martes, 22 de noviembre de 2011

48 horas desesperadas

Siempre me ha obsesionado buscar respuestas a tan extrañas preguntas sobre el origen de las cosas, especialmente lo concerniente a la creación y apogeo de las grandes culturas universales. Uno de los pilares de dichas investigaciones era saber si fueron gente de otros planetas quienes construyeron las pirámides de Egipto o las líneas de Nasca. Yo creo que gente de aquí, con un alto perfil intelectual, hicieron todos aquellos monumentos que hoy admiramos. Uno de esos singulares casos naturalmente puede ser Marcahuasi, el bosque de piedra que se ubica a más de 4000 msnm, en la provincia de Huarochiri, al este de Lima. Hace miles de años que datan estas colosales piedras con formas de animales y personas. Hay que tener buen ojo para contemplarlas desde un punto en que el sol proyecta sus rayos a través de sombras y contornos que asombran a más de uno.

Fascinado por las investigaciones de Daniel Ruzo, Marcahuasi es de esas joyas que nos hace pensar si realmente fue hecho por alguna razón que escapa de nuestra comprensión, o simplemente es un antojadizo atributo de la naturaleza que solo quiere jugar con nuestra imaginación. Lo que sin duda fue un simple viaje de aventura, se convirtió en una de esas obras maestras del suspenso que no olvidaré por el resto de mis días; porque supusieron una suerte de conciencia y valentía lograr salir con vida de aquel paisaje agreste y lejano, que tal vez pocos quisieran experimentar.

¿Qué pasó? Se preguntarán. Un día me propuse ir a Marcahuasi, guiado por mis deseos de conocer el Perú y sus misterios. Ya lo había hecho en Cusco, mi primer viaje importante. Ahora quise ir a tan dichoso bosque de piedras y descubrir con mis propios ojos los secretos que guardaba en sus cimientos. La primera dificultad que experimenté fue el transporte a San Pedro de Casta. Los buses solo salían a las 9.00 am y a las 3.00 pm. Ese día lunes llegué por la tarde desconociendo el itinerario del servicio, con el afán de llegar a dicha localidad por la noche, aclimatarme y salir a Marcahuasi a tempranas horas de la mañana. No. Tuve que hospedarme en un hotel de Chosica y a la mañana siguiente recién tomar el bendito bus para San Pedro de Casta.


El viaje es accidentado. El camino es agreste, vertiginoso, desértico en su mayor parte, donde solo puedes admirar los cerros carcomidos por la sequedad del lugar, con yerba amarillenta y casi muerta. Pero a medida que nos aproximábamos a San Pedro de Casta, el paisaje cambia a un verde vibrante, con árboles de eucalipto y diversas plantaciones como paltas, manzanas y chirimoyas. Es un pueblo que se alza por encima de los tres mil metros de altura. Su gente es hospitalaria, campechana, servicial. Nunca falta algún desconfiado, pero a medida que uno va tratándolos, la cosa cambia; te vuelves parte de ellos.

Me hospedé en el único hotel del lugar, en la misma plaza de armas, cuyos trabajos de remodelación estaban en camino a convertir el lugar en una agradable estancia para el turista y del propio vecino. Al atardecer fui a inscribirme en la oficina de turismo para ingresar a Marcahuasi, a la mañana siguiente, muy temprano. La encargada del lugar, una mujer generosa y atenta, preguntó si necesitaba de guía y transporte -caballo o burro-, cosa que decliné porque quería caminar y disfrutar del paisaje. Un error que luego comprendí no volver hacer para un futuro retorno.


El frío por la noche era atroz. Ni siquiera las dos gruesas frazadas que tenía en el dormitorio, lograron aplacar los escalofríos. Lo sorprendente del caso es que era el único aventurero que estaba a punto de escalar todas esas moles de roca volcánica que más allá del valle se erigía, como esperando de mi presencia para dejarme contemplar el ocaso de mi propia creencia como ser humano. Muy temprano, compré víveres para lo que sería un viaje de ida y vuelta hasta el atardecer: Una botella de agua, una de jugo, una mano de plátanos y un paquete grande de galletas dulces. En mi bolso solo llevaba mi cámara y una capucha por si el frío apareciera durante mi recorrido. Antes de marcharme, le dije al muchacho del hotel que estaba de regreso por la tarde, para luego hospedarme y tomar el bus de regreso a Chosica a las 7.00 am. Me despedí de él y tomé el camino polvoriento, guiado por el letrero que rezaba "Marcahuasi" y la flecha que daba inicio al paseo.

Me faltaba el aire en cada paso que daba, subiendo por el sendero, algunas veces interrumpido por el paso de algún campesino amistoso que saludaba como si me conociera de años, o las vacas que iniciaban su paseo matutino en busca de pasto fresco. Me dio oportunidad de tomar algunas fotos del paisaje hasta avanzar el sendero que me llevaría al  mirador de Mashka, obra ejecutada por la municipalidad en el 2005, según la placa de piedra que se encuentra a los pies del mirador. Había una caseta y un baño público cerrados, con algunos grafitis que inmortalizaban a los visitantes que llegaban hasta allá. Tal vez, pensé, los abrían los fines de semana cuando la presencia de turistas era más elevada. A lo lejos, abajo, San Pedro de Casta. No era tan pequeño como imaginé. Descansé un rato y bebí un poco de agua, que ya se estaba calentando por el fuerte sol que iluminaba la mañana. En un panel señalaba la dirección que debía tomar: el camino largo y el camino corto. El joven del hotel me dijo que tomara el largo para llegar al anfiteatro y rodear los atractivos de Marcahuasi y llegar como final de fiesta al Monumento de la Humanidad. Esa era la idea inicial de mi recorrido.


El sol y el cansancio me estaban matando. Seguí subiendo por el sendero hasta llegar a la puerta de entrada del anfiteatro. Verlo desde abajo, se me hacía tan lejano poder atravesarla, que sacaba fuerzas de la nada para alcanzar mi meta. Cuando por fin pude poner un pie dentro, miré como quien mira un espectáculo fuera de este mundo. Me quedé de pie, observando cada piedra, cada rincón del llamado anfiteatro. Este es el lugar favorito de quienes deciden acampar. Hay fogatas hechas exclusivamente para los que prefieren una parrillada a la luz de la luna y, naturalmente, sus respectivos basureros para dejar libre de impurezas el escenario. Me resguardé bajo una roca y tomé un refrigerio para recuperar fuerzas. Eran más de las diez de la mañana, así que mis cálculos estaban bien encaminados para un paseo alrededor del bosque de piedra y volver sin contratiempos a San Pedro.


Seguí camino hacia la fortaleza, atravesando los famosos monumentos a las focas y a la rana, que increíblemente tenían una similitud extraordinaria con dichos animalitos. Las subidas y bajadas estaban haciendo estragos a mi rodilla izquierda, pero estaba feliz de contemplar yo solo, sin distracciones de ninguna índole, el panorama que caía en mi vista. Llegué a la laguna Cachu Cachu y crucé el Infiernillo, entre arbustos y maleza entre los escarpados que me llevarían a la fortaleza. Y lo primero que dije al ver semejante monumento fue: "¡Mierda, qué es esto!" Descendí por un sendero pedregoso y resbaladizo, que en más de una ocasión evité caer de cara. Enormes rocas zigzagueaban mi camino hasta quedarme en medio de un valle siniestro y bello al mismo tiempo. Nuevamente descansé y comí algo para recobrar fuerzas. Pero la rodilla me estaba dando mucho trabajo que no pude evitar no sentirme intranquilo. Subí por el otro sendero donde había también fogatas y una pequeña casita para albergarse del frío. Una señalización daba la bienvenida al lugar. Al no ver otro camino que me llevara hacia la otra zona de mi paseo, me sentí un tanto inquieto porque parecía que este era el final del recorrido y no había nada más que hacer aquí, así que decidí regresar por donde vine. Pero algo muy extraño sucedió en ese lapso, era como si el camino que estaba detrás mío había desaparecido. Había perdido la brújula, por decirlo de algún modo y la desorientación me jugó una mala pasada. Aún era temprano, pasaba del mediodía, así que tenía un par de horas más para lograr regresar a San Pedro. Pero mis sentidos se nublaron completamente. Estaba seguro que había venido por la derecha, pero el camino me llevó hacia una ladera que terminaba en precipicio. ¡No puede ser!, repetía. Regresaba por el mismo camino pero me llevaba a otro y volvía a salir por la ladera. Me guiaba por la caca del caballo y sus huellas. Pero tampoco eran de fiar porque el jinete rodeaba todo el circuito para tener una vista más placentera del valle. Eso me mareó y desistí. La rodilla no me dejaba caminar. Por un momento creí que había atravesado alguna puerta a otra dimensión o los dioses que regentaban el lugar se estaban echando un chascarrillo a mis costillas.


