sábado, 9 de febrero de 2013

El camaleón en su laberinto

Le gustaba la buena vida. No era necesario meditar sobre dicha información. El tipo tenía lo suyo e íbamos de un lado a otro, queriendo surtir de todos esos deseos oscuros nuestras almas solitarias. Lo primero que le gustaba hacer, apenas daban las 7 de la noche, era nutrirse de un buen stock de tragos espirituosos que le sacudieran el ánimo. Hablaba demasiado, creo que se sentía a gusto conmigo desde el principio, y soltaba toda esa reprimida saciedad de palabras que golpeaba una tras otra sin parar. A lo mucho, se detenía sólo para beber un sorbo de lo que tenía a la mano. Muy extrovertido para mi gusto, se ufanaba de haberse acostado con 300 mujeres alrededor de dos años; sin contar a su ex mujer y la prostituta de la calle Oviedo, en Madrid. Sin contar tampoco de las otras mujeres que conoció desde temprana edad. Pero para él, esas no contaban. Siempre expresaba sus molestias o alegrías con la misma actitud, neurótica, divertida, exageradamente fotográfica. No se le escapaba los detalles más primigenios de tal o cual acontecimiento del que fue testigo. Y los olores. Vaya, pensé, recordar cada fragancia, cada olor corporal, me provocaba vértigo de tan sólo escucharlo.

Nos echábamos unas copas cuando abordó a un par de señoritas de generosa voluptuosidad. No me importó si en ese momento me dejaba por ellas, ya había visto mucho esa noche y deseaba volver a la cama lo más pronto posible. Pero el hombre no escatimaba posibilidades. Compartió la mesa conmigo y con las chicas, que se deleitaban de tan dichoso personaje que hacía de las suyas. Hay que admitirlo, era el rey. Verlo desenfundar el revólver que llevaba en la boca, encandilaba e hipnotizaba a quien lo escuchaba. Sin lugar a dudas, era un prodigio difícil de igualar.

Más tarde, los cuatro fuimos de bar en bar, antes de llenar el estómago con alguna comida que contrarreste el exceso de alcohol en el organismo. Las puertas se abrían automáticamente, sin necesidad de pagarle al que cuidaba la entrada. Ocupábamos una mesa y nos atendían como si fuéramos los dueños. El tipo sí que se las sabía todas. Por eso lo admiraba y le temía al mismo tiempo. Y gastaba a manos llenas. Los billetes salían de sus bolsillos como cajero automático. Odiaba las tarjetas de crédito. No había mejor forma de ganarse la confianza de los demás que con dinero en efectivo. Y vaya que daba resultado. Hacía lo que le daba la gana, fumaba cuando estaba prohibido hacerlo en lugares públicos y cerrados, sin que a nadie le importara. Y cuando abría la boca, los de las otras mesas dejaban de hacer lo suyo para escuchar las aventuras surrealistas del "invitado de honor". Hasta las meseras y el bartender dejaban sus obligaciones a un lado para seguir al detalle de sus andanzas por la India.

Automáticamente, las mesas se colocaban una junto a la otra y el salón podía ahora verse como una fiesta privada. Quienes no se conocían en ese momento, estaban interactuando de lo lindo, con un campechano líder borrachín, parado sobre una silla y haciendo vibrar a la platea con una historia ocurrida en Iraq, durante las operaciones militares en el Golfo. Hasta dijo que había conocido en persona al mismísimo Saddam Hussein, en una entrevista privada que nunca se animó a publicar. Puedo constatar su veracidad porque me enseñó la grabación y un par de fotos que tomó clandestinamente, porque no estaba permitido fotografiar a nadie del entorno presidencial, mucho menos a su cabecilla. Luego, como era una costumbre innata, abordó a la mujer de unos de los secretarios de Estado y se armó la loca cuando abandonó el Palacio vestido sólo con un bóxer. Juró jamás volver a tierras de Oriente, a no ser que lo haga con una alfombra voladora. Y las risas inundaron el bar.

Al terminar la noche y dar comienzo a un nuevo día, fuimos a un cafetín por un poco de café y sanguchitos. Le gustaba preparar el mismo lo que comía, porque no confiaba en los cocineros. Pedía una docena de panes recién salidos del horno, 200 gramos de jamón del país y mostaza, y creaba unas butifarras que, a simple vista, no eran nada del otro mundo; pero era el estilo de decoración que dejaba perplejos a cualesquiera. Las chicas se desvivían por el hombre, que no lo pensaron dos veces al proponerle un fin de fiesta en su habitación de hotel. "¿Y qué hacemos con mi amigo?", preguntó. "Ya se nos ocurrirá algo", dijo una de ellas. No quise involucrarme demasiado, así que les dije que no se preocuparan por mí; pero mi amigo soltó la granada: "¡¿Y quién va a escribir sobre esto?!"

Fue un día productivo. Tenía varias páginas escritas y un héroe dormido patas arriba, con dos bellezas diseminadas en el suelo alfombrado del Sheraton. Era su hotel favorito, a decir verdad, que no le importaba gastar su fortuna en hospedajes cuando podía comprarse o alquilar un departamento. Pero se trataba de él, un nómada compulsivo que despreciaba la vida tranquila de un hogar constituido, cuyos hábitos podrían estar considerados dentro del universo escatológico de la sociedad subterránea. Sin ser mal visto por el común denominador, su inquietud le hacía movilizarse de un lugar a otro, sin necesidad de involucrarse emocionalmente con aquellos que le admiraban. Vivía el momento, vivía para sí. No buscaba la aventura; la aventura lo buscaba a él. Y como dije anteriormente, era el momento de recopilar sus actividades en un discurso coherente que revitalizara su leyenda. No fue fácil, lo admito. Lidiar con este hombre, era como enfrentarse a una disyuntiva sobre qué camino tomar. Preferí seguir mis instintos. Estaba aprendiendo. Estaba madurando.

Continuará...

No hay comentarios: