miércoles, 27 de febrero de 2013

"Amiga, ¡qué buena que está tu papa!"

Suele ocurrir cada veinticinco semanas. Mis amigos deciden armarse de valor e invitarme a pasar con ellos una ronda de tragos y entretenimiento garantizado. La mayoría de veces soy un recluso de mis propios demonios, pero también es cierto que ando metido en difíciles tareas que me mantienen fuera de circulación. Esta vez, quise darme un respiro y verles nuevamente las caras. Mis amigos son algo especiales y se toman muy en serio los desaires, que hasta ahora no entiendo la insistencia con que me buscan. ¿Será que sienten mucho cariño hacia mi persona, o soy la opción menos mala de la noche? Esta vez, las cosas parecían menos contradictorias y llenas de sabor fraternal. El beneficio de la duda fue cortada de raíz y aparecí bajo el umbral de la puerta de aquel bar, el mismo que sirvió de muchas escenas imperdibles de nuestro acontecer juvenil.

Las cosas habían cambiado en tan poco tiempo. Las caras eran más estables, los sentimientos se apegaban a las normas de un empleo seguro y rentable, de una familia recién constituida, de una militancia política menos estridente y más reflexiva. Todo lo contrario a mí, que mantenía el mismo carácter y la misma disposición de hacer mofa de la idiosincracia limeña. Tal fue la impresión, que uno de ellos agradeció que siguiera siendo el Carlos M. Alarcón de los viejos tiempos, antes de Tarata y la corrupción fujimontesinista. Esos años habían dejado un sabor amargo en sus vidas, que les sorprendía que tomara las cosas con calma y buenaventura. Quizá, la única razón de mi presencia era esa: tomarnos unos minutos y alejarnos de las consabidas preocupaciones personales y estilo de vida vacíos y rutinarios.

Salazar estaba más gordo. Se le veía bien, con la incipiente barba entrecana y los gruesos anteojos de carey. Llevaba casi doce años dirigiendo una empresa de electrodomésticos y resultó todo un hallazgo verlo sentar cabeza. Nunca le vimos interés en los negocios ni sentido de liderazgo, que sorprendía verlo exudar ese entusiasmo por la carrera que había escogido. Lo mismo pensaba de González. La fotografía era su pasión, y lo hacía con bastante esmero. Ser reportero gráfico le valió una beca a Londres y estudiar en un prestigioso instituto. Dentro de poco inauguraba una exposición con sus más logradas fotografías en blanco y negro, porque era un forofo del arte expresionista. Cayetano, por su parte, había viajado mucho dentro y fuera del país como consultor de la Unesco, y era el único que había alcanzado cierta proyección en la sociedad. No le iba mal, estaba casado e iba por el segundo retoño. Creo que con él compartí más cosas que con el resto, a quienes apreciaba por su sentido del recato y la distinción. Fue una sorpresa saber que su carácter había mejorado, para bien o para mal. Como que se le había subido los humos y no fui el único que lo notó.

Más tarde, con treinta litros de licor encima, salimos tambaleantes en busca de otro escenario. Las calles estaban vacías y los locales a punto de cerrar. Viendo la poca disponibilidad que les esperaba, Salazar y González fueron los primeros en desertar. Nos despedimos y cada quien se fue por su lado. Cayetano y yo mantuvimos la esperanza de encontrar un hueco dónde caer. Había varias opciones, pero ninguna parecía convencernos de poner la marcha. Comprendí que quería otra cosa; estaba en busca de una aventura que le devolviera el espíritu de aquellas épocas. Traté de complacer sus requerimientos, a pesar del dolor en los pies y el sueño que me desmoronaba. Si no dormía dieciséis horas como mínimo, estaba frito. Se le ocurrió a que fuéramos a una discoteca, pero ésta estaba repleta y apestaba a sobaco. Luego, fuimos a otra y pasamos el rato bebiendo sangría. No estaba funcionando. Le dije que si quería llamar la atención de las féminas, la sangría nos hacía ver muy gais; así que pedimos sendos tragos que nos devolviera la esencia del macho alfa. Y tenía razón. Dos muchachas nos invitaron a bailar y la espera dio sus frutos.

