viernes, 4 de noviembre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 10)


Cortinas

Caminamos por un sendero poco iluminado. Era pasado las ocho de la noche. Las casas colindantes parecían abandonadas por la falta de actividad humana en los alrededores de la avenida El Sol, en Chaclacayo. Fue por aquí que nos condujeron hacia la casa de campo, más allá de la carretera, hacia los cerros, al otro extremo de la naturaleza poco a poco carcomida por el concreto. Cruzando una ladera, se alzaba una muralla de piedras de estilo colonial. Estábamos ocultos en unos arbustos, donde antes había existido una pared de adobe. Ahora solo hay restos. Miramos y parecía que todo estaba normal. No había vigilancia. No había movimiento. Parecía abandonada. Al otro lado de la muralla, una amplia casa, rodeada de árboles y áreas de cultivo, se hallaba a oscuras. ¿Acaso se trataba de un acto de huida tras la misión cumplida? Nos acercamos un poco más para ver a través de la puerta de rejas de metal. La única luz provenía de un poste de luz yodada y la luna en cuarto menguante que nos acompañaba en nuestro recorrido. Tratamos de no llamar la atención, pero no había ningún alma por los alrededores. Número 2 fue el primero en escalar la reja. Pudo cruzar sin contratiempos. Luego fue el turno de Número 1, seguido de mí. El ruido de nuestras pisadas sobre el camino polvoriento, nos ponía algo nerviosos. Una luz al interior de la casa nos puso en sobre aviso y tratamos de resguardarnos bajo la copa de un árbol. Había alguien en el interior, que paseaba con un candelabro en la mano iluminando su paseo hacia el otro extremo de la habitación. Sigilosamente avanzamos hacia una de las ventanas y pudimos ver de lo que se trataba.

Lo que antes era la sala era ahora un salón vacío. Seis personas ataviadas con túnicas seguían al guía del candelabro, mientras susurraban lo que al parecer eran plegarias a sus ángeles protectores. No era una misa negra, era naturalmente una de esas reuniones secretas del Gran Triunvirato. Los personajes abandonaron la casa por una puerta trasera y se dirigieron a un patio rodeado de árboles. Ahí eran esperados por el resto del séquito, unas veinte personas más en medio de una enorme fogata. Seguimos las incidencias ocultos entre los matorrales, para evitar ser descubiertos. Queríamos saber en qué terminaba toda esa payasada pagana de la que tanto se jactaban en proclamar en sus actas y leyes oscuras. Los grillos parecían el coro que adornaban las continuas plegarias. Uno y que otro búho resonaba como barítono en un crescendo sostenido, que la atmósfera debía terminar con el Ave Satani de Jerry Goldsmith. Uno de ellos, que distinguimos ser el joven mayordomo, llevaba consigo el relicario. Lo depositó en el suelo, mientras hablaban un idioma o dialecto que jamás habíamos escuchado, pero sonaba tétrico. Su voz gutural repetía una palabra que no puedo reproducirla, porque no tiene fonética conocida. Por fin, lo que tanto habíamos añorado cuando pretendimos descubrir aquel objeto, se hizo evidente frente a nuestros ojos. Luego de pronunciar sus rezos o lo que hubiera sido eso, el joven abrió el cofre y de su interior sacó un pequeño frasco cilíndrico de vidrio, en ambos extremos decorado con unas ornamentas de metal dorado. Muy levemente se distinguía algo en su interior. No sabría decir si se trataba de la sangre coagulada de San Francisco de Asís, porque no podía verlo.

El joven alzó el frasco y todos cayeron en una especie de trance y los rezos fueron mucho más frenéticos. Los ahí presentes se arrodillaron y blandieron sus brazos con fervor y entrega. A los pocos minutos de producirse este episodio, el joven tiró el frasco al fuego, lo que provocó el descontento de Número 1. Esperamos que su lamento no haya sido escuchado y evidenciar nuestra presencia. Asimismo, el relicario fue consumido por las llamas, festejado por los adeptos que se tomaban de las manos y entonaban cánticos al ver el fuego alzarse en los cielos. Uno de los presentes entró en éxtasis. Sus ojos se pusieron blancos y empezó a escupir espuma de la boca. Poseído por sabe Dios qué fuerzas misteriosas, empezó a bailar y contorsionar en su mismo lugar. Luego de unos minutos prendado de ese impulso desconocido, cayó de bruces y nunca despertó más. La intranquilidad de algunos se hizo notar de inmediato, pero el joven mayordomo, con el mismo lenguaje gutural, pidió calma. Sin embargo, el pánico estaba desatado. Uno por uno fue poseído por las mismas características. Era como si la sola destrucción del relicario haya cobrado venganza de los cielos. El propio joven mayordomo no sabía qué hacer. Mientras, nosotros permanecíamos petrificados por dicha escena. Nos cagábamos de miedo, sinceramente.

