martes, 6 de marzo de 2012

Fue un error haberte conocido

Siempre he sido una persona que no le asaltaban los remordimientos. No he tenido necesidad de experimentar emociones ni sentimientos que pudieran ensombrecer mi camino. Las leyes de la naturaleza eran ajenas a lo que pudiera sentir. Mi madre siempre decía que para caerle bien a alguien, debía sonreír. Nunca lo hacía. Y no tenía porqué. La vida me ha enseñado a mantenerme ecuánime y presto a lo que se presentara. ¿Alguna vez tuve sentimientos? Cuando nací -sigo recordando las palabras de mi madre-, dijo que no lloré ni expresé dolor al salir de su vientre. Era un niño silencioso, hasta el extremo que mis hermanas debían pellizcarme para saber si aún vivía. Una de ellas me cubría la cara con una almohada, para ahogarme y ver mi reacción frente a la muerte. Sin embargo, no reaccionaba. Ni siquiera pestañeaba, solo miraba al techo como si me hubieran hechizado o convertido en un zombie. En esa época provoqué diversas reacciones, más de rechazo que de otra cosa. No tenía amigos. En el colegio me marginaban. Pero era buen estudiante. Mis calificaciones así lo demostraba; pero mi conducta daba mucho de qué hablar. Una vez me eligieron como el "mejor alumno" por mi destacada participación académica; claro, sin mucho bombo porque mis demás compañeros me tenían en una suerte de tiro al blanco para mofarse de mi extraño comportamiento. Era como aquella escena en La profecía II, cuando el profesor de historia pregunta a Damien sobre hechos y fechas significativas. Así era yo, rápido en respuestas y elucubraciones filosóficas a tan corta edad. Sin embargo, durante el recreo me convertía en un saco de arena, que recibía  todo tipo de golpes e insultos. Pero nunca denuncié a nadie. Mi silencio era estremecedor. Cambié de colegio tantas veces que no me preocupaba el mañana. Para mí todo seguía siendo igual. El ambiente, a pesar de encontrar gente decente y amigable, no me permitía conferir respuestas a tan dichosas interrogantes sobre mi origen y divertimentos fuera de clase.

Los años me sirvieron para enterrar mis emociones. Esta vez, pude hablar frente a un público diverso y ávido por incluirme en su menú social; quizá, por cuestiones de trabajo y otras responsabilidades que me llevaron a formar parte de su universo, pese a mis desacuerdos iniciales. Gané aliados, gente incondicional. Aprendí a sonreír y divertirme con lo banal de este mundo. Hasta puedo decir que por primera vez sentí la necesidad de encontrar pareja. Aunque no soy nada agraciado físicamente, algunas mujeres me encontraban interesante. Tal vez mi intelecto, tal vez mi ortodoxa conducta frente a ellas, sin malicia, con mucho respeto. A comparación de mis compinches, todos ellos más zalameros que cualquier otro que haya conocido.

Fue en aquella época en que la conocí. Su sonrisa me cautivó, pese a que usaba brackets. Eso despertaba en mí una curiosidad demasiado excesiva, casi adictiva. Mis primeros coqueteos no eran dignos de mención. Pero a medida que fui ganando confianza, ella estuvo dispuesta a entregarme su cariño, más que en otras oportunidades y aceptar mis primeros besos, cálidos y tiernos, sobrecogedores y complacientes. Mi lengua acariciaba esos postizos de alambre y reprimía mi lujuria de tanto en tanto para que no se sintiera indispuesta. El día que se los quitó, porque su odontólogo le dijo que ya no era necesario tenerlos más, mis ansias desaparecieron. Ya no deseaba verla ni tratar con ella en lo más mínimo. Desaparecí y lejos quedaron esos momentos fértiles hacia un mundo distinto al que conocía.

Poco tiempo después me deslumbró una jovencita con quien me di una segunda oportunidad. Tenía unos pies hermosos, como de muñeca. Su simetría me enturbiaba y acomplejaba. Estaban tan bien cuidados, que hasta le pregunté si se hacía pedicure; sin embargo, era categórica en decir que no, que ella misma hacía todo ese delicado trabajo de tenerlos bellos y relucientes. No podía dejar de contemplarlos y le exigía que se pusiera zapatos abiertos o sandalias para que sus deditos asumieran un rol protagónico en esta aventura. Mi fijación fue más allá de todo pronóstico y cada vez que teníamos relaciones le lamía los dedos. Mientras la penetraba, ponía sus tobillos sobre mis hombros y mi lengua se convertía en un apéndice de caricias frente a sus falanges. Al principio, a ella le excitaba, era un juego del que nunca nadie le había hecho partícipe; pero luego comprendió que mis manías eran de cuidado. Fue entonces que ya no quería quitarse las medias mientras lo hacíamos. Y cuando intentaba sacárselas, se negaba. Por un instante creí que era porque tenía frío, pero cuando ya era reiterativo, entendí que las cosas estaban cambiando y volví a ser el mismo de siempre, aislando y conteniendo emociones. La dejé porque mi infelicidad era contagiosa.

