jueves, 6 de febrero de 2020

Desidia

Luego de cuatro polvos con mi amiga cariñosa no podía faltar una porción de helado en la cama, mientras recupero las energías para un quinto round. La semana pasada fueron ocho, y creo que ese récord no lo puedo superar; me hace pensar que estoy disminuyendo mi potencia a medida que la edad cumple su cometido en mi organismo. Aunque la lujuria me acompaña durante las veinticuatro horas del día, sé que mi amiga ya no es la misma desde que encontró pareja estable. No le provoca hacerlo conmigo sino cuando pelean; a mí no me preocupa mientras no tenga que pagarle a una puta. Mis finanzas están acercándose a números rojos y eso ya es grave cuando llega fin de mes. Mi amiga dice que el helado está bueno y quiere probar un poquito del mío, pero untado en mi cuerpo. Lo que hace la fresa con el chocolate.

Llegada la noche, mi amiga regresa con su pareja. A pesar de todo, se quieren y eso me hace sentir indiferente. No puedo tener celos por alguien a quien no quiero. Ella llora y se va, tal vez, para no regresar por un largo tiempo. Mejor. No me gusta cambiar de sábanas a cada rato. Enciendo la televisión y lamentablemente me cortaron el cable. Internet, ni hablar. Enciendo la radio y no dejo de pensar en Stevie Nicks. Duermo y en mis sueños veo a un gato negro saltar la piscina de mi condominio en busca de comida. Lame las parrillas recién usadas y pierde una uña. Despierto y ya son las tres de la mañana. La hora muerta, según dicen. No logro conciliar el sueño y empiezo a jugar monopolio conmigo mismo. Gano y pierdo al mismo tiempo. Una gran lección.

A la mañana siguiente bebo café cargado y pretendo ser el mismo de siempre, risueño, alegre, bromista y tolerante con mis superiores, que no pierden el tiempo en destilar todo su cinismo e ironía sobre mí. Las chicas solo hablan de hombres y de los últimos zapatos que llegaron al mercado. Solo me limito a cumplir con mi horario y salir rápidamente de ahí, sin intercambiar saludos ni besitos con ellas. La secretaria de la otra oficina me cierra el paso a unos metros de la salida y me pregunta si tengo algo que hacer más tarde. Le digo que tengo que regar las flores de mi maceta. Ríe, pero no provoco el efecto esperado; más bien, ofrece su ayuda, y como estaba para comerla con zapatos y todo, no dudé en aceptar su invitación y ya estábamos intercambiando saliva en el asiento posterior del taxi.

Ya en mi departamento, lo hicimos cinco veces y una más para confirmar si esto no era más que un sueño. Gracias a Dios que no lo fue, y no tuve la necesidad de regar mi maceta (era cierto lo de la maceta). Descansamos un rato, mientras comíamos helado. Agradeció mi buena disposición y quiso saber si podía mudarse conmigo. Le dije que no, que aún no estaba preparado para compartir mi vida con otra persona. Tal vez fue mi vehemencia o el olor de mis calcetines porque, como era de esperar, me dejó con las ganas de un séptimo round. Lo que me hubiera gustado por romper mi récord.

Esa misma noche, mientras cavilo sobre los momentos divertidos de mi vida, llaman a mi puerta y no puedo creer quien está al otro lado: mi vecina del 1109. Entró, se sentó en el sillón y cruzó las piernas a lo Sharon Stone sin darme tiempo de arrepentirme. Estaba a punto de separarse de su marido y quiso que le explique qué significaba desfeliz. Habrá querido decir “infeliz”. No, dijo, se separaba porque con ella era desfeliz. Lo único que pude decirle es que su marido era un completo imbécil. La mujer empezó a llorar, no sé si por el insulto o por el dolor que le ocasionaba la separación. La abracé, la consolé y terminamos en la cama porque era más cómodo que el sillón.

Sus repetitivos orgasmos no hicieron más que confirmar que el sexo es una buena terapia para casos de índole sentimental. Luego comimos helado y le conté un par de chistes que le devolvieron el color en sus mejillas; y se fue, agradecida por entender que la vida tiene sus cochinadas sin comprometer la dignidad de las personas. Me di una ducha fría y revisé si ya me habían repuesto el cable. Desgraciadamente, no. Leí a Vargas Llosa y me quedé dormido.

Una vez más me encuentro con la secretaria a escasos metros de la salida y no tuve oportunidad de negarme a su invitación de dar una vuelta por el malecón. Me cogió de un brazo y me llevó casi a rastras, sin siquiera preguntarle si no era mejor tomarnos un café en el Berisso. No, quería ver el mar, hacía mucho tiempo que no lo hacía y qué mejor oportunidad que hacerlo conmigo. Vimos a unos tipos volar ala delta y eso la excitó. No sé por qué. Me cogió la entrepierna y me susurró al oído que le gustaría hacerlo ahí, colgada en el aire. Hay cosas que me sorprenden del género femenino, pero esto ya escapaba de mi lógica. Alquilamos uno y se sentó sobre mí. Mientras sobrevolábamos el circuito de playas, ya llevaba como dos orgasmos seguidos. El tipo de abajo pensó que lo había cagado una paloma. De regreso a tierra, las cosas se pusieron más extrañas que estar en un concierto de Tony Rosado. Fuimos a mi departamento y no tuve más remedio que aceptarla como compañera de habitación.

Una semana después, le pedí que se marchara porque no soportaba sus ronquidos, me dejaba la ducha, la habitación y el jabón llenos de cabello. Ni qué decir de sus tampones y ropa usada, desperdigada hasta en la cocina. El orden y la limpieza era lo que más me caracterizaba, por eso decidí vivir solo.

Y como si fuera la cereza en el pastel, esa misma noche, mi vecina del 1109 pidió dormir conmigo porque se sentía sola. Su marido ya se había mudado y extrañaba su presencia. Cómprate una almohada en forma de brazo, pensé. Insistió, no tenía que hacerle nada, solo acompañarla y ayudarla a reconciliarse con Morfeo. Lo gracioso fue que, aunque estaba ya cantado, ninguno de los dos pudimos dormir y, afortunadamente, el helado se había terminado.

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