jueves, 6 de febrero de 2020

Valores inherentes

Recuerdo la primera vez que mi madre me dijo que el respeto era la esencia del entendimiento. Pocas son las veces que un enunciado de ese tipo tuviera un profundo efecto en mí durante mi formación como individuo, como ciudadano. No hay nada mejor que la reciprocidad hacia fines comunes, cuando nos unimos por una causa justa. Pero son muchas las veces que he tenido que anteponer mis principios contra aquellos que solo miran su propio interés, sacrificando oportunidades que me hacían ver como un imbécil al desaprovechar cuantiosos emolumentos sin importar a quien pisara. Tal vez, si esos ideales se cultivaran hoy nos acercarían más como país, como sociedad, y la historia sería diferente. Si los incas hubieran tenido más conocimiento de lo que había más allá de sus fronteras, no hubieran sido diezmados por un puñado de oportunistas, ayudados al mismo tiempo por otros que buscaban desligarse de ese totalitarismo que, valgan verdades, era la única manera de dirigir un país dividido. Si nuestras autoridades no hubieran pensado solo en la riqueza que generaba la mierda de un ave, ni centrado su poder en la capital, la guerra del pacífico como la conocemos sería distinta, otros hubieran sido los triunfadores. Si las reformas agraria y educativa que se vendieron como estandartes del desarrollo y la igualdad hubieran tenido sustento y organización, el país tendría el estatus que se merece internacionalmente. Pero eso, naturalmente, solo son meras utopías comparadas con los cuentos de H. C. Andersen.

Si aprendiéramos a respetar las ideas ajenas, si buscáramos la forma de llegar a un consenso de cómo revertir la podredumbre que azota a nuestro país, lejos de intereses particulares, no tendríamos que vivir bajo la sombra de la desigualdad, del caos y del clientelismo. No hay nada peor que convertir al Perú en un supermercado y coger sus riquezas como si estuvieran expuestas en un estante o surtidor. Si confiáramos en nosotros mismos, no venderíamos Wong ni Entel Perú a consorcios extranjeros que solo logran alejarnos de nuestra identidad. Los vende patrias están a la orden de las circunstancias, ese es el ejemplo que dejamos como legado a nuestras futuras generaciones, sin valores, sin dignidad, sin herramientas que solidifiquen el camino que necesitamos para prosperar como Nación. El comercio exterior está hecho para vender nuestros productos, no para bajar la cabeza y dejar que otro país los asuma como propios. Reaccionamos cuando ya es demasiado tarde.

Lejos están los días en que se hacían cumplir y respetar las leyes, cuando cedíamos el paso, cuando el bus esperaba a que tomaras asiento y recién iniciaba su recorrido; cuando la competencia era productiva para ambas partes sin convertirla en una guerra sucia; cuando los debates políticos se sustentaban con ideas y no con insultos; cuando la decencia y la honradez eran los pilares de las buenas prácticas; cuando se podía caminar de noche sin necesidad de convertir la ciudad en una jaula. Hoy solo son lecturas del pasado, de una época que tal vez existió en un colectivo que ya murió o sus sobrevivientes están a punto de morir. Ahora todo es fácil. Es fácil robar, es fácil engañar, es fácil que otros trabajen por ti sin recibir el reconocimiento que se merecen y luego expectorarlos sin ninguna justificación solo porque ya no son “útiles ni rentables para la empresa”. Es fácil ser político, alcalde, congresista, presidente; solo es cuestión de manipular y ofrecer el oro y el moro a los más ignorantes que creen en ellos.

Mi madre tal vez se equivocó. El entendimiento es difícil de alcanzar si no hay respeto por uno mismo y por los demás. Quizá mi padre era más realista al decir que a la vida hay que verla como un saco de boxeo: si sabes golpear, no te “romperá la mano”.

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