* Basado en un monólogo representado en 2002
Qué no hubiera hecho por despertar una
mañana y encontrar al lado de mi cama a la mujer que compartiría su vida con la
mía, deseosa de complacerla en todo y sentirse privilegiada de tener como
pareja a un tipo simpático como yo. Lamentablemente ese fue un sueño demasiado
caro para pagarlo y demostrar que las agrupaciones políticas no eran más que
meras farsas para complicar aún más la responsabilidad cívica. Tres meses atrás
ella me abandonó llevándose el calentador de agua. Al menos, si lo hubiera
dejado. Yo lo necesitaba más. Eso pasa por confiar demasiado en las personas.
Bueno, en esos menesteres soy todo un portento, casi estoy en bancarrota y lo
único que alimenta mi ego es la tarjeta de crédito vencida, que guardo bajo el
colchón. Eso dice mucho de mí.
Recuerdo que la
conocí en una función de circo. Llevaba a mi sobrina porque no había nadie
quien pudiera tomarse el atrevimiento de atender sus caprichitos y menos aún
cuando empezaba a engordar como una vaca. La niña comía como no tienes idea.
Creo que mi presupuesto de junio se fue a su estómago y eso que todavía no
compraba las entradas para la bendita función. Accidentalmente, mi sobrina le
pegó el algodón azucarado en el cabello y tuvimos que traer a toda la brigada
116 para desprenderlo de tan pegajosa vergüenza. Aunque debo admitir que la
muchachita me hizo un gran favor con ella porque congeniamos a la perfección y
fue un flechazo de esos que te matan y no dejas de pensar en ello durante
semanas. Nos sentamos juntos y disfrutamos del espectáculo. Había traído a su
sobrino –qué coincidencia, pensé– y se pasó toda la función discutiendo con mi
sobrina sobre la verdadera identidad del payaso Pirulita, ése que hacía
ventriloquia con un zapato. La verdad, decía el mocoso, era un truco muy viejo
porque su tía Hermelinda, una mujer entrada a la categoría de las viejas
pleitistas, dejaba a todos absortos con sus maromas y flatulencias
ensordecedoras. Ella misma le dijo que podía hacer hablar a su calzón y el
chico se la creyó. Durante largos meses, antes de sufrir una embolia, sus
flatulencias eran tan cotidianas que una vez la vieron hablar por teléfono con
la cabeza pegada al suelo, y se podía oír al interlocutor decir que por qué no
se tomaba una de esas pastillas de menta para que le pasara la ronquera.
No cabía duda que
el muchacho era muy ingenioso contando historias fantásticas, pero no queríamos
perdernos las bromas de Pirulita, así que le di cinco soles para que se comprara
cualquier cosa que le hiciera olvidar por un momento los comentarios hirientes
sobre sus familiares y nos dejara disfrutar de los payasos. El muchacho sabía
que las cosas no eran como se las habían enseñado sus padres. Pidió un refresco
y una fruna y se quedó tranquilito.
Ella y yo ya
estábamos llorando de la risa y nos dábamos la mano festejando toda esa
diversión en la arena, viendo cómo Pirulita salía airoso de los mortíferos
flechazos que otro payaso de renombre, Mollejita, que no dejaba de imprecarle
salvajes adjetivos llenos de hilaridad y desenfreno. Podría estar dando una
cátedra ahora mismo sobre este fenómeno de masas que poco a poco estaba
perdiendo su valor multitudinario a causa de la invención del DVD, así que
reflexioné sobre la condición de estos héroes pintados de ridícula apariencia y
las penurias que debían pasar cada vez que un chiste no era el mismo que la
función anterior y nadie reía, o, de lo contrario, reían hoy, pero mañana no.
Una dualidad importante que habría que tallar hondamente en las mentes de
quienes creen que el circo aún es un pasatiempo frívolo para el pueblo
ignorante.
El show de Pirulita
y compañía llegó a su fin y fueron despedidos con un estruendoso aplauso que por
poco la carpa se viene abajo. El más feliz era el propio payaso que no dejaba
de agradecer con una reverencia digna de bufón del siglo XII. Cuando llegaron
los leones amaestrados, la magia se desvaneció. Mi sobrina se había quedado
dormida y no pudo ver el momento cumbre cuando el león le arrancó de un
mordisco la cabeza del domador y tuvieron que cambiar de número antes de que
alguien se diera cuenta del accidente. Mi nueva amiga y yo estuvimos
conversando largo y tendido mientras el trapecista realizaba su hazaña de cruzar
la cuerda floja bailando perreo con un conejo. Nadie salió lastimado esta vez.
Terminada la
función, los cuatro nos fuimos a comer en algún restaurantito de comida rápida
para seguir charlando y dar tiempo al destino de que continúe alimentando este
amor que ambos habíamos descubierto en el ínterin de la diversión. Aunque
sonara excesivo, ambos mocosos congeniaron a la perfección y ya estaban
intercambiando número celular y correo electrónico y que posiblemente mañana o
el siguiente día iban a estar conectados en el chat. Vaya diablitos, pensé. No
fue así con mi amiga, que se negó a darme su número telefónico porque pensó
–ella misma me lo dijo con esa franqueza bárbara que tienen algunas mujeres–
que lo nuestro no era más que un desvío en la carretera de la vida y las cosas
no estaban hechas como para seguir dándole esperanzas al asunto. Aproveché que
los niños fueron a recoger el pedido y estampé en sus labios uno de esos besos
que duran todo un fin de semana, y lo pensó detenidamente. Creo que no tuve
demasiada cohesión en mis impulsos y dejé que ella misma se cerciorara qué tan
grave era. Cuando descubrió que aquel beso era todo lo que necesitaba para ser
mi pareja, estábamos en el baño concatenando nuestros flujos internos mientras
los niños, allá afuera, comían sus hamburguesas como quien lo hace todos los
días, con familiaridad y sin incomodidades. De regreso a la mesa, ella tenía
una radiante sonrisa que nunca pensé que despertaría la atención de las
personas que nos rodeaban. De hecho, yo había dejado los pantalones encima del
caño y ella prácticamente tenía la blusa desabotonada. Salimos del local y
dejamos que este episodio se borrara por el bien de quienes fueron testigos de
este loco e impulsivo amor que vivimos hacía unos momentos.
Los acompañé a su
casa y ella se despidió de mí con un beso en la mejilla. Pero el muchacho le
dijo que por qué no me daba un beso en la boca, lo que provocó una serie de
cuestionamientos sobre la educación en el colegio y echarle la culpa a la
televisión y a los videojuegos de computadora. Regresé con mi sobrina a la casa
de sus padres y ellos me dijeron que no era una hora adecuada para estar con
una niña de doce años y les conté toda la historia. Por supuesto que no me
creyeron y me despedí como quien hubiera recibido un soborno.
Esa noche no dejé
de pensar en ella y del momento delicioso que habíamos experimentado. Decidí
llamarla a primera hora del día pero se disgustó porque era muy temprano.
Quedamos en vernos para almorzar y alquilé un auto. No soy una luminaria ante
el volante pero no cometo imprudencias descaradas. Le demostré de mis
conocimientos culinarios y se maravilló de lo fácil que era hacer una ensalada
rusa. Todo tiene su explicación, le dije, y nos echamos a reír; pero el piso
estaba algo sucio y nadie quiso pisarnos para no interrumpir. Paseamos toda la
tarde y nos detuvimos frente al mar. Observamos la puesta del sol y eso nos
puso románticos. Nos besamos y no pudimos controlar nuestros impulsos. La llevé
a mi departamento e hicimos el amor cinco veces y una más para
confirmar si todo eso no fue más que un sueño. Por supuesto que no. A los pocos días se estaba mudando conmigo y las
cosas parecieron mejorar en mi vida. Al menos, demostré tener cierta cordura
para llevar a una extraña a vivir conmigo en tiempo récord.
El siguiente domingo llevé a mi sobrina a
esos cumpleaños que organiza una conocida marca de hamburguesas, y pude
constatar que la vida familiar no era del todo desagradable, si se tiene en
cuenta que los progenitores de esta pequeña amenaza pelean dos veces a la
semana, con intervalos de 30 minutos para recuperar el aliento. Me divertí a
mis anchas porque la niña sabía cómo comportarse en estos menesteres, y bueno,
ya era toda una veterana que no me fue problema dejarla con los otros niños,
mientras que yo coqueteaba con la chica de Mad Science. No conseguí su teléfono
pero me perforó la camisa con una de sus pericias químicas, que dejó a todos
anonadados y con ánimos de que repitiera la experiencia.
Llegada la hora de cantar el sapo verde,
como ahora se le conoce a esta singular canción que tonifica las células más
recalcitrantes de la humanidad, los pilluelos éstos no dejaron de reclamar su
porción de torta, y a medida que pasaban los minutos no les quedó más remedio a
los organizadores que cumplir con la demanda. En menos de lo que un tartamudo
pudiera decir perpendicularmente, el acto estaba consumado.
Regreso a casa, con los ánimos un poco
acelerados por los constantes reclamos del taxista de que pagara con sencillo,
me esperaba mi amiga con una taza humeando de café pasado. Hubiera preferido
una barra de chocolate, pero no hay que ponerse exquisito cuando de atenciones
se trata. Me dio un masaje en el cuello y me contó todos los pormenores del
matrimonio de su hermana. Algo tenía que estar suponiendo para tener en cuenta
sus expectativas de vida y lo maravilloso que es estar bajo el mismo techo con
la persona amada. ¿Se necesita estar casado para eso?, pensé. Pero no quería
quitarle la ilusión, así que dejé que siguiera con su eufemismo.
Esa noche hicimos el amor como si fuera la
primera vez. Estuve tosco y algo desordenado, pero ella mantenía la calma
porque sabía cómo satisfacer las demandas sexuales de quien osara llevarla al
juego pernicioso de la lascivia. Nunca dije que fuera el primer hombre en su
vida. Logré cautivarla, eso sí, pero ya era una muchacha experimentada y ayudó
a complementar nuestros conocimientos a la medida de las circunstancias. Aunque
al principio me lesioné la cadera, no era una excusa para no seguir colocando
mi marca distintiva en sus sentidos.
