viernes, 4 de noviembre de 2011

Carta a un psiquiatra

Estimado doctor:

Estoy convencido de que algo malo está pasando dentro de mí. Siento voces, golpecitos que martillean mi cabeza, como si mi otro yo me pusiera freno a las decisiones que tomo. La inseguridad me atormenta. He perdido muchas oportunidades y no logro encontrar el equilibrio que me ayude a ser un mejor hombre. Hace años persigo sueños, hace años no logro estabilizarme, profesional y sentimentalmente. Seguro que me dirá que todo tiene que ver con mis padres. Tiene razón. Pero no debo echarle la culpa a nadie, solo yo soy culpable de mi desmoronamiento. Y me siento tan patético al escribirle, doctor, porque sé que tiene buenas intenciones; pero siento que no es suficiente. No creo que nadie pueda ayudarme. Ni siquiera yo puedo ayudarme. Tal vez quitándome la vida solucionaría el problema, pero soy tan cobarde que no podría hacerlo; además, no tiene caso, no soluciono nada. ¿Qué puedo hacer, entonces? Las costras emocionales soy muy difíciles de quitar, porque la llaga no sanaría nunca. Las heridas son profundas.

Siento un vacío extremo. Nada puede llegar a agradarme ni complacerme. Nada me produce satisfacción, ni el sexo ni el trabajo ni el dinero. Algo falta, y no sé qué es. ¿Dios? Una pérdida de tiempo, porque siempre queremos escudarnos detrás de un ser místico para desahogar nuestras falencias. No podría hacerlo. No me considero tan oportunista de querer buscar la "salvación" solo porque las normas así lo dictan. Ya estoy condenado, no hay vuelta que darle.

Cuando era niño, más o menos de seis años, mi madre me llevó por primera vez a la iglesia. Lo primero que vi fue la imagen de Cristo crucificado. La imagen era tan real que hasta miedo me dio y no pude dormir esa noche pensando en el sufrimiento que expresaba ese pobre hombre de madera colgado en una pared. Mis temores sobre la vida eterna se hicieron evidentes al sentir el rechazo de la gente y las constantes "mala suerte" que me cubría como una nube gris, siguiéndome a cada paso que daba. "Seré bueno", repetía. Fui un niño aplicado y muy devoto. Pero de qué me sirvió si cada vez que mi amor por Dios crecía, más golpes recibía. No podía ser feliz en ningún lado. No podía complacer a nadie si no fuera por la fe que me daba fuerzas para seguir en pie. Hasta que lo dejé. Me convertí en un ser oscuro, marginal, deseoso de experimentar lo sucio y banal de la vida. Conseguí un buen empleo y las comodidades que eso implicaba. Tuve una buena racha, no me quejo. Pero luego, después de gozar mi buena posición, desperté un día sin nada que me sostuviera. Mis amigos me abandonaron, las personas fueron desapareciendo de mi vida una tras otra, así como vinieron. Y me aislé más. Perdí contacto con mi familia y con personas allegadas, que alguna vez me ayudaron, pero que ahora se cansaron de apostar por mí.

Nada me queda. Solo el orgullo de comer en un comedor popular y ganarme la vida vendiendo lapiceros en los micros. A veces tengo que mentir para que me hagan caso. Pero es inútil. Ya nadie escucha. Ya nadie tiene tiempo para uno. Y a mí el tiempo se me acaba, doctor. Si tuviera que retroceder en el tiempo, volvería a mis años formativos y hacer lo políticamente correcto, hacerle caso a mi padre y estudiar una carrera que me diera futuro. Pero eso es imposible. Lo hecho, hecho está.

Para terminar, doctor, con la esperanza de no haberlo aburrido con estos lamentos, solo considero que más adelante pueda recibirme y tratar de ayudarme en mi causa. Si Dios no pudo hacerlo, quizá la ciencia tenga la respuesta. Ya ni siquiera puedo sentir tristeza ni amargura ni dolor. Estoy aquí, en medio de una habitación, como un maniquí esperando ser vestido nuevamente y comenzar el día frente a una multitud que solo le importa lo que llevo puesto y no el interior que quiero demostrar con mis proezas y capacidades innatas. Solo espero la noche para desaparecer y reflexionar qué será de mí dentro de diez años.

Sin otro inconveniente, me despido de usted.

No hay comentarios: