía que debíamos terminar. Pero nuestra intención era otra, como traté de explicar, sin pensar en que si me entendía o no. Luego, se echó a reír. Era una risa perturbadora, demencial, casi espeluznante; la piel se me erizaba y un dolor agudo en la ingle hizo ponerme de pie y coger mi fusil con rápidos reflejos de supervivencia. Los demás hicieron lo mismo. Uno de ellos miró a través de la pequeña ventana de al lado. Parecía todo tranquilo allá afuera. Dos más se pusieron a la defensiva en un extremo a otro de la puerta, en posición de alerta por si alguien viniera. No pasaba nada. La anciana seguía riendo. Y luego me di cuenta. ¡Las lentejas! Cogí la olla de barro y con el cucharón de palo empecé a remover. No era charqui. Del fondo de la olla, unos dedos cercenados hicieron su aparición y las náuseas eran naturales para contrarrestar la sorpresa y el asco combinados con la inquietud de ser víctimas de un personaje de cuento macabro.

Oculto bajo una frazada, el cuerpo de un joven nos devolvió a la realidad. Era de aproximadamente unos quince años, delgado y maltrecho. Tal vez se trataría de su nieto, pensé. No tendría más de dos horas muerto, porque no daba señales de putrefacción, solo las manos y los pies mutilados, ingrediente incuestionable del buen sabor que despedía la comida recién cocinada. Pero no sucedió nada en esos minutos de tensa expectativa. La anciana dejó de reír y siguió masticando lentamente, jugando con las lentejas en su boca. Y escuchamos lo que debió ser el minuto más largo de nuestras vidas. Pasos sobre la hierba seca y varios clic, que terminó en una lluvia de plomo y destrucción.

Al poco tiempo, aún con vida, pude ver a los autores de tal masacre. Era de esperarse. A uno de mis compañeros lo colgaron de un árbol y a otro le partieron el estómago con un machete. A mi lado, la anciana estaba sumergida en un charco de sangre, sus ojos petrificados daban cuenta que la pesadilla había terminado para ella y que por fin podía descansar en paz junto a su nieto, escoltada por mis hombres hacia el Valhalla, lejos de toda esta guerra, que en algún momento debía llegar a su fin. Ya no sería por la gracia de mi pelotón, sino del resto de compañeros que venían detrás de nosotros.

Antes de cerrar los ojos para no despertar más, aquellos valerosos muchachos se hicieron presente y le dieron una lección a estos jijunas. El camino era corto, pero satisfactorio; al menos, no para Sendero.

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