Fue una niña precoz. A los doce años ya
tenía un enamorado de veintitrés que le hizo comprender que la vida no se
limitaba a los programas de Plaza Sésamo o el medio millar de muñecas Barbie
que ostentaba en su dormitorio. Tampoco digamos que el tipo abusó de ella, ni
mucho menos cometió barbaridades penadas por la ley. No. Era un muchacho con un
buen concepto de la ética y si estuvo con ella fue porque realmente había
encontrado un estímulo a su vida. Poco tiempo después comprendió que su
vocación sacerdotal era todo un precedente para considerarse afortunado. Muchos
años después, me cuenta ella, es todo un profesional del confesionario y ayuda
a cuanta muchacha descarriada pulula en su parroquia.
Cuando ingresó a la universidad, la cosa
fue diferente. Sentía que la libertad que le daban sus padres podría
materializarse con todos aquellos ejemplares de revista metrosexual, y
consiguió liarse con la fauna masculina que cruzaba ante ella, sin distinción
de credo y color. Los tenía en fichas y en orden alfabético. Consiguió hacerse
de un nombre en su centro de estudios como la mejor relacionista pública que
haya mantenido una conversación en simultáneo. Pero su primera vez lo hizo
fuera de las aulas, con un carpintero que fue a su casa para arreglarle un
estante de la cocina. El tipo era amigo de su hermana y por consiguiente podría
hacerles un descuento por el trabajo. La química funcionó a la perfección y
empezaron a salir.
El resto es historia. Ambos se separaron
por mutuo acuerdo y cada quien hizo su vida como mejor lo creía posible.
Algunas veces se encuentra con él y no pasa de un saludo cordial. Luego
vinieron más hombres que, por obvias razones, sería muy aburrido contar. En
resumen, diré que tuvo altibajos como cualquiera y lo único beneficioso para
ella fue capturar la esencia que alimentaría su espíritu, y que luego me
mostraría sin inhibición alguna por qué Adán confió tanto en Eva cuando le dio
de comer del fruto prohibido.
Después de disfrutar de la pasión que nos
encendía a cada momento, le preparé un milkshake de chocolate. Estaba tan
complacida que no dudó en darme toda clase de elogios que sucumbieron mi ego y
tuve que poner manos a la obra antes de que la bebida se calentara. Fue uno de
esos acontecimientos que no se repiten así no más y batimos nuestro propio
récord. Sin duda, para comentarlo con los amigos en la parrillada del domingo o
en algunos de esos conversatorios sobre sexualidad y origen de las especies.
Estuvimos charlando casi toda la noche de
temas intrascendentes que podrían formar parte de algún programa de televisión
de señal abierta. Se notaba que su emoción por la boda de su hermana había
rebasado toda lógica y estuvo nuevamente dándole al asunto como si fuera la
primera vez que lo hiciera. Era comprensible. Y me quedé dormido.
El tiempo es el peor verdugo de uno, a
veces, cuando crees que tienes todo cogido del mango. Pero este creo que maduró
demasiado porque el jugo se me escurría entre los dedos. Mi novia vivía un
momento de identificación conmigo y hacía todo por complacerme y ser
complacida. Admito que excedía en sus remilgos y la convertían en un ser
plástico y sin rostro. Una noche le pregunté quién era. Creyó que se trataba de
una broma pero sintió pánico cuando le pedí su DNI. Las cosas iban cambiando
paulatinamente y cada uno sintió el deseo de probar cosas distintas. Al menos
yo quería participar en El último pasajero, aunque sea de extra. En
cambio, ella sólo pensaba en la boda de su hermana. Supuse que era una reacción
natural de sentirse desplazada por un hombre ajeno a la familia. Ellas se
habían criado juntas y juntas hicieron muchas cosas. El temor de perder ese
cariño sincero, la convertía en un ser malhumorado y errático. Lo nuestro era
diferente porque convivíamos y en cualquier momento las cosas podrían ir de una
relación fogosa a un enfrentamiento de gustos e ideas respecto a compartir los
gastos de la casa. Y se veía venir nuestra crisis y eso nadie estaba seguro si
sobreviviríamos o no. Como me dijo un amigo, las apuestas estaban a favor de
ella. Estaban seguros que me dejaría. Y razones no les faltaba. Al poco tiempo,
sin que nos pusiéramos de acuerdo, cogió sus cosas y se fue.
Durante ese lapso de sobreponerme y
reconsiderar mis expectativas, mi único consuelo era mi sobrina. Una niña
agrandada que aprendió primero a portar celular que escribir su nombre. Me
aconsejó que saliera con otras mujeres, porque, según ella, me había
acostumbrado a una sola mujer, cuando en realidad en estos tiempos uno debe de
probar de todo y mandarse de hacha con cada costilla que encontrase en el
camino. Qué sabias palabras, pensé. Hablé con sus padres y les pedí que la
encerraran en un internado hasta que cumpliera la mayoría de edad.
