martes, 19 de febrero de 2013

La chica que quería matar a su padrastro

Leyla Santander era extraña. Su aspecto asustaba a cualquiera. Era difícil no pasar inadvertida y trataba siempre de mantenerse al margen de las circunstancias. En el colegio era vista por sus compañeros y maestros como una friqui, una de esas muchachitas vestidas de negro que no les importa nada, que fuma a escondidas y tiene sexo con cualquiera. Esa era la reputación que todos conocían, que todos querían creer, que la habían catapultado al mismísimo infierno de la infamia. Sin embargo, a ella le importaba un carajo que comentaran a sus espaldas cuentos inventados por gente que vivía en el oscurantismo del prejuicio. Aunque nunca fue objeto del bendito bullying, más por temor de ellos a que sacara una pistola o un cuchillo, se sentía discriminada por cosas que ellos creían ciertas y alimentaban aún más su leyenda. Le gustaba, como a la vez le molestaba. Sus enormes ojos negros, adornados con piercings y delineador, eran penetrantes, rígidos, matemáticamente controlados para demostrar que tenía carácter, reflejaba más bien un tormento que la acompañaba desde mucho antes, sin que nadie pudiera entender la razón de su aislamiento.

A la edad de cuatro años, quedó huérfana de padre, sin siquiera haber entendido cuáles fueron las circunstancias de su deceso. Al poco tiempo, su madre contrajo nuevas nupcias con alguien que aparentemente demostraba tener una bondad por los suyos, que sin embargo, pudo desnudar habiendo ya tomado posesión de la casa y de la vida de quienes la habitaban. Leyla fue sometida a brutales vejaciones, que hasta la madre permitía que se las hiciera porque no conocía a otro hombre que pudiera aceptarla con una hija. Guardaba silencio y apoyaba al marido de toda acusación. "Eres tú quien se le insinúa, puta", decía la mujer a su propia hija de tan sólo ocho años. Y hay que decir que Leyla había desarrollado notoriamente para su edad, que muchos dirían que tuviera doce o catorce años.

Cuando cumplió los diez años, Leyla podía defenderse sola. Había engrosado y sus músculos podían ayudarla a soportar un golpe de su atacante. El padrastro, al verla en paños menores, quiso ultrajarla como de costumbre, sólo que se llevó una sorpresa. Leyla le cortó la cara con una tijera y le mordió el cuello, aduciendo que era una vampira. La madre, al ver la reacción de la muchacha, optó por echarla a la calle y llevarla donde su abuela. Ya tenía suficientes problemas con que el marido no se fuera de la casa, así que era una decisión extrema pero conveniente para ambas.

La abuela comprendió en todas las cosas que había tenido que vivir Leyla, así que le enseñó que hay otros caminos necesarios a la paz espiritual. La educó hasta convertirla en la imagen que era ahora, misteriosa, fuerte y decidida, sin dejar entrar a ningún hombre en su corazón. Se dedicó a la lectura y a la música. Su disciplinada actividad académica y familiar la llevaron luego a buscar empleos de archivadora o mecanógrafa. Era rápida, intuitiva, que a ninguno de la oficina le importó su look, porque no era un requisito indispensable. Se había ganado el respeto de sus superiores que le ofrecieron el puesto de investigadora, cosa que le fascinó desde el primer día. Gracias a sus habilidades innatas, pasó a las órdenes de un staff de abogados, que le ofrecían un buen sueldo y la disponibilidad que requería por sus servicios. Los casos era muy bien estudiados y no se le escapaba los detalles. Así ganaban y los clientes aumentaban por la eficacia del bufete.

Ahí conoció a un joven abogado. Nunca supo si era amor o simple atracción, pero no se despegaban por ningún motivo. Fue el único que escuchó de sus palabras la difícil transición de niña a mujer y el odio que aún le guardaba a su padrastro. Le dijo, sin titubeos, que lo matara, porque un juicio a estas alturas era improbable. A ella le causó sorpresa que un abogado recomendara una acción de ese tipo; pero era una decisión sabia y reparadora. Recordó lo que su abuela le había enseñado con eso de los "otros caminos necesarios a la paz espiritual". Y así lo hizo. Esa misma noche, presa del frenesí, hizo por primera vez el amor con un hombre a quien no odiaba. Se dio cuenta que había guardado sus deseos por mucho tiempo. Fue toda una máquina de follar. El hombre quedó agotado enseguida, pero no exento de deseo por ella. Se hicieron de todo esa noche y pactaron en terminar con ese rencor de una vez por todas.

Supo que su madre aún vivía con ese viejo bastardo, como así le llamaba. Empezó a organizar un itinerario de su persona, sus horas de salida y de llegada, a dónde iba, con quién se veía. Para su sorpresa, el gusto por las muchachitas no lo había perdido. A espaldas de su mujer, se recurseaba unas fichas para despacharse a dos adolescentes recién entradas en carnes. El tipo tendría lo suyo, porque era muy requerido en algún cumpleaños o lo que fuera, con tal de saciar sus instintos bestiales. Fue por esas fechas que pudo descubrir su siguiente movimiento. Fue el invitado de honor de una parrillada y, como se destila en ese tipo de reuniones, el trago y las chicas fáciles estaban servidos en bandeja.

Leyla esperó dentro del auto de su amigo el abogado. Tenía su lado perturbador, como pudo darse cuenta. Su experiencia en casos de ese tipo, donde el homicidio era el plato principal, le habían dado ciertas pautas para enfrentar sus miedos. Conocer a esta muchacha, fue lo mejor que pudo haberle pasado. Ambos tuvieron un extraño sopor que los llevó a correrse antes de que el viejo apareciera. Minutos después, vieron al tipo llegar, acompañado de las dos adolescentes. Entraron a un hostal, nada glamoroso y desvencijado. Luego, la joven entró sola al antro y preguntó en recepción por el viejo, cosa que el encargado no quiso brindarle la información, hasta que un par de puñetes en el rostro le hizo cambiar de idea. Subió al 303 y esperó afuera hasta que se hubieran calateado y así poder agarrarlos con las manos en la masa. Cuando las muchachas se hubieron ido, contó hasta diez y abrió la puerta. El viejo estaba pasado de copas así que no tuvo mayor resistencia. Cuando volvió en sí, se encontraba amarrado de las extremidades en cada punto de la cama. Tenía una cinta adhesiva en la boca, que sus gritos eran imperceptibles. Al principio no supo quién era su atacante, pero más tarde comprendió de quien se trataba. Y tuvo mucho miedo.

Leyla sacó un cuchillo y empezó a escribir con él sobre el pecho del viejo. La sangre brotaba y el tipo se desesperaba por librarse de sus ataduras. En el techo había un espejo y fue tal la astucia de la muchacha que escribió al revés para que él pudiera leer lo que tendría marcado de por vida: "Soy un puto, me gustan las niñas". Luego, roció sobre las heridas media botella de alcohol y encendió un cigarrillo. Le cogió el pene, lo estimuló hasta quedar rígido y le quemó el glande. Con una cuerda, enrolló el miembro hasta que las venas estuvieran a punto de reventar y se lo cortó de un tajo. Aún erecto, se lo metió por el culo. Antes de marcharse, le dijo al oído: "Espero que te haya gustado". Salió y dejó al tipo que se desangrara hasta morir.

La noticia fue el referente de titulares por varias semanas. Hasta las muchachas que acompañaron al viejo fueron sindicadas como autoras del crimen, mientras que el recepcionista había desaparecido de su centro de labores. Convenientemente, no podría declarar qué sucedió en aquel "Hostal del terror", como la prensa amarilla había bautizado aquella espeluznante noche. Por su parte, Leyla volvió al trabajo y su aspecto había cambiado notoriamente. Estaba mejor vestida, su cabello ordenado y reacondicionado por un experto irradiaba una sedosidad envidiable. Fue la primera vez que la vieron sonreír y predijeron que haría historia dentro del bufete.

Foto original: Mustache

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