La veintena de personas que rodeaban la pira incandescente se desplomaban como fichas de domino, cuando de repente el joven mayordomo alzó sus manos y en las palmas aparecieron llagas. Sus pies descalzos dejaban notar igualmente pústulas sanguinolentas, tal como los estigmas que sufrió San Francisco de Asís. Número 1 no pudo soportarlo más y salió corriendo hacia la casa. Número 2 y yo permanecimos en nuestros lugares, no podíamos ni siquiera mover un dedo por tan dichoso espectáculo. Mi compañero comprendió al fin que había cosas más allá de toda explicación que sucedían en cualquier parte del mundo como heraldos de un destino premonitorio. Sus tanto años de experiencia y trabajo con la ciencia estuvieron a prueba en ese momento. No podía dar fe de las cosas que estaban pasado, pero que en realidad estaban pasando. Para él todo fue tan fácil y rápido. Su inteligencia nublaba su cordura y su intuición. En cambio, para mi fue el descubrimiento de una de las joyas más extrañas de las que hubiera tenido conocimiento el ser humano. Era una lástima que por la desidia de algunos se haya perdido todo indicio de su existencia. El viejo hubiera seguido investigando sus secretos. Número 1 hubiera dado conferencias y publicado como debe ser en los libros de historia, para que las futuras generaciones supieran la verdad de la cereza sobre el pastel. Pero todo eso había terminado en medio de un alocado fanatismo que cobró la vida de muchas personas, incluyendo a la del joven mayordomo, quien seguía recibiendo llagas en el resto del cuerpo, como si un espíritu estuviera acuchillando su cuerpo. Con el dolor que cegaba sus sentidos, huyendo de su verdugo, se echó al fuego para calmar dicho dolor. Y como quien vierte agua al fuego o cierra la llave de la estufa, este se apagó.

Sin sentirnos amenazados, fuimos a ver los escombros, rodeado de humo y huesos calcinados. Los cadáveres no eran más que jóvenes. Vidas truncadas, pensó Número 2. Ni siquiera había restos del relicario, ni una pista con la cual mantener el legado del viejo y concluir nuestro trabajo con honestidad. Fuimos en busca de Número 1 dentro de la casa. Todas las habitaciones habían sido desmanteladas. Ni siquiera un alfiler podíamos encontrar. Fuimos a la biblioteca, resignados por encontrarla vacía. Ahí estaba Número 1, observando un cuerpo en el suelo, que por las heridas y moretones en el rostro no pudimos distinguir bien. Todo daba a entender que se trataba del Gran Hermano. ¿Fue ajusticiado por su propia cofradía? Quizá se opuso a la destrucción del relicario. Quizá el Gran Triunvirato pudo predecir el desastre de hace unos momentos y pensaron por fin abandonar este mundo terrenal con la esperanza de vivir en un mundo paralelo mejor al nuestro. Lo único que había en dicha habitación, aparte de nosotros, era un libro a los pies del cadáver. Estaba realizado con una precisión exacta a las encontradas en los monasterios benedictinos. Número 1 confirmó que se trataba de una réplica, la misma que obsesionó al viejo. Pero no era el producto en sí, sino lo que contenía. Observamos cada página de esta con la meticulosidad que nos embargaba en ese momento; pero no hayamos nada fuera de lo común. El latín no era mi fuerte. Decidimos llevárnoslo para su evaluación correspondiente. Y juramos no revelar nada de lo que había sucedido aquí. Pacto de caballeros, dijo Número 2.

Dos días después de tan dichosos acontecimientos, aceptando las consecuencias que nos tocaría soportar más adelante -emocionalmente quiero decir-, cada uno de los integrantes que alguna vez fuimos conocidos como los hombres ilustres, volvimos a nuestros quehaceres habituales. Aunque sonara paradójico, Número 2 volvió con su ex esposa. Viven juntos al lado de sus hijas. Número 1 recibió una distinción en su universidad y parece que lo van a nombrar decano de su facultad. Por mi parte, sigo ofreciendo mis servicios de restaurador y consultor en obras de arte. Junto con unos peritos, estamos desentrañando los misterios que encierra el libro encontrado en la vieja casa abandonada de Chaclacayo, cuya noticia impactó tan igual como la vivida en Guyana en 1978. La información no daba indicios del incidente más allá de lo que deberían saber los medios de comunicación, que desconocían a la organización o secta o lo que fuera. Lo que sí fue unánime fue ocultar los nombres de las víctimas. Y asunto quedó ahí. La duda se apoderó de mí si realmente se trataba del Opus Dei o del mismo Triunvirato. Aunque quisiera, no podría confirmarlo. Solo sé lo que pasó según mi participación en esta serie de eventos desafortunados, que en un principio juré nunca revelar. Y es extraño que lo diga, pero un hombre, con las mismas características del Gran Hermano, ha estado merodeando el museo varias veces. Recibo un sobre en blanco, que mi secretaria me alcanzó amablemente, y que de inmediato leí. La nota solo decía: Reunión. 7:30 pm. Casona de San Marcos.

Con una sonrisa en los labios, dos números me vinieron a la mente. Era el momento de buscar a dos viejos amigos.

FIN

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