Pasaban las horas y ni siquiera había un turista con el cual ayudarme a salir de ese laberinto. Pero luego me dije que era el único imbécil que se había atrevido a venir a Marcahuasi a mitad de semana, cuando en realidad solo los fines de semana se llena de curiosos. Estaba solo. Me rompía la cabeza por lograr recordar por donde había venido. Pero la tarde llegó. No había salida. No había ni siquiera un campesino pastando su rebaño cerca. ¿Qué iba hacer? Pasar la noche ahí mismo y esperar que me recogieran al día siguiente. Era mi única esperanza. Para mi buena y mala suerte, encontré una carpa abandonada en la cima de unas rocas, entre unos arbustos. Era extraño de suponer que alguna divinidad me lo haya puesto ahí para refugiarme del frío que estaba a punto de llegar. Pero no tenía varillas ni sujetadores. Era simplemente una bolsa de material sintético que deseché de inmediato porque quería salir de ahí cuanto antes. La dejé en su lugar y volvía a buscar el camino de salida. Pero no pude hallarlo. Al fondo, por las laderas, se veía la niebla subir y cubrir todo el valle. Era como si estuviera en el cielo. En ese momento me arrepentí de abandonar la carpa, tal vez la hubiera usado como bolsa para dormir y protegerme del frío. Fui a buscarla, pero ya no estaba. ¿Fue real o un espejismo de mi desesperación? Pero fue real, porque dentro de la carpa encontré un periódico de la semana pasada y en la parte posterior había una "Malcriada", que corté para tenerla conmigo, como mi única compañera de viaje.

Sí, maldije ese momento. No debí despreciar ese regalo de los dioses, ahora ellos se vengan cambiando la ubicación de mis pasos. Recordé la casita en lo alto de la cima que me daba la bienvenida a la fortaleza. Fui hasta allá, pero misteriosamente había desaparecido. Había tomado el mismo camino de hacía unas horas atrás, pero lo único que veía era una ladera que conducía a la nada. ¿Dónde estaba la casita? Era para no creerlo. Nuevamente dejé que mi imaginación revoloteara mi mente al afirmar que los dioses estaban jugando conmigo al ajedrez, moviendo las piezas a su antojo y desviándome del camino por haber despreciado la carpa que tanta falta me hacía en estos momentos. Al menos, dije, en la casita me mantendría caliente gracias a una fogata y lejos del viento helado que congelaba mis extremidades. Volví al lugar de origen y me refugié debajo de una roca, que tenía arbustos, me puse la capucha y traté de encender una fogata rústica. Pero el fuego estaba renuente y el frío empezaba a golpearme. Mientras se acercaba la noche, la luna hacía su aparición, iluminando parcialmente la noche, porque la neblina estaba cubriendo el espacio. Me acurruqué en la roca, mientras las lagartijas paseaban sobre mí, alertándome de no encontrar alacranes o tarántulas que me dieran la opción de irme a otro refugio improvisado.


No pude dormir, definitivamente. El frío era tal que pensé morirme de hipotermia ahí mismo y nadie parecería importarle mi ausencia hasta que me encontraran el sábado, cuando empezara la verdadera escalada turística. Pero mis fuerzas pudieron más que mi desazón. Pasé la noche casi en vela, en medio de la neblina y la temperatura que bajaba a 0 ºC, cubierto solo con una capucha y las lecciones aprendidas en Discovery Channel con "A prueba de todo". Rogaba porque amaneciera, rogaba porque el muchacho del hotel se hubiera percatado de mi ausencia y dado el aviso en la oficina de turismo que algo pudo sucederme. Esperaba a la cabellería y mi mente volaba a mil. Pensé en Ciro y en lo que pudo haber pasado allá en el Colca. Con esas cosas no se juega. Retiré de mis pensamientos aquellas imágenes propaladas hasta el cansancio por la televisión. No quería que me encontraran así. No quería morir inútilmente.