Sus ideas no eran descabelladas, después de
todo. Era yo quien se rehusaba a olvidar a esta mujer que hizo de mi vida la
más frágil de todas las que he reencarnado por los siglos de los siglos. Cuando
muera, quién seré. No vale repetir. Estuve frecuentando a mis amistades y con
ellos también obtuve una serie de reproches que no pude digerir con calma. Pero
me ayudó bastante, no me puedo quejar. Volví a ser el mismo y con mucha
creatividad. Regresé a los escenarios y el éxito fue colosal. Hacer stand up comedy me sirvió de terapia y
una gran ayuda para mi bolsillo. Y qué bien se sentía cuando veías a los demás,
sentados ante la mesa, escupir la cerveza por las incontrolables carcajadas que
provocaba.
Dentro de ese mundo
lleno de logros, vicios y dilemas, me codeé con mucha gente, con muchos
marcianos que se creían los enviados de Dios o que habían venido de la galaxia
más alejada del Sistema Solar, con esos nombres medios raros sacados de los
anales de la imbecilidad humana. No puedo negar que mi status me dio una imagen
y un nombre en el ambiente. Hice de todo, participaba de recitales, de
barbacoas, de orgías descomunales con mujeres de ensueño, que nunca había visto
en mi vida pero que ellas aseguraban haber pasado una noche de orgasmos con mis
ocurrencias frente al micrófono. No creí que pudiera provocar esos impulsos a
nadie, especialmente a una mujer. Fue entonces que hice una prueba y les conté
la historia del topo que quería ser teniente alcalde en una municipalidad de
Afganistán. Les juro que más de una tenía las manos entre piernas y sudaban
frío. Era una cosa sensacional.
Y me violaron.
La histeria
colectiva engendra pasiones desmadradas, poco saludables para quienes practican
la abstinencia. Era un héroe de esta juventud llena de encrucijadas, de muchas
dudas, de pleitos existenciales. Estaba haciendo algo por ellos sin darme
cuenta, pero me estaban arrastrando a su mundo el cual era demasiado
contagiante y de poca elección. Salgamos a matar, si esa hubiera sido la
palabra que hubiera empleado. Charles Manson sería un corderito al lado de
ellos. Pero no, no era para tanto.
Y todo fue como
Lucy en el cielo con diamantes.
Cuando desperté en mi dormitorio, después
de una bomba molotov en mi cerebro, el reloj marcaba las siete de la mañana.
¿Fue un sueño o no debí rechazar la oferta de Iguana para escribir una
telenovela? Me puse a trabajar en mi nuevo espectáculo, el que me provocaba
severas alucinaciones mañaneras. De repente, del cuarto de baño salió una
sensual morocha vestida con una de mis camisas de burbujitas. Me recordó que
nos habíamos conocido en la fiesta del Duque, uno de esos tipos que se hace tu
amigo porque le dejas tomarse una foto a tu lado y dicen que te conocen de toda
la vida. Por un momento creí que se trataba de una broma, pero dijo que no e hicimos
el amor cinco veces y una más para confirmar si todo eso no fue más que un
sueño. A Dios gracias que no.
Lo maravilloso de este mundo es que pude
escoger con quien pasar el rato, sin preocuparme en detalles ni en los
comentarios que pudiera generar su comportamiento frente a mis amistades,
quienes poco a poco se hacían a un lado al saber que estaba yéndome por la ruta
de la desesperación solitaria, que confiar en ellos para otros propósitos más
altruistas. Una cosa es vestirme de Papá Noel todos los años y otra muy
distinta es regalar panteones de puerta en puerta. Pero supe que los excesos al
fin y al cabo reblandecen el cerebro y te gastan malas pasadas.
Eso lo viví en carne propia cuando la
hermana de mi ex se presentó a la casa para invitarme al matrimonio, pero me
negué porque no tenía con quién ir. Me dijo que ella estaría ahí, y que
posiblemente las cosas entre nosotros por fin darían un vuelco para nuestra
tranquilidad. No bien dicho esto, la morena salió de la cocina con un trozo de
carne calcinada. Esto confirmó todo y creo que marcó definitivamente la ruta
que habíamos trazado en nuestro destino. No me dijo nada más, sólo me entregó
el parte, se dio media vuelta y desapareció. Me sentí un poco estúpido, y me di
cuenta que ya nada me ataba a su hermana ni nada que pudiera revertir todo este
tiempo alejado de ella. Sólo lamenté no reclamar por mi calentador de agua.
Mis presentaciones unipersonales fueron
menguando a medida que los chistes se hacían repetitivos y no tenía material
nuevo con qué sugerir que los tiempos en que vivimos no son necesariamente los
mejores. No me sentí desesperado ni mucho menos envuelto en esas ansias de ser
aplaudido o reconocido en cuanto lugar ponía un pie. Si ponía los dos ya
encontraba estabilidad, pero casi nadie se emocionaba al verme. Preferí dejar
las cosas como estaban y me refugié en mis cuarteles de invierno.
Tal como lo había sospechado, la morena
puso punto final a la relación porque ya no había razón para estar al lado de
un cómico sin empleo. Se llevó el calentador de agua pero no me sentí mal. No
quise parecer uno de esos tipos que claman por favor, que no lo dejen solo y todo
lo demás. No. Al contrario. Me sentí absolutamente liberado, como si realmente
volviese a nacer. Las cosas se aclararon mejor de lo que esperaba y tomé otro
rumbo en mi vida. Decidí ir al matrimonio. Nadie se lo esperaría y sería una
buena oportunidad para encontrarme con viejos amigos.
