jueves, 13 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 1)

Fue algo insólito y desafortunado el habernos involucrado en este acertijo. Esperábamos encontrar respuestas, y ninguno de nosotros pareció percatarse de ello apenas cruzamos el umbral, un umbral que nos condujo a nuestra propia perdición. Nos advirtieron que fuéramos reservados, pues se trataba de una sociedad secreta que debía permanecer en el anonimato. Durante muchos años han permanecido en la clandestinidad por obra y gracia de sus oponentes, que consideraron una amenaza su existencia, tratándose de asuntos relacionados a lo profano y lo sagrado. Menuda ambigüedad. Los hombres que nos escoltaban hacia el salón oval no eran del todo amigables, simplemente cumplían el trabajo asignado. Dijeron que esperemos, mientras el Gran Hermano llegaba. Me pregunté qué querían de nosotros.

A simple vista éramos un grupo de académicos dispuestos a desentrañar un estado de cosas irresolutas para ellos. Apenas nos habíamos conocido esa misma tarde cuando cada uno fue citado a las oficinas del Gran Triunvirato, en estricto orden por diferencia de segundos. Nos asignaron un número sin jerarquía, solo de llegada, y debíamos jurar un compromiso de confidencialidad. Fuimos elegidos al azar motivados por nuestra hoja de servicio y nuestras especialidades. Número 1 era historiador, un hombre cerca de los sesenta, al parecer con mucho conocimiento de teorías alternativas sobre el descubrimiento de las cosas que hoy conocemos. Número 2 era profesor de física en una reconocida universidad. Era joven, de aspecto corpulento pero de trato agradable. Número 3, un bibliotecario de edad avanzada, pero lúcido como un radar, especialista en temas medievales. Número 4, o sea, yo, un crítico de arte especializado en obras falsificadas. El grupo idóneo que necesitaban, pensé.

El Gran Hermano era uno de los tres Principales de la Orden. Rapado, mediana edad, sus cejas pobladas le daban un aire siniestro. Se disculpó por la demora y fue directo al grano. Debíamos encontrar una reliquia escondida en las catacumbas de la Catedral de Lima y que pertenecía a Juan Francisco Vizcaya de San Jerónimo, Vizconde de Baloñas, enterrado ahí en 1786 luego de sufrir una terrible enfermedad. Lo primero que se nos vino a la mente fue si era permisible entrar a las catacumbas simplemente porque él lo quería. Y acertamos. Número 1 explicó a los presentes que el Vizconde había sido enterrado en España, concretamente en la Iglesia de San Clemente de Taüll, cosa que estaba registrado. Pero al parecer, el Gran Hermano tenía otra información que los libros obviaron por alguna razón en particular.

El Gran Hermano explicó que el traslado de los restos del vizconde sería la coartada perfecta para esconder el tesoro que tanto ocultaba del virrey Manso de Velasco, el Conde de Superunda, su más acérrimo perseguidor, y que sus sucesores siguieron buscando insistentemente. Número 3, dijo que, según el catálogo Driscoll-Nash, en el folio XXIII-B de la Biblioteca del Capitolio de los Estados Unidos, se menciona la existencia de un relicario donde según la creencia llevaba la sangre de San Francisco de Asís. Dicho relicario fue saqueado durante la ocupación mora a España, que luego pasó de mano en mano hasta ser propiedad de la familia del Vizconde. Tenía el poder de la curación y muchos deseaban sus propiedades para detener los males de la época y la prolongación de la vida. El Conde de Superunda, al saber que Vizcaya de San Jerónimo se había establecido en Lima, hizo todo lo posible por apoderarse del relicario, pues, temía que otro terremoto como el de 1746 azotaría la ciudad.

-Ese catálogo no es muy conocido -dijo Número 3-. Pocos sabemos de su existencia.

-Y es una suerte tenerlo con nosotros para que nos ilustre sobre estos temas -acotó el Gran Hermano.

-Y por todo esto -dijo Número 1-, debo deducir que este relicario es el objeto que debemos buscar en las catacumbas.

-Efectivamente -dijo el Gran Hermano.

-Si el relicario tenía el don de sanar... ¿por qué no lo curó a él?

-Existe la creencia -dijo Número 3-, que quien posea el relicario está exento de dicho poder. Solo él puede administrarlo para los demás... mas no consigo mismo.

-Según la filosofía de San Francisco de Asís -dije.

-Exacto. "Haz el bien, sin recibir nada a cambio".

-Si no tiene poder para sí mismo... ¿en qué los beneficia a ustedes? -Dejó su silencio Número 2.

-Es un objeto de estudio, tiene valor histórico -aclaró el Gran Hermano-. No se guíe por las apariencias. Somos una sociedad altruista. Y queremos lo mejor para nuestra gente.

-¿"Su" gente? -Dijo Número 2.

-Todos nosotros, señor -dijo el Gran Hermano-. Sin distinción de clero, raza, posición social. Si en verdad es cierta esta teoría... tenemos en nuestras manos un arma capaz de aplacar todos los males que aquejan a nuestro país.

Aquella sesión se prolongó más de lo esperado. Y fue revelador que ninguno de nosotros tenía responsabilidades familiares, así que nuestra ausencia no sería notada por nuestros más allegados. Sin embargo, me preocupaba que nos tendrían pernoctando aquí, sin salir a la luz pública hasta que todo esto llegase a su final.

(Continuará...)

No hay comentarios: