martes, 11 de febrero de 2020

El inesperado almuerzo de la Sra. B.

La Sra. B. era una dama de sociedad vinculada al mundo de la moda y de las artes. No escatimaba gastos a la hora de organizar eventos. Solo la cena benéfica a favor de la túnica del arzobispo de Commodo costó 170 mil dólares, sin contar el pago al personal de servicio, que sumaron alrededor de los 320 mil. El precio por cubierto oscilaba entre 300 a 400 dólares, si se incluía en el menú una ensalada o una copa de vino. ¡Y todo por una túnica! O cuando organizó la recepción de la boda de la hija del duque De Vásquez-Flamenco. Esta vez el precio era mucho menor, unos irrisorios 120 mil dólares. ¡Tan ahorrativa la vieja! Ni qué decir de la inauguración de la muestra pictórica del afamado artista plástico Leonardo Gonzalez Graña de la Vendimia. Una cifra similar que hablaba por sí sola de las bondades artificiosas que manejaba tan distinguida dama.

Sus almuerzos y recepciones eran legendarios y muy concurridos. Nadie podía negarse si estaba dispuesto a desembolsar la suma que fuera por pertenecer a uno de sus cócteles, pues, valgan verdades, era la plataforma ideal para salir en las páginas de sociedad de alguna revista de moda, aunque algunos se conformaban con aparecer en la sección de espectáculos del más popular de los diarios de "a china". A la Sra. B. nada la hacía más feliz que ver la sala abarrotada de angurrientos comensales prestos a degustar sus más variados potajes, sus extenuantes vinos de cosecha francesa de dos siglos de antigüedad, sus canapés con frutilla importada o sus postres traídos exclusivamente desde el otro lado del Atlántico. Para ella era el triunfo de la supremacía adinerada que aún se mantenía erguida frente a una sociedad chusca y cumbiambilizada -si vale el término- sin el menor sentido de la estética y de la moda.

La Sra. B. vomitaba bilis cada vez que una provinciana pedía trabajar para ella, ya que jamás permitiría que una cobriza desfilara frente a personas acostumbradas a los ojos claros y cabellos dorados. Imposible, mamita. Era claro que su exigencia en la imagen que debían llevar sus empleados matizaba con su propia manera de ver al mundo: sobre sus hombros y con la nariz fruncida. Si bien es cierto que había excepciones a la regla, no era frecuente encontrar a simpáticas jovencitas de cabello y piel oscuros, siempre y cuando supieran hablar inglés y francés; y si a esto le sumamos una buena disposición de atributos físicos, era un plus que beneficiaba a ambas partes. A nadie parecía molestarle tal discriminación. ¡No, qué va, si era la Sra. B.! Estaba en todo su derecho.

Una noche, inesperadamente, recibió la llamada del edecán del casi nada carismático presidente de la República. ¡Oh, là là, mon chéri! Brincó la Sra. B. desde su cama. Estaba esperando esa llamada desde hacía muchísimo tiempo, antes de que disolviera el congreso, antes de que le voltearan la torta al anterior mandatario, antes de que se supiera que Joaquín Phoenix se llevaría el Oscar y así sucesivamente hasta llegar al Big Bang. La voz adusta pero oscilante al otro lado del hilo telefónico, le pedía por intermedio del excelentísimo primer empleado del Estado su magnánima presencia para organizar un evento que solo ella era capaz de hacer. La mujer aceptó de inmediato sin darle tiempo a su interlocutor explicar en qué consistía y en dónde se haría lugar.

Fue a primera hora a Palacio. El presidente ni siquiera se había quitado las pantuflas, pero la recibió con una taza de café.

─¿Tiene kopi luwak? ─preguntó la dama.

El presidente, con inquietud disimulada, la miró con los ojos entrecerrados y luego a su edecán. 

─No, pero puedo decirle a Milco que se trague unos cuantos granos ─respondió.

─Aceptaré un té, si fuera tan amable.

─Solo tengo Sabú. ¿Está bien? ─demandó el presidente.

─Con eso me basta.

Pasaron a la sala de conferencias y ahí el presidente le pidió aplicar toda su sabiduría en el megaproyecto que estaba destinado a levantar su popularidad tras los últimos acontecimientos vividos con aquel nefasto camión cisterna. “No se preocupe, estoy aquí para servirle”, dijo la Sra. B. Gustoso, el mandatario le estrechó la mano no sin antes entregarle un cheque en blanco por los servicios prestados. Sin escatimar costos, estaba convencido que haría un buen papel por el futuro del país.

─¿Y qué ambiente de Palacio voy a utilizar? preguntó la invitada.

─¿Palacio? ─dijo con tono jocoso el presidente─. No, no, señora mía. Vamos a ir a Villa El Salvador.

A la mujer casi le da diarrea por tamaña noticia, que esta vez sí quiso probar el café digerido ya no solo por Milco, sino por todos sus empleados.

La Sra. B. estaba en una disyuntiva. Había mucho dinero en juego, pero no quería ensuciar su reputación de dama distinguida solo por dar de comer a gente que no estaba a su nivel. Negocios son negocios, reflexionó. Y puso en marcha la misión por la que fue convocada.

Dos días después, en medio de un caluroso fin de semana, el presidente y su comitiva hacían acto de presencia frente a lo que antes fuera una humilde casa, hoy convertida en un calcinado monumento a la irresponsabilidad y la torpeza. El atrio estaba majestuosamente decorado con telas de seda multicolor, flores y otros accesorios dignos de lucirse ante un público entusiasta, que recibió al ilustre invitado con vivas y aplausos en agradecimiento por acordarse de ellos después de un mes. Lo que llamó más la atención fue la presencia de cuatro camiones sin distintivos visibles que ayudasen a adivinar su contenido. Uno de ellos se mofó en voz alta para que fuera escuchado por las autoridades, aduciendo que se trataba de camiones con gas. Nadie se rio, obviamente, y fue “disuelto” por el propio mandatario. Esta vez sí concitó la carcajada de la mayoría. “Bien, señor presidente, ya se los metió al bolsillo”, le susurró el edecán.

Quien sí estaba desubicada y ajena al jolgorio de las masas, era la Sra. B. Ella, quien se rodeaba de la crema y nata de la sociedad limeña, que era solicitada en cuanto salón oval requería de sus servicios, estaba ahora en medio de la zona cero, que ni siquiera la presencia del presidente la animaba a seguir observando aquellas caras desencajadas y ansiosas por descubrir qué había en esos camiones. A la señal del mandatario, estos fueron abiertos y de su interior iban apareciendo bandeja tras bandeja de deliciosos y sofisticados manjares, que fueron distribuidos de inmediato. No había más expresión de júbilo y ansiedad en esos rostros que llevaban a sus bocas comida jamás degustada, que las mejillas pálidas de la mujer recobraron color. El presidente estaba satisfecho y agradeció a la Sra. B. por sus servicios a nombre de la Nación.

La Sra. B. no podía soporta dicha humillación. No por ella. En ese momento consideró su trabajo una herramienta nada altruista a expensas de la fe de estas personas. Algo movió sus entrañas. Aún no lo sabía. Y, repentinamente, lo supo. Una niña de aspecto humilde se acercó a ella y le sacudió los pliegues de la falda. La dama de sociedad bajó la vista e intercambió miradas con su visitante. La niña le sonrió. Era lo único que necesitaba para entender. Una lágrima recorrió su mejilla y vio las cosas de otra manera. Como debía ser. De improviso, del interior de su bolso, sacó el cheque entregado por el presidente, y lo rompió.

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