La bóveda
La
última misa de la noche había llegado a su fin. Los feligreses ahí reunidos, en
busca de contrición y plegarias para sus más allegados, desalojaban la Catedral ordenadamente.
Solo nosotros cuatro permanecimos sentados en las bancas, distribuidos en todo
el salón, esperando el vacío absoluto. Nunca fui creyente nato sobre los
misterios divinos ni la misericordia de Dios. Mi crianza no era acólita ni
apegada a las normas de la iglesia; más bien, crecí en medio de disputas
ideológicas acerca de la igualdad de derechos y la reivindicación del más
oprimido. Siempre busqué la verdad. No sé qué tuvo que ver con mi afición por
el arte y la curación de obras valoradas en miles de dólares. Pero me interesó
saber si realmente eran genuinas. Por ahí iba la cosa. La verdad de las cosas.
La verdad absoluta. Hubo una época en que las falsificaciones estaban en la
puerta del horno y muchos se enriquecieron de las mismas. Fue ahí que entré a
tallar y averiguar pacientemente si Los
girasoles de Van Gogh eran auténticos o el autorretrato de Rembrandt lo era
aún más. Afortunadamente, me volví un especialista y era requerido para toda
investigación de este tipo. Ahora estoy a punto de desentrañar este misterio
por el que todos tratan de encontrar respuestas y ser testigos de una
revelación más allá de toda comprensión, o simplemente de una leyenda atribuida
a unos fanáticos que quieren ver monos cuando en realidad solo hay árboles
marchitos.
La
puerta de la Catedral
se cerró tras el último visitante en abandonar el recinto. El vicario, un
hombre de mediana edad, robusto y aspecto de santo, puso el último cerrojo en
su lugar y nos condujo en silencio a la capilla de la Virgen de la Encarnación , ahí nos
esperaba un joven monaguillo que ya había retirado la rejilla que daba acceso a
la catacumba, iluminada en su interior por un circuito de luces instalado para
su estudio arqueológico durante horas matutinas. Sabíamos que dichos personajes
eran miembros activos del Gran Triunvirato y actuaban clandestinamente a los
ojos del cardenal. El sigilo debía ser pulcro y sin dejar huellas.
Bajamos
uno por uno. El monaguillo y el vicario permanecieron arriba, y el primero
volvió a colocar la rejilla de la entrada. “Ahora ustedes están solos”, dijo el
vicario. Miramos cada una de las fosas, conteniendo restos humanos de muchos
siglos antes. El olor a humedad era notorio. Número 2 graficó mentalmente la
bóveda y trazó unas líneas imaginarias en el aire, buscando la ubicación exacta
de dónde podrían estar los huesos de quien fuera Juan Francisco Vizcaya de San
Jerónimo, vizconde de Baloñas, pero era imposible de adivinar. Habían setenta y
cuatro cuerpos, uno encima del otro, según cómo eran enterrados en aquella
época.
Delicadamente
fuimos sacando los huesos de la primera fosa. El hedor a humedad era
insoportable y Número 1 tuvo arcadas que Número 3 tranquilizó para que no
cometiera un sacrilegio estomacal frente a los difuntos. Las horas pasaban y no
habíamos encontrado nada en las demás fosas. Tal vez, no estaban aquí. Hay
otras bóvedas en el resto de la
Catedral donde podría estar el cuerpo. No. Es aquí donde
enterraron a los nobles y es aquí donde debiera estar. Con una pala escarbamos
la tierra acumulada debajo de nuestros pies. Con ayuda de Número 2 quité los
huesos que íbamos encontrando, como si existieran otras tumbas aún no
descubiertas por los arqueólogos. Número 3 nos pedía que aceleráramos la
marcha; sus ojos habían cobrado un brillo estremecedor, poseído por las ansias
de encontrar por fin nuestro tesoro perdido.
De
repente, el filo de la pala palpó algo duro. Supusimos que era una piedra o el
final de la posa. Ya con las manos, Número 2 y yo escarbamos la poca tierra que
podíamos sacar. Y ahí estaba. Una caja de madera, tallada a mano, cuya tapa
estaba repujada con plata. El asombro y la consternación nos invadían. Sin más
preámbulos se la dimos a Número 1 para que la envolviera y la guardara en la
bolsa negra que habíamos traído. Cuando nos dimos cuenta ya estaba amaneciendo
y el vicario y el monaguillo fueron a nuestro encuentro. Debíamos abandonar el
recinto lo más pronto posible.
-¿Y
qué pasa con los huesos? –Dije.
-No
se preocupen por eso –dijo el vicario-. Nos encargaremos. Ahora, váyanse.
Sucios,
cansados y con una joya en nuestras manos, abandonamos la Catedral antes que las
primeras luces del alba nos delataran. Ni siquiera nos dimos cuenta de los
guardias que custodiaban Palacio de Gobierno. Habrán pensado que éramos
trabajadores de las excavaciones. Cruzamos la Plaza Mayor y ahí nos
esperaba un auto, que nos parpadeó con sus luces como aviso. Entramos de
inmediato. El chofer era el joven mayordomo.
-¿Lo
tienen? –dijo.
Confirmamos
nuestro hallazgo y salimos de ahí apenas puso un pie en el acelerador. Podrán
decir que soy paranoico, pero juro que uno de los guardias que vigilaba la
entrada a Palacio hablaba desde un walkie talkie. Número 2 no dejaba de
murmurar que el trabajo fue demasiado fácil. El resto solo ofrecía miradas
cansadas e inquisitivas, mientras reparaban en la bolsa negra que Número 1
llevaba consigo.
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