La ceremonia fue sencilla, casi rápida, sin
demasiados detalles que la hicieran aburrida para los presentes y los propios
novios, que si te dabas cuenta parecería que deseaban salir cuanto antes de la
iglesia y adelantar la luna de miel sin cortar el pastel. La novia se veía
hermosa, distinguida; aunque el novio no era la sensación del público, cumplía
a la perfección el papel asignado. Quien sí estaba totalmente irreconocible era
mi ex. Era la dama de honor y con justicia le dieron ese rol porque estaba
divina. Naturalmente que me senté en la última hilera para que nadie me viera.
Sentí ese sentimiento de vergüenza para no cruzar miradas y fui testigo
silencioso de aquella demostración de amor entre dos seres humanos.
En la recepción, minutos más tarde, me
acerqué donde los novios y les felicité. Ella estuvo encantada por mi presencia
y me dijo que su hermana estaba al final del corredor, esperando tal vez
encontrarse conmigo o, démosle la ventaja de la duda, a que alguien la abordara
y se la llevara de ahí. Con cautela, fui donde ella y la saludé. Fue
sorprendente que su sonrisa no cambiara para nada al verme de pie, con la
mirada estúpida y con ganas de pedir perdón. Me abrazó con fuerza y no sé
cuánto tiempo habremos estado en esa posición porque cuando nos separamos, el
cura nos dijo que ya iban a cerrar la iglesia.
Estuvimos juntos toda esa noche, en la
fiesta, bailando y hablando de mil cosas. Como si las cosas no hubieran sido
como las conocemos. Fue divertido volverla a ver, sentir su aroma, tocar su
piel y ver que mis sentimientos no habían cambiado. Lo gracioso del caso fue
que no estaba en condiciones de retomar la relación si es que ese había sido mi
plan inicial al venir a la boda. Le dije que no, que simplemente quería cumplir
con la invitación y porque quería volver a sentirme parte de la sociedad. Le
conté todo el rollo y creo que sintió un poco de fastidio por la morena, quien
había terminado conmigo al darse cuenta que el dinero escasearía por la falta
de trabajo. “Yo no lo hubiera hecho”, dijo. Mis intenciones no fueron como ella
las había atisbado. Creo que no estaba preparado para volver a tener una
relación con alguien. La soledad es buena compañera para redescubrir cosas
dentro de uno y dar lo mejor de sí en las próximas elecciones sentimentales que
encontraría algún día más adelante.
Me sentí bien conmigo mismo después de esta
experiencia. Fue una despedida positiva, sin culpas, sin malos entendidos. Como
debió ocurrir en su momento. Cuando nos despedimos definitivamente esa noche,
bailamos una balada que habíamos escuchado en su oportunidad. Fuimos los únicos
en la pista de baile y parecía que éramos los recién casados, porque cuando
finalizó la pieza, el público aplaudió a rabiar y yo quise salir corriendo y
refugiarme debajo de una mesa.
Comiendo una noche con mi familia –eran
pocas las veces que me invitaban– me presentaron a la amiga de mi cuñada, una
de esas mujeres que quieren comerse al mundo a punto de estrógenos y cruzada de
piernas a lo Sharon Stone. Estuve un poco distante, pero quien mejor lo pasaba
era ella, rodeada de mis primos, todavía pertenecientes al club de onanistas, los
que no dejaban de contemplarla de la manera más descarada posible. Ver todo eso
me hacía sentir un viejo amargado. Vamos, dijo mi cuñada, no creo que a ella le
interese un grupo de mocosos. Menos se interesará por alguien que cuenta chistes
en los funerales, acoté.
–Al menos, tienes de dónde cogerte –se
apresuró a decir mi sobrina. Creo que ella era la única que mantenía las
esperanzas de que yo sentara cabeza con alguien que verdaderamente valiera la
pena. No negaba que mi ex era todo para mí, pero ya era una historia con
capítulo final. No, ella se refería a mis posteriores relaciones de una sola
noche o mis novias imaginarias que utilizaba de pretexto cuando me invitaban al
cine. La pequeña me conocía más que cualquier familiar ahí reunido y no era de
extrañar que siempre quisiera salir conmigo mientras sus padres trabajaban o
salían a alguna reunión donde no admitían niños molestosos. Será porque era muy
paciente con ella o porque dentro de mí vivía un sentimiento paternal que pedía
a gritos salir de una vez por todas.
Fue mi oportunidad para acercarme a ella y
tratar de mantener una conversación digna de mi persona. No lo hice tan mal,
después de todo este tiempo de inactividad, y creo que la pasó bien hasta el
momento en que decidió marcharse porque ya era tarde. Me ofrecí acompañarla, lo
cual fue un gesto algo impulsivo que mi sobrina supo criticar. “No seas tan
obvio”, dijo. “Parece que quisieras llevártela a la cama”. Mi nerviosismo fue
evidente y pensé que aquí llegaba mi oportunidad de estar con ella. Mi sorpresa
lo fue aún más cuando me dijo que estaría encantada de que la llevara a su
casa, si no fuera mucha molestia. De ninguna manera, dije, y nos despedimos de
la reunión. Mi sobrina me enseñó el pulgar en alto y apostó porque fuera una
buena opción.
Fabiola, que así se llamaba la muchacha,
era estudiante de literatura y preparaba su tesis titulada “Cuando nadie lee a
los clásicos y se interesa por los culebrones”. Su brillante análisis me dejó
pasmado. ¡Cómo combinaba una cosa por otra! Y comprendí que no sólo de pan vive
el hombre. Lo que más me sorprendió fue su dominio del tema. Había nacido para
las letras. Su fuerte era la literatura inglesa; Joyce era su favorito. Hesse
no podía estar descartado, a pesar que era alemán; pero, ella no lo sabía.
Me reveló que había escuchado mucho de mí y
primó en ella un instinto por conocerme. Dejó los prejuicios de lado y fue a
una de mis presentaciones unipersonales, que la dejaron encantada y segura de
que algún día me conocería personalmente; pero me perdió la pista y no hubo
oportunidad de coincidir en las reuniones que mi hermano organizaba cada cierto
tiempo cuando la cigüeña venía en camino. Por supuesto que era una falsa alarma
y no había nada que hacer con los gastos. Pero se dio la suerte de que era una
reunión familiar que, repito, casi nunca me invitaban, merecía que todos
estuviéramos compartiendo un trozo de asado y buen vino tinto.
–¿Cuándo vuelves a los escenarios?
–preguntó.
–Está
muy difícil. Ya no se me ocurren bromas.
–Pero,
hombre, talento te sobra. Sólo tienes que canalizarlo.
–Sí,
pues... pero... el mundo ya no ríe como antes.
–Bahhhh...
es cuestión de decir tres frases inteligentes. Y listo.
–La
comedia no es tan sencilla.
–Yo
me río siempre. No creo que sea difícil.
–Bueno.
Eres una chica feliz.
–¿Y
tú no lo eres? ¡Por favor!
–La
felicidad es un estado de ánimo. Por lo general, soy un tipo pesimista.
–¿Tanto
así? Vamos, debo suponer que lo dices para llamar mi atención. Los cómicos
suelen ser así cuando quieren llevar a una a la cama.
-Si
las cosas fueran tan sencillas, créeme que no lo dudaría ni un minuto.
–¿Y
qué te lo impide?
–Tú.
–Buena
respuesta.
La
semana siguiente la invité al cine; pero prefirió ir a una cafetería. El cine,
para ella, era una manifestación derivativa hacia la negación de la realidad.
No era posible que alguien llorase por Leonardo Di Caprio al verlo hundirse en
el mar congelado, mientras había muchos niños muriéndose de hambre en el mundo.
Alguien tenía que hacer algo de inmediato. Lo único que pude decirle fue que se
preocupara de su tesis y dejara que las cosas se arreglen por sí solas. Si el
mundo soportó que hubiera un Bush o un Osama, por qué alguien tendría que
rendir cuentas sobre los niños con hambre. Eres cruel, dijo, pero creo que va
de acuerdo con tu estilo de ver la vida.
Ya
en la cafetería, pedimos café y pie de manzana. Estuvimos charlando horas y
horas, hasta que el mozo nos invitó a abandonar el local porque iban a fumigar
la cocina y no deseaban interrumpir nuestra amena conversación. “Vamos a caminar”,
me susurró en el oído. Caminamos toda la noche hasta el amanecer. Nos besamos
en la placita de Punta Negra y me di cuenta que no llevaba suficiente dinero
para el taxi de regreso. “No te preocupes”, me dijo, “yo invito”.
Volvimos
a casa e hicimos el amor cinco veces y una más para confirmar si todo eso no
fue más que un sueño. Eran las siete de la mañana y me puse a trabajar en un
nuevo monólogo. Fabiola estaba radiante a la luz del amanecer que se proyectaba
a través de la ventana. Ese día no dejé de escribir. Las ideas fluían como
manantiales inagotables de pasión al producir carcajadas a diestra y siniestra.
Se lo leí apenas lo terminé y mis sospechas fueron ciertas. No dejó de reír. Su
risa era sincera, espontánea, a pesar que me acordé que reía con facilidad,
pero esta vez era todo mi ingenio plasmado en ese papel. Nos metimos a la cama
y reanudamos la afición por la saliva en el cuerpo. Terminado el desgaste
físico, me puse a llorar de felicidad y ella me dijo que parecía un tonto
haciendo eso. Estoy feliz, le dije. “Ah”, fue lo único que dijo. Y se durmió.
Muy
temprano del día siguiente, Fabiola preparó el desayuno. Si era una brillante
literata, creo que no debería dejar de serlo. Desayunamos en mi cafetería
favorita y para ese entonces las cosas iban demasiado rápidas para pedir chepa.
A Fabiola no le interesaba formalizar una relación, lo cual me pareció una
razonable salida y dejé que el día transcurriera sin sobresaltos hasta que
decidiera marcharse; pero no lo hizo. Pasó la noche conmigo. Preparó el
desayuno del día siguiente, el almuerzo y la cena durante las próximas seis
semanas que decidió vivir a mi lado, enriqueciendo mi espíritu y devolviéndome
el valor que había perdido para escribir una pieza cómica. Dicho y hecho, al
cumplirse las seis semanas, se marchó. Fue una musa increíble, aprendí muchas
cosas de ella. Lo único que me molestó fue que también se llevó el calentador
de agua.
Logré
presentar mi espectáculo y tuvo un éxito arrollador, comprometiéndome a no
defraudar más a mi público. Pero era un compromiso demasiado alto para un tipo
que holgazanea la mayor parte del tiempo y sólo consigue poner en aprietos a
más de uno con mis elocuciones trasgresoras contra el sistema. Me aparté de mi
familia nuevamente y en ocasiones esporádicas me invitaban a la cena de
navidad, hasta que dejé de ir y creo que fue lo mejor. Empecé a leer más y
escribir se me hizo una rutina difícil de dejar. Colaboré en alguna revista
pero no pasó de ahí, las risas y los aplausos lograron convencerme de que esa
era mi vocación. Y todos aquellos que una vez me cerraron las puertas de su
amistad, me dieron el espaldarazo suficiente para continuar en ese camino.
Un
día, sin previo aviso, recibo una noticia que me dejó helado y a punto de
exorcizar a un marciano. Mi ex se casaba. Me lo dijo mi hermano, quien se la
encontró en un centro comercial y le dio las buenas nuevas. Bien por ella,
pensé, pero no creí que fuera tan rápido. Bueno, la idea de verla en el altar
con otro que no fuera yo, me provocó una ola de sentimientos encontrados que
juré no volver a decir ante el público que Dios no tiene sexo. Pero no tenía
nada qué reclamar. Si uno de los dos fue más rápido en buscar consuelo en otro
lado, ése fui yo. Pensé no saber más de ella, pensé que aquella vez en el matrimonio
de su hermana habíamos dejado las cosas claras; esta vez, sin embargo, debía
arrinconar aún más en el abismo mis sentimientos. Somos humanos después de todo
y debo confesar que aún sentía lo mismo por ella que la primera vez que la
conocí en el circo.
A
pesar de haber sido invitado a la boda, preferí no ir. Quizá demostrando esta
actitud dejaba en claro que las cosas no habían sido fáciles para mí al aceptar
su decisión de dejar la soltería. No me arrepiento de mis decisiones. Sé lo que
pienso. Y de alguna manera estoy inmerso en ese pantano de paradojas sólo por
el hecho de no abandonar mis convicciones, y que me convertían, irónicamente,
en un triste payaso. Como me contaría un amigo meses después, la mayoría de
personas que me conocían se preguntaban qué había pasado conmigo, por qué no
fui a la boda de su mejor amiga, por decirlo en términos más prudentes, y
desairarla de esta manera. Pero todos sabían por qué. Ella no dijo nada en toda
la ceremonia. Estaba feliz; al menos, eso dejaba ver a los invitados y amigos
que la encontraron mucho más bella que su hermana en el día de su matrimonio.
El vestido blanco le sentaba bien y hacía relucir su sonrisa de rojo carmesí en
los labios y dientes color perla. El novio era un tipazo, de esos que ya no se
ven. Preferí mil veces que fuera él a que uno de esos fantoches que merodeaban
su casa, se la llevara como premio de lotería. Ni siquiera yo, con todo el amor
que pude darle en su momento y que aún ahora sigo guardando en mi corazón, no
lo hubiera hecho mejor que su actual pareja. Se lo merecía. Ambos se merecían
estar el uno con el otro. Y fue mejor.
Esa
noche, en mi casa, mirando el techo desde mi cama, con los ojos llenos de
lágrimas, pude darme cuenta que el amor es uno solo, y hemos de morir con ese
sentimiento sin decírselo a nadie más que a tu conciencia. Quizá pueda
olvidarlo en poco tiempo, quizá lo vea como un recuerdo de mi pasado; pero no,
quiero mantenerlo vivo, como una esperanza de haberme sentido querido por única
vez en mi vida.
No
hacía mucho que volví a juntarme con los snobs de Quilca y me amenazaron con
quemarme vivo si seguía riéndome mientras leían sus poemas. Pero qué culpa
tengo yo de que los versos me sonaran a escabrosas escenas sexuales ambientadas
en la guerra con Ecuador del año 41. No diré que me sentía orgulloso de mi
carácter, pero tenía que hacer algo de inmediato antes que se convirtiera en
una plaga. Creí necesario empezar a escribir un libro pero en serio; ya no más
artículos para revistas. Esta vez era una obra sin censura, más directa y menos
autobiográfica. Más política, con fuerza, que no desmereciera mi capacidad de
abstracción e inteligencia. Digamos, que me tracé una meta que en el menor de
los tiempos he de cumplirla a cabalidad.
