martes, 18 de octubre de 2011

La reunión de los hombres ilustres (Parte 3)

Número 2

Soy hombre de ciencias. Me baso en hechos científicos para explicar un fenómeno de acuerdo con los tratados existentes. Buscar respuestas palpables es mi oficio. No creo en esas tonterías sobre conspiraciones ni piedras filosofales que expliquen el porqué del universo. Desde que me trajeron a esta casa no he dejado de cuestionar todos estos métodos de amedrentamiento que lo único que hacen es demostrar su ceguera frente a lo real. Ni siquiera han dicho una palabra, lo que me hace suponer que ni ellos mismos se la creen. A no ser que sus juegos psicológicos quieran hacerme desistir de mi idea, la que confío voy a salir bien librado. El joven que habla conmigo parece tener más agallas que el resto de su equipo, que solo mueven las articulaciones frente a un estímulo sensorial que le es dado como una orden. No sé nada de triunviratos ni ceremonias pseudoreligiosas. Lo único que sé es que estuve en medio de un trabajo sobre mi teoría de la absorción de energía: el peso de un cuerpo que cae debe ser proporcional a la presión que deja sobre la superficie. La medida del orificio coincide con la velocidad y el trayecto del proyectil, lo que equivale a la fuerza de la masa que desencadena dicho cráter. Quizá esta gente quiera robarme el trabajo, pero solo me hablan de fábulas y sectas secretas.

La física me ha dado una buena posición en el mundo académico. He sido reconocido por mis investigaciones y puedo ejercer la docencia sin sentirme obligado a revelar fórmulas universales que expliquen el origen del universo. Soy didáctico, pero severo. Quisiera decir lo mismo de mi matrimonio, pero las cosas no son como se las espera uno. Mi mujer me pidió el divorcio y se llevó a las niñas. Su alegato contra mí fue que anteponía mi carrera en vez que mi a familia. Y era cierto. En ese aspecto soy egoísta y me enfrasco en acertijos dignos de ser diseccionados. De no ser así, ¿qué sería del mundo sin teoremas?

El joven tiene esperanzas en que pueda ayudarlo en este trabajo, el cual no me da detalles porque eso le corresponde al Gran Hermano, su jefe, y solo está autorizado para recibirme y darme la comodidad que un anfitrión se esmera en ofrecer a un invitado. Ni siquiera me atrevo a hablar. Hasta el momento solo he escuchado sus argumentos sin que por ello no dejen de ser interesantes. Quizá me haga falta un poco de emoción a mi vida después de todo. Si es una broma de algún colega, déjenme decirles que es la mejor de todas.

Me conducen a una habitación. No estaba mal. Debo admitir que esta gente sabe lo que es comodidad. Lo malo es que no hay papel ni lápiz, no puedo seguir trabajando sin mis documentos. Todo lo dejé en la casa. A medida que pasan los minutos, el silencio es desolador. Ahora sé lo que sentía mi mujer durante las largas noches que me ausentaba de casa. Lo siento más por las niñas, que no tienen la culpa de mis acciones. Ya mi matrimonio estaba condenado al fracaso desde el día que le pedí la mano. Quizá no lo sabía en ese momento, pero de haberlo sabido, sinceramente hubiera desistido de que nos casáramos. Nacieron las gemelas y todo cambió, más para mal que para bien.

Un pequeño golpe en la puerta es preámbulo para que una joven ingresara a la habitación. Llevaba una bandeja con café, galletas y otros manjares. La muchacha no tendría más de veinte años. Vestía un uniforme anticuado, casi diría que era una sotana, como de las novicias. Ni siquiera me miraba. En silencio, dejó la merienda sobre una mesita al lado de la cama y se retiró. Vaya que si está loca la gente. Pero me apetece un café. No he comido desde la tarde y ya era hora que se manifestaran con algo. Hubiera preferido un bocado más sustancioso, pero a no tener nada, me conformo con estas galletas y bizcochos, que parecen haberlos hecho aquí mismo. Se notan frescos y de buen aroma. Mi mujer también los hacía frescos. Muy ricos, para qué. Pero esa ya es otra historia, otro capítulo que me perdí de la programación habitual.

Cuando me abordaron para entregarme la tarjeta, horas previas a mi encuentro con el mayordomo de la Orden, no quise aventurarme de inmediato a sacar conclusiones. No lo tomé en serio, indudablemente. Pero llamé, y creo que me arrepiento de haberlo hecho. Aunque preferí que pasara porque no sabía si ante mi negativa, pondrían un cañón de pistola en mi cabeza para obligarme a acompañarlos. Por suerte, esta gente no es de las que ves en televisión. Me aterra más que sean considerados que bravucones. No hay nada peor que un hombre gentil que te ofrece café y galletas. Ni siquiera veo mazmorras ni cuarto de torturas. ¡Qué indignante!

Escucho un auto. ¿Otra visita sorpresa o es que el Gran Hermano no quiere esperar la mañana para dialogar? ¡Carajo! Este bizcocho es una delicia.

(Continuará...)

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