No soy nada conversador. Cualquiera dirá que el aburrimiento es mi sello distintivo y repelo toda iniciativa de mi acompañante. En cambio, me gusta escuchar. Creo que eso sí me define de cuerpo entero. Mi receptor se siente cómodo al dejarlo explayar toda esa emotividad contenida, que quizá el papel de "paño de lágrimas" era ya una garantía de sentirme miserable toda la noche. En cambio, Cayetano la estaba pasando bien. Creo que ya se la estaba tirando en el baño, porque no lo veía en ningún lado. Pensé que se había largado y arrimado la cuenta de las bebidas. Pero no, al poco rato volvió, transpirado y agitado como una gelatina recién cuajada. Ni qué decir de su compañera, que llevaba la blusa arrugada y con el maquillaje alborotado, que parecía una pintura de Picasso. La muchacha estaba hecha una cuba, así que no sería extraño que se dejara tocar más de la cuenta sin que lo notara. Todo lo contrario a mi pareja, tan sobria como yo, que ninguno de los dos sintió la necesidad de ir más allá de una agarradita de manos o una sonrisa incómoda, en medio de un silencio también incómodo.

La muchacha tenía que irse. Era comprensible. Le dije a mi amigo que habían venido juntas; por tal motivo, debían irse juntas. Trató de convencerlas que se quedaran un rato más o, de lo contrario, ir a un lugar menos bullicioso en donde podamos pasar un "momento agradable". No atracaron. La más borracha se puso insolente y sólo atinaba a balbucear incoherencias. Me imagino que la mamá de Cayetano formaba parte de su repertorio. Sin provocar un incidente mayor, las despachamos en un taxi y sanseacabó. Ni siquiera intercambiamos teléfonos. Eso demostraba que no éramos más que un divertimento fugaz, de difícil recordación.

Cayetano también tenía sus copas de más. Caminamos largo y tendido a través de una larga y solitaria avenida. Era la única manera que le pasara la borrachera. Yo tenía sueño. La ventaja de no ser tan pollo. No se me ocurrió mejor idea que comer salchipapas en El Burrito. Estaba abierto toda la madrugada y nunca era tarde comer frituras saturadas en grasa. Tenía hambre, no había comido nada desde temprano. Pedimos una porción grande de salchipapas y picamos de ahí, junto con una jarra de chicha morada, con más agua que chicha. La mesera que nos atendía no estaba mal, tenía buenas piernas bajo esa diminuta falda y dos generosos pechos que ocuparon toda mi atención. Cayetano no perdió el tiempo y le pellizcó en la cintura cuando ésta pidió la orden. La muchacha le quitó la mano enseguida, quejándose del atrevimiento. "Amarra a tu perro", dijo. Me disculpé por el estado lamentable en que se encontraba, pero no fue suficiente.

Cuando el piqueo se había terminado, la muchacha regresó a recoger la mesa. Cayetano, muy suelto de huesos, le dijo: "Amiga, ¡qué buena está tu papa!". No supo si reír o darle una cachetada. Entendió la indirecta y simplemente se marchó. Luego, Cayetano se echó sobre el asiento y se quedó dormido. Hasta se puso a roncar, sin respetar a la pareja que teníamos a la espalda. Pedí la cuenta y la muchacha sugirió que volviera otro día, pero solo. Comprendí que mi amigo no era una buena compañía para disfrutarla después de las doce. Sin embargo, prefería verlo así que verlo sobrio, tan soberbio y metido en su personaje de ministro o ejecutivo de alto rango. Por eso me gusta estar solo. Las malas compañías me quitan la oportunidad de ser yo mismo y quedo siempre en el papel de niñera.

Llevé a mi amigo al paradero. Estaba aclarando y el reloj marcaba las seis de la mañana. Tomó el primer bus que pasó por esa calle, rumbo a su casa. Mientras, aún solo y sin que un alma decidiera asomarse, regresé a El Burrito. La mesera se sorprendió verme. Pedí un café bien cargado. Me tomaría diez minutos beberlo... y olvidar lo que había pasado aquella noche.

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