Al salir el sol, el cuerpo recobró calor. Cojeaba. Me dolía mucho la rodilla y no podía mantenerme en pie por mucho tiempo. Dormí una hora, más o menos, en medio del campo, recibiendo el sol como si me hubiera convertido en la versión cómica de Birdman. Y cada cierto tiempo gritaba "¡Biiiiirrrrddddmannn!", como en el dibujo animado. Ya con el cuerpo caliente, di otra vuelta por el sendero en busca de la salida. Afortunadamente, encontré una botella grande de agua. Alguien lo había dejado en su última excursión o era tal vez regalo de los dioses. No lo desperdicié esta vez. Probé un poco por si estaba buena. Estaba buenísima. Llené mis botellas y fui consumiendo lo que quedaba del botellón. Pero la garganta me estaba quemando por lo helada que estaba el agua. Pero recuperé fuerzas. De pedazo en pedazo comía de mis galletas, lo único sólido que llevaba para comer. Me quedaban seis láminas, que traté de no consumir hasta que verdaderamente fuera necesario. Pero no tenía fuerzas en las piernas, especialmente la rodilla izquierda, que parecía inflamada. Ni siquiera podía doblarla. Rogué nuevamente que vinieran los rescatistas a buscarme. Aluciné que aterrizaba un helicóptero. Cuántas cosas se me metían a la cabeza en ese momento. Pero nunca llegó nadie. Decidí buscar la carpa nuevamente. Pero nunca la encontré. Ni siquiera el camino que me llevaría de vuelta a casa. Estaba en medio de la nada. En un mundo perdido. Me puso nervioso unos huesos que encontré más arriba, parecían férmures o partes de un brazo. Carajo, pensé, ojalá no haya una bestia salvaje por aquí que despelleja a sus víctimas. Pensé en una especie de John Malkovich al interpretar a Mr. Hyde, con filudos colmillos y una desesperante sed de matar. En lo que restaba del día, ni un alma se hizo presente.

Decidí dejar todo como estaba. Las fuerzas me abandonaban. Era mejor dejar que la naturaleza se encargara del resto. Si debía morir ahí mismo, pues, la suerte estaba echada como ha sido siempre mi vida, llena de contradicciones y desesperanzas. Solo miraba el cielo nublado, recibiendo la briza fría y relajando los músculos para que la muerte no sea tan dolorosa. Solo debía cerrar los ojos y esperar el momento del fin. Cerca de las cuatro de la tarde, el día parecía noche. El sol estuvo ausente desde muy temprano y eso me ayudó a comprender que el fin de mis días estaba próximo a materializarse. Empecé a recordar a mucha gente, me puse a llorar y a rezar. Nunca pedía a Dios nada, no tuve esa necesidad. Pero ahora suplicaba que me diera la oportunidad de reivindicarme, de que me ayudara por esta única vez. Comprendí que mi maldad y mis mezquindades mundanas eran un pecado difícil de borrar. Ni siquiera mi amiga de la foto del periódico podía ayudarme a comprender qué clase de hombre era y en qué me había convertido. No quería morir sin antes pedir perdón a mi abuela por lo mal que me comporté. Era de lo único que podía dar fe para no morir en vano. Pero no hubo respuesta. Dios me había abandonado. Así lo sentía.

Al oscurecer, la suerte estaba echada. Ni siquiera sentía frío. Creo que la hipotermia anestesia las funciones vitales del cuerpo cuando entra en ese estado. Vi figuras retorcidas de places entre las nubes y las rocas, como monjes burlones que se reían de mi condición. Una roca tomó forma de ángel o dragón; el rostro de una mujer que me observaba en silencio era lo único que podía ver fijamente. Hasta que esa noche se hizo luz. Dije: No, no debo morir. No de la forma más cojuda. Tomé valor y construí una fogata. Recolecté piedras de todo tamaño y ramas secas de los arbustos. Al principio no encendían. Pero insistía una y otra vez. No quería pasar la noche como la anterior. Hasta que por fin vi las primeras flamas salir de esa hoguera. Y era reconfortante. El calor invadía mis manos y cara. El vaho brotaba de mi boca y nariz, señal inequívoca de calor interno. Así pasé la mayor parte de la noche, alimentando la fogata con ramitas hasta quedarme dormido. Cuando desperté, gracias al reflejo de supervivencia a no quedarme congelado, la noche estaba limpia, muy limpia. La luna en su mejor momento de esplendor y las estrellas que la acompañaban, iluminaban el valle como si fuera un enorme farol. Pero el frío era insoportable. Mucho más que la noche anterior. No pude encender nuevamente la fogata, la humedad mojó las ramitas y ya mi encendedor se estaba quedando sin gas. Tuve que acurrucarme en mí mismo, entre los arbustos, protegiéndome del intenso frío. A duras penas podía sostener la botella de agua o un trozo de galleta al llevármelos a la boca. Era como si me hubieran metido a un congelador bajo 0 ºC. ¡Era la locura! Ni siquiera podía cambiar de posición, porque el calor desaparecía de inmediato y volvían los escalofríos. La rodilla estaba peor. El frío no dejaba que la doblara. ¡Ni siquiera sentía las piernas! Tenía que frotarlas con todas mis fuerzas para que mantuvieran el calor necesario. Así pasé otra noche en vela, evitando caer en hipotermia. Y había momentos en que me ganaba. Mis pulsaciones se hacían cada vez más lentas y mis músculos se relajaban agradablemente, que despertaba sobresaltado y regresar al principio: muerto de frío.

A la mañana siguiente, la rutina fue la misma. Esperar el sol a que me calentara. Pero esta vez tuve la decisión de buscar la salida, ya que nadie lo haría por mí. Así con la rodilla en su estado más deplorable, empecé a escalar el sendero de donde supuestamente había descendido. Pero volvía a la ladera. Una o dos vueltas más ya me estaban desesperando, que decidí regresar a mi punto de inercia y esperar nuevamente. Pero ya era muy tarde para esperar al equipo de salvataje descender en un helicóptero. No. Estaba en juego mi vida y mi semblante. Volví a escalar el sendero y me percaté de un caminito, que no había visto antes. Habían unas piedras con un punto naranja pintados a propósito o era por capricho de alguna sustancia natural del ambiente. Y me guié por eso. Era extraño. Había recorrido varias veces el mismo sendero y no me había dado cuenta de estos detalles. El cansancio era tremendo. El aire me faltaba y debía descansar por cada dos pasos que daba. La rodilla no me ayudaba mucho, claro está. Luego alcé la mirada y contemplé el mismo cuadro que vi la primera vez que puse un pie en esa zona. Y recordé la foto que tomé en ese momento. Revisé mi cámara -felizmente aún tenía batería- y busqué dicha foto. Al verla, pensé que si había tomado la foto en esa posición, la salida estaba por aquí. ¿Y si no? ¿Volver a bajar y seguir dando vueltas todo el día? Me arriesgué. Seguí subiendo y debajo de mis pies estaba la laguna Cachu Cachu. Me senté sobre una roca y empecé a sollozar, emocionado por haber encontrado la salida al fin. Le dije a Dios que él no había perdido la fe en mí, como yo sí la había perdido tanto de él como de mí. Eso me desquebrajó completamente y me eché a llorar. Dios no me había abandonado como supuse, dejó que yo mismo resolviera el enigma y saliera con mis propios medios de aquel laberinto de rocas que casi se volvió mi sepulcro.


El camino de regreso fue lento, pero decidido. La poca agua que me quedaba fue suficiente para llegar a un puquial y servirme de sus aguas. Era el agua más deliciosa que había probado. Eso me ayudó a continuar en mi periplo a San Pedro de Casta. Al llegar, conté mi historia a los lugareños. Les impresionó bastante que haya sobrevivido en esas condiciones tan precarias. Tuve suerte. Pero lo principal, tuve deseos de vivir. Ahora que cuento esto, vuelvo a recordar cada momento que viví, la angustia y desesperación que uno siente al sentirse perdido en medio de la nada, con un poco de ingenio y valentía de mantenerse firme en sus convicciones y lograr descubrir la verdad. Pero la verdad fue que mis sentimientos me nublaron completamente. Las emociones te juegan un mal momento y crees que hay divinidades que te hacen daño. Al contrario, están ahí para protegerte, para guiarte, para que tomes tus propias decisiones y salgas adelante con tus propios medios. Soy creyente de eso. Los dioses que protegen Marcahuasi jugaron conmigo, pero de una manera benévola, porque al fin y al cabo son dioses que cuidan su terreno y vieron la oportunidad de abrirle los ojos a un incrédulo como yo. Ahora estoy más consciente de ello y agradezco que hayan echo todo lo posible por convertirme en un hombre de verdad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encanto! planeo ir a marcahuasi, ya se que no debo hacer, gracias! pero estoy segura que ahora valoras mas tu vida verdad?