Fue
en ese período que conocí a una muchacha en la inauguración de una exposición
pictórica. Al cruzar miradas, sentí que ya la conocía. Era muy simpática,
decente, instruida, poco convencional y segura de sí misma. Fue casual que
estuviera en esa galería de arte, pues no se sentía cómoda en el papel de
acompañante de un escultor renombrado que empezó a salir con ella apenas la
conoció en Bellas Artes, posando para una escultura. Y era su obligación
acompañarlo para que no se sintiera cohibido con los demás, que, según los
chismes populares, era sabido que sus inclinaciones futbolísticas no eran
necesariamente deportivas. Estaba tan orgulloso de pasear por el salón del
brazo de Fátima, como se hacía llamar esta dulce muchacha, que las habladurías
dejaron de ser ciertas para su beneplácito.
Tuve
la suerte de que me la presentara Mariano Querol. Lo conocía hace un bien
tiempo porque mi padre se atendía en su consultorio y a la vez un amigo suyo
era profesor de ella. La impresión que me causó fue que sabía decir “No” al
menor intento de seducción por parte de algún entrometido pasado de copas que
quería llevársela al estacionamiento. Mientras su amigo el escultor pasaba
gratos momentos con algún conocido, ella se entretuvo sacándome información de
quién era yo. Le conté mi historia, desde cuando nací y fui abandonado en la
puerta de una iglesia y con el correr de los años me convertí en el campanario.
La historia la conocía, pero disfrutó que le tomara el pelo. Y seguimos
inventando cosas, pues, entendí que la formalidad no era nuestro fuerte y así
las cosas eran más simples y sencillas cuando el momento de decir adiós no nos
incomodara en absoluto. Sin embargo, toda esta demostración de juego de roles
era muy bien observada por el famoso psiquiatra y nos dio una cita para ir a su
consultorio. Nos reímos y brindamos con él antes de que se diera inicio a la
ceremonia de inauguración.
La
estrella de la noche fue una artista plástica que sacaba a la luz su nuevo
trabajo y tenía mucha fe de que fuera un éxito. Hablé con ella un momento y le
pedí información sobre el tema, si con esta presentación alguien compraría
estos cuadros, lo que me respondió que sí, que esperaba poder vender alguno, no
esta noche pero durante el tiempo que estuviera en exhibición. Ya cuando me
preguntó si estaba interesado en una pintura, en son de broma le dije si
aceptaban tarjetas de crédito. Dudó un instante y se dio cuenta que le tomaba
el pelo. Nos echamos a reír y disimuladamente regresé con Fátima y el Dr.
Querol, quien me recibió con una sonrisa cómplice y deseo de proseguir su
análisis sobre mi conducta.
La
charla terminó para el famoso psiquiatra, quien tenía que atender a Mario Poggi
porque su hija Neurona se creía un linfocito. Se despidió no sin antes hacernos
recordar que teníamos una cita con él. No querrá que lo tome en serio, le dije.
Sólo se limitó a reír y despedirse con una mano, mientras salía de la
habitación dando unos pasitos a lo Fred Astaire. Fátima, algo nerviosa, se
limitó a conversar sobre otras cosas que no se relacionaban con el arte. Era
demasiado para ella; sus maestros le auguraron un mal porvenir como actriz.
Tenía que ganarse el alimento posando desnuda para otros estudiantes o
escultores, que la mayoría sólo plasmaba en el papel o la arcilla su busto.
Para qué quieren que me quite la ropa si van a querer sólo mis pechos, decía,
indignada. Ni qué decir de su afición por las letras, que lo único aceptable
que escribió fue una carta de renuncia de su anterior trabajo como camarera de
una cafetería. Y verdaderamente estaba deprimida.
Sin
pensarlo dos veces, le propuse salir cuanto antes de la galería y dejar
plantado a su escultor. No lo pensó dos veces y tomándome de la mano, nos
encaminamos a la salida. En el taxi se echó a mis brazos y nos besamos casi
todo el viaje. El taxista, en un afán de aguarnos la fiesta, preguntaba cada
cinco minutos si la dirección era la correcta o si manejaba mal o si tenía
sencillo para pagarle. Le dije sí a todo mientras Fátima me atragantaba con su
lengua.
La
llevé a mi casa e hicimos el amor cinco veces y una más para confirmar si todo
eso no fue más que un sueño. Parecía serlo porque no me imaginé que estas cosas
me estuvieran pasando a mí. Debo admitir que no la paso tan mal después de
todo. Al amanecer, fuimos a la cocina a preparar el desayuno y Fátima dijo:
–Qué
bonito calentador de agua.
Entonces
me di cuenta que la historia se repetía y decidí preparar yo mismo el desayuno.
Sin ánimos de ofenderla, le pedí que se vaya y que lo mejor para los dos fuera
no volvernos a ver, al menos, hasta que pasara el invierno.
–Pero
si estamos en verano –dijo.
Entendió
enseguida y prometió no buscarme. Le di las gracias y le expliqué que las cosas
no son tan fáciles como se espera de alguien que ha vivido solo casi toda su
vida. No te preocupes, dijo, sé lo que es eso.
Antes
de marcharse pidió ir al baño. No quise ser descortés y dejé que lo hiciera.
Luego, salió de la casa muy apurada y sin despedirse. Pude respirar aliviado y
prometí nunca más traer a una mujer sin conocerla. Si hubiera pensado eso
anoche, no estaría lamentando por enésima vez quedarme sin calentador de agua.