Varios meses después, un compañero de trabajo me invitó a un spá para hombres. Obviamente, aquel lugar era una tapadera para el oficio más viejo del mundo. Ahí conocería mujeres voluptuosas que complacerían mis más bajos instintos. Y fuimos. El ambiente era acogedor. Las muchachas, ni qué decir. Una en particular me llamó la atención. Era menuda, cuerpo bien formado y unos pechos endemoniadamente perfectos. Cuando se desnudó pude comprobar lo firmes, redondos y suaves que eran. Sus pezones rosados eran una delicia. La muchacha sabía bien su trabajo. Sus manos podían remover toda esa tensión contenida en mi espalda y articulaciones. Cuando empezó a acariciar mis genitales, supe entonces que la hora de la verdad había llegado. Mi erección la sorprendió como a mí me sorprendió que no quitara sus manos de ahí. Empezó a manipularme de tal modo que no pude contener las ganas de tocar su culo, pero me advirtió que estaba prohibido meter los dedos a sus orificios. Ya desnuda, dejaba que mi lengua jugara con sus pezones erectos. El aroma a jabón Johnson´s era la locura. Me puso el preservativo y acto seguido me regaló un felatio irrepetible. El sexo con ella fue estimulante. Desde aquella vez fui su asiduo cliente que mi familiaridad la sorprendió gratamente.

Cierta noche, le dije que quería invitarla a salir. Al principio se negó, porque estaba prohibido que las chicas intimaran con los clientes. Pero por tratarse de mí, haría una excepción. Naturalmente, le dije, que pagaría por sus servicios. Aunque no lo vio con agradado, aceptó mi dinero. Nos citamos en un hotel cercano y pasamos la noche juntos. Aunque debo reconocer que el sexo con ella fue muy mecánico y predecible, para mí fue estimular aún más mi morbo hacia sus senos. No dejaba de chupárselos y acariciárselos, mientras me montaba. Pero cuando me pidió cambiar de pose -siempre lo habíamos hecho de esa manera-, las cosas cambiaron. Se lo hice de perrito. Y le encantó. Al principio quise ser delicado, que sintiera el vaivén de mi pene dentro de su vagina, pero cuando cogió mis manos y las puso en sus pechos, comprendí que algo estaba funcionando bien. Con voz excitada, me pidió que la penetrara con fuerza, hasta el fondo. Sin dudarlo, lo hice. Fue uno de esos momentos que quisieras nunca terminen. El sonido que provocaba chocar nuestras carnes, nos excitaba cada vez más. "¡Me voy a correr!", gritaba. Le dije que lo hiciera, que podía correrse las veces que quisiera, porque no iba a parar. Sus gritos de dolor se mezclaban con el placer que le provocaba mis atracos compulsivos y hasta sádicos. No sé cuántas veces se habrá corrido. Lo que sí sé es que yo me hice tres al hilo. Fue extenuante, revelador, sacrílego. Desde esa noche, fuimos inseparables.

Pero todo tenía su fin. La última vez que la llamé a su celular, su número ya no existía. Fui a verla al spá, pero dijeron que ya no trabajaba desde hacía una semana. Fue extraño sentir nuevamente aquel vacío emocional de mi infancia. Me sentía perdido. Quise volver a experimentar esa sensación con otra de las muchachas que atendían ahí. Pero no fue igual. Ninguna se le compararía. Dejé de ir y dejé de sentir. En casa me preguntaban qué me estaba pasando. Naturalmente, no había respuesta. Me encerraba en mi habitación y no salía de ahí hasta la hora en que tenía que ir al trabajo. Y cosa curiosa, una de mis compañeras se atrevió a invitarme a almorzar. Al principio lo tomé con indiferencia y solo lo hice por cumplir. Apenas intercambiábamos unas cuantas palabras para no hacer la cosa tan monótona y austera. Desde entonces, íbamos juntos a la cafetería.

Fue entonces que la empresa donde trabajaba obligó al 30% de los empleados recoger sus cachivaches y renunciar voluntariamente frente a la situación económica que atravesaba el mundo corporativo. La reducción de personal era una de las trampas más significativas que dicha compañía tenía como peculiaridad, que ni siquiera tenías derecho a una indemnización ni podías ponerle un pleito ante el Ministerio de Trabajo, porque eras un empleado fantasma. Será por eso que nos pagaban al contado cada quincena y no eran nada generosos reconocer tu contribución para con la empresa. Ni siquiera te expedían una constancia por los servicios prestados. Buena táctica. Buena maniobra para evadir responsabilidades laborales.

Sin trabajo, lo único que podía hacer era contemplar la vida desde mi dormitorio. Dejé que mi familia se preocupara por el dinero y yo me dediqué a garabatear papeles con el fin de poner en orden mi mente sin volverme loco ni pesimista ante el infortunio. Pero mi compañera no pensaba igual. Me siguió contactando y seguimos frecuentándonos hasta terminar en la cama de un hotel. Tenía las caderas anchas, buenas piernas y un culo perfecto, cosa que le fastidiaba y avergonzaba. Por qué, le preguntaba, deberías exhibir lo que tienes. Será por eso que no quería usar falda ni jeans apretados. Llevaba una talla más de lo usual, que la hacían ver desgarbada. Como era de esperarse, su culo me obsesionó y eran repetidas las veces que nos sumergíamos en el sexo para contentar nuestra pesadumbre laboral. A ella le gustaba lo que le hacía, pero llegó un momento en que quería más y no había forma de detenerla. Las sesiones sexuales se salían de control y hasta faltó armarnos de artilugios sadomasoquistas para sentir intensamente este deseo que nos carcomía las entrañas.

Experimentamos con dolor corporal. Ella quería que se lo haga de perrito mientras le echaba por la espalda cera de vela derretida. A mí me apretaba los huevos con tal aplomo que me excitaba en demasía. Con el vibrador que compramos, se lo metía por el culo y a la vez introducía una mano por la boca hasta provocarle arcadas; cuando me montaba, me mordía los pezones o pedía que yo se los mordiera. Era una lujuria extrema. No podíamos parar. Lo hacíamos en la ducha, sobre la mesa, en el piso, en el ropero, colgados de la percha o contra la pared, hasta terminar sudorosos y extenuados. Debía tomar viagra para mantener la erección por horas, de lo contrario, ella hacía todo un escándalo porque quería ser complacida en sus requerimientos erógenos. Hasta que me cansé y la dejé. Aunque ella seguía buscándome, traté de mantenerme al margen y deseé cortar por lo sano todo ese tropel de ansiedades ilimitadas. Pero era imposible. Para que se desencantara aún más, le propuse participar de una orgía para ver si eso la frenaba. Todo lo contrario. No sé qué pasó en mi mente. Había contratado a cuatro prostitutos para que la ultrajaran sin misericordia. Todos a la vez, la sometieron a las prácticas más inimaginables que haya soportado cualquier mujer. Pero ella, dedicada a lo suyo, aceptó con beneplácito todos esos penes que entraban y salían de sus cavidades como quien estuviera acostumbrado hacerlo todos los días. Me perturbó verla de esa manera, desfallecer de placer, gimotear con desesperación cada orgasmo que sus poros exudaban sin control. Para algunos podría excitarle aquel cuadro; a mí me asqueaba. Gasté una fortuna, pero valió la pena. Mi amiga cambió de rutina y cada vez que puede, es ella quien contrata a esos chicos y alivia su ninfomanía como si tomara aspirina para el dolor de cabeza.

Necesitaba ayuda inmediatamente. Mi compulsivo deseo sexual se agrandó cuando frecuentemente contrataba los servicios de una prostituta. Y no era una sola, eran varias con las que me veía y trataba de apaciguar mi falta de sentimientos por una mujer. Y no es que las tratara como un mero objeto. No. Era simplemente sexo, sin responsabilidades, sin compromisos, sin pensar en el mañana te llamo o el te veo luego. Pisé fondo y busqué a un terapeuta que me diera lo necesario para huir de aquella maldición en que me había convertido. Y casi lo logro. Me recetó Prozac para mantenerme dopado y alejado de las tentaciones. Tampoco era necesario meterme a un tratamiento sobre adicciones porque era un sistema que muchas veces no lograba buenos resultados. Viví casi dos años sumergido en drogas prescritas y mi dependencia a los inhibidores se hizo más evidente cuando consumía el doble de la dosis recomendada. Una cura de sueño autoinfligida que casi me cuesta la vida, me ayudó a recapacitar sobre la demencia que me estaba arrastrando sin querer. Al menos, pensé, me ayudó a reconsiderar mi desorden emocional.

Creo que estoy viendo las cosas desde otra óptica. He vuelto a trabajar y me va bien. Simplemente, soy quien soy, ajeno a las vicisitudes ordinarias que me convirtieron en aquella masa inerme que causó daño y repulsión a mi alrededor. Afortunadamente, no tengo compañeros y el sótano es un buen lugar para enmendar mi vida sin tener la sensación de que me vigilan o tratan de imponerme una forma de vida de la que no tengo la menor intención de inmiscuirme.

No hay comentarios: