Hoy cumplo
cincuenta. Los años no pasan en vano y siempre es bueno hacer un recuento de lo
que me jodió los últimos cinco, cuando escribí sobre lo que sentía al cumplir
los 45. No es muy diferente la sensación, creo que te llenas de experiencias
gratificantes y también desastrosas con las cuales poder combatir con un poco
de gin tónic. Mis hijas ya están grandes, independientes y muy dedicadas a sus
propios problemas existenciales que todo adolescente experimenta. Su madre,
sigue en Miami con su excéntrico novio, que ya la está haciendo larga con el
casamiento. A veces hablamos, pero yo no tengo nada más que decir de su dichosa
vida acomodada. Ese ya es un capítulo que he cerrado definitivamente. Lo que me
importa son mis hijas, aunque ellas no se percaten que las necesito como un
bálsamo contra el sufrimiento. Y creo que, a estas alturas, me doy cuenta que son
dichosos, libres, alegres, con metas definidas; es más, nunca me han preguntado
cómo me siento yo, qué es lo que estoy haciendo o qué necesito. Siempre he sido
para ellos la columna inamovible, que todo lo soporta, y confiere a mi temple
el valor por el cual me ha caracterizado: autosuficiencia. Es extraño. Soy un
accesorio para ellas, soy el padre divertido que les regala un chiste o una
frase irónica e ingeniosa, que aún desea leerles un cuento antes de dormir
-ellas prefieren subir fotos a sus redes sociales-. Con la mayor, al menos, no
hemos tenido una conversación profunda de las verdaderas cosas que le preocupan.
Para eso tiene a su madre, dice. Es práctica, lo entiendo; no quiere
comprometer sus sentimientos estando lejos.
¿Eres feliz,
papi?, me preguntó hace un par de años la menor. Una pregunta que lo esperaría
de su madre o de su hermana. Realmente no supe qué responder. Creo que todos
somos felices a nuestra manera. Soy feliz cuando me va bien en el trabajo y soy
reconocido por mis superiores; soy feliz en el cine o cuando veo The Crown por
enésima vez en Netflix; soy feliz cuando escribo estas elucubraciones de hombre
maduro sin perspectiva social. Pero soy
más feliz cuando estoy con ellas; tan solo escucharlas unos minutos por
teléfono ya es un regalo bendito. Pero nadie sabe qué es lo que siento en
realidad. Ni siquiera yo. Cumplir cincuenta es la mitad de una carrera que
quiere seguir pujando hasta la meta. Tal vez sea uno de esos afortunados que
sobrevivirá al cometa Halley una vez más cuando pase por aquí. O tal vez no.
Tal vez me muera mañana. Nadie sabe. La vida es relativa y hay que disfrutarla
como se pueda.
Hubiera
deseado cambiar muchas cosas en estos últimos cinco años. Ya es tarde. Las
cosas se dieron y punto, ya no es tiempo de lamentos ni de falsas esperanzas con
el si yo hubiera… No basta, se necesita sentido práctico de enmendar las
acciones con más acciones, no con ideas, pensamientos ni lamentos. Nos ponemos
autocríticos cuando en realidad ya fue tu tiempo y no necesitas prorrogar más
el tan mentado “me arrepiento”. Por supuesto que no me arrepiento. Ya no.
Finito. Kaput. La única vez que me he arrepentido ha sido el haber dejado que
mi mujer se alejara de mí. Lo reconozco, fui muy egoísta y no le di el valor
que se merecía a mi lado; pero pudo soportarlo, pudo rehacer su vida porque
ella se lo exigió a sí misma, porque se dio una nueva oportunidad. ¿Por qué no
lo pude hacer yo? He rechazado infinidad de veces volver a estar con alguien,
no porque no me sienta seguro ni preparado, sino que me he encerrado en una
burbuja de la cual no dejo que nadie entre. Saben que estoy ahí, que me pueden
necesitar; pero ya no me dan ese plus que tiene un padre o un esposo. He caído
en la idea de ser solo el “amigo de la casa”. Y bien ganado lo tengo.
Quizá la
pregunta de mi pequeña hija sea la clave. ¿Soy feliz? ¿En serio lo soy? A pesar
de los accesorios ya mencionados, debe haber algo más, y no solo lo espiritual
-que está descartado de plano-, es más que eso y lo he de llevar a otro nivel
para entenderlo. No soy hombre religioso, mucho menos creo en vidas alienígenas
ni cosas que caigan en lo paranormal. Mi fe se resume a hechos humanos,
fortuitos y de naturaleza explícita. No hay nada más. El miedo a estar solos en
el universo y crear dioses para explicar nuestra procedencia, se lo dejo a los
teólogos y a los fanáticos. Si un libro está bien escrito, es suficiente para
mí. Eso es creación. Y siempre hemos creado mitos y leyendas. Somos buenos en eso.
¿Por qué no aceptarlo?
Los cincuenta
son bonitos. Te hacen ver como el viejo sabio de la tribu, al que todos buscan
para que le soluciones sus más intrincados problemas. Y volviendo al principio,
nadie se preocupa por saber en qué piensa ese viejo sabio. Tal vez porque no
dejo que lo hagan. Soy un enigma dentro de una caja fuerte cuya combinación
está en el fondo del mar sin posibilidades de recuperarla. Ese soy yo, una capa
tras capa de incógnitas, paradojas y arcanos subterfugios que se mantendrán ahí
como he querido que sea. Y no es una queja. Es un hecho. Soy feliz, aunque mi
cara de pocos amigos demuestre lo contrario. Tengo la dicha de formar parte de
esta comunidad ajetreada por las deudas, la escasez de empleo y de los corruptos
de siempre. La vida no es perfecta, pero tiene su gracia, su encanto. Hay que
ver el lado divertido, la luz del día -aunque el Sol no nos acompañe- y pensar
que el día siguiente será mejor. Eso sí, comer mucha fruta y tomar mucha agua.
Los cincuenta
es el inicio de algo nuevo. Es el segundo tiempo. Y si hay que jugar
suplementarios, desde ya voy a prepararme, no quiero romperme un hueso en el
camino. Tal vez les haga caso a mis hijas, después de todo: buscar una buena
mujer que me aguante. No quisiera decepcionarlas, pero últimamente no hay mucho
de dónde escoger. Por lo pronto, he de publicar un libro, hacer una película y
volver a releer a Hemingway. ¿Para qué más?