¿Y qué te parece lo de Benedicto XVI?, dijo sonriente mi amigo, entre copas y bocanadas de cigarrillo. La expectativa por conocer a su reemplazo, no le inquietaba en lo absoluto, ya que se consideraba un teólogo agnóstico existencial. Juzgar al hombre de Dios estaba tan manoseado, que le parecía hilarante ver por televisión al más recalcitrante y fundamentalista católico rasgarse las vestiduras por tan absurda dimisión. ¡Ni qué decir del rayo que golpeó la Basílica de San Pedro! Mi amigo pensaba que la Iglesia ya estaba pagando factura por todas las burradas cometidas desde su fundación, que le parecería más aconsejable apagar las luces y cerrar el quiosco. Sin autoridad moral, no debía juzgar a los pecadores ni alzar la bandera del decoro. ¡Tantos crímenes, tantas vejaciones, tanta hipocresía... lastima mis oídos, familia! Era mejor dar un paso al costado y volvernos todos libres de la institucionalidad que representa el Vaticano. No quiere decir que neguemos nuestra fe, una cosa muy distinta. Uno podría seguir creyendo en Jesús sin asistir a una liturgia, cosa contraproducente cuando en su momento se dijo que no debería adoptarse un sistema al que se reverencia a una figura de madera ni confesar nuestro pecados a un sátiro que han hecho de la iglesia un negocio redondo.
Mientras Jesucristo vivió usando las mismas ropas antes de la crucifixión, la Iglesia exhibía un estatus impensado para aquel que nos libró del pecado original. Como en la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, los franciscanos defendían la pobreza y la devoción absolutas, mientras que el clero apoyaba la idea de que la riqueza no debería estar en tela de juicio, porque tenía tanto valor como la espiritual, mientras se buscaba el bienestar de los acólitos. Mi amigo creía firmemente que el catolicismo era una mafia peor que las de Chicago o Nueva York, con sus caporegimes del Opus Dei. Recordó haber tenido un romance con una devota de dicho clan. Creyó que podría guiarlo a la salvación, alejarlo de sus excesos; pero fue ella quien cayó en sus garras y dejó que se apoderara de su ecléctico cuerpo, necesitado de afecto lascivo. En su cumpleaños, sin embargo, recibió como regalo un cilicio de acero inoxidable.
El amor, para él, era un artículo demasiado caro de conseguir. Nunca se había enamorado realmente. Habrá tenido un par de romances de difícil recordación, que lo mantuvieron ocupado durante mucho tiempo. Prefería las aventuras espontáneas y de corto plazo. Se aburría demasiado rápido de una sola vagina. Sin considerarse un lujurioso de extremas preferencias copulativas, le gustaba tener amigas sinceras. Casi la mayoría pierde interés y vaga por el mundo con su mochila sobre el hombro. Él no, le gustaba coleccionar amigas. Era el non plus ultra de las relaciones interpersonales. Las quería y las respetaba demasiado, que muchos no comprendían cómo podía lograrlo. Mientras la mayoría de sus coetáneos las trataban como simples divertimentos, él era todo un caballero, atento, preocupado, desinteresado en su propio placer, gustoso de que la dama de turno pudiera terminar la jornada con una sonrisa en los labios.
Entendí que se trataba de un romántico solapado. A pesar de su fama de bochinchero y borrachín sediento de las más bizarras manifestaciones contraculturales, sus momentos de catarsis los experimentaba al amanecer, con el desayuno sobre la cama y un beso en el hombro desnudo de la fémina. Las sorprendía con algo diferente, nunca realizaba la misma faena. Eso lo mantenía ecuánime, disperso, original. La monotonía le incomodaba y lo convertía en un ser sin sentimientos. Podría parecer contradictorio viniendo de él, pero había mucho sentimiento en sus acciones cuando las puertas se cerraban al otro lado de su dormitorio. Al día siguiente, era otra persona, con más energía, con más predisposición social.
Sus conversaciones eran amenas. Tenía tantos temas que no aburría al que lo estuviera escuchando. Su lema era producto de sus vicisitudes aprendidas a lo largo de la vida, recorriendo bares, hoteles, ciudades y países. En Rusia, por ejemplo, tuvo que defender el honor de una mujer que fue prostituida a la fuerza por un disidente de la KGB, convertido en animador de night club. De no haber sido por unos conocidos de la mafia moscovita, hubiéramos prescindido de su compañía.
Así era mi amigo, mi mentor, mi gurú. Un hombre que no escatimaba tiempo ni dinero, ganado con su talento y su afilado sentido del deber. Sus crónicas reflejaban ese sentir por lo absurdo que se había convertido este mundo, que su locura contagiaba y lo hacía ver como uno de los pocos retratistas del paisaje urbano existencial, del que todos quisiéramos evadir por obvias razones. Él nos devolvía a esa realidad, a su fuerte defensa por el NO y a la inquebrantable lucha por nuestros ideales.
Cuando dejamos el local, con más licor de lo esperado, lo llevé a su hotel. Ahí lo acosté sobre la cama, mientras balbuceaba sobre su viaje a Marruecos. ¿Qué harás allá?, pregunté. "Es uno de mis lugares favoritos", contestó, "no sólo por su paisaje y tradición exótica por Casablanca y todo eso, sino por su gente, que lo hace especial". Se proyectaba viviendo en una riad a orillas del Tánger, donde podría alojar a todos los que deseaban huir de la misma mierda que encontraba en Lima, no la ciudad en sí, sino sus habitantes. Como siempre decía: "No tengo nada en contra de Lima, son los limeños a quienes no soporto". Le provocaba sacar su revólver y disparar contra todo aquel que no tuviera una pizca de inteligencia. Se lamentaba de haber nacido en una ciudad donde tuviera como vecino a una sanguijuela llamada Marco Tulio Gutiérrez y que la palabra democracia fuera sinónimo de corrupción.
El sueño le venció y se quedó dormido. Sería la última vez que vería a mi amigo; al menos, en mucho tiempo. Tomaría ese avión a la mañana siguiente y volaría al otro extremo del Atlántico; se nutriría de muchas más experiencias que tendré el honor de describir en un próximo número, si es que me lo permite. Suerte que lo conocí. Suerte por todos esos consejos y mareos y desvelos que conseguí durante varias noches, las mejores que haya podido tener.
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