lunes, 10 de octubre de 2011

Stand up comedy

Muchos de los que vienen aquí van a contarles la historia de su vida; sobre sus traumas con su familia y los problemas personales que conlleva separarse de su pareja. O, de cómo nos traga la vida con la tecnología y el boom de la comida chatarra. Bueno, no seré la excepción. Confieso que soy un tipo difícil; sobrevalorado y conflictivo. Algunas veces no me considero parte de la historia, pero tratan de meterme como sea. Es como aquel tipo que quiso salir adelante, pero lo mandaron por la puerta de escape. Así es como veo las cosas, intransigentes, irresolutas, deformes por la vacuidad existencial. A juzgar por las apariencias, pensarán que soy inofensivo. Es el prejuicio que todos llevamos dentro. No, no se rompan la cabeza por descubrir qué hago o a qué me dedico en mis tiempos libres... En otras palabras, soy un vago. No porque quiera serlo, sino que me obligaron a serlo. Desde que tengo memoria, no me ha gustado hacer nada, solo divagar y soñar. Es lo más fácil del mundo. No era bueno en el colegio. Mucho menos en la universidad. La única vez que fui a una fue para llevarle los cuadernos a una amiga. Mi padre siempre decía que para ser alguien en la vida hay tener un cartón. "Bueno", le dije, "en mi cuarto tengo una caja de galletas, eso puede ser útil". Ya se imaginarán qué me respondió. Mi madre, en cambio, era una persona comprensiva. "¿No quieres estudiar, hijito? Ya, pues, no estudies. Pero vete de la casa". Y me fui de la casa. Pero volví porque tenía que sacar mis cosas.

Pero sí trabajé, no crean. Hice de todo. No me quejo. Lo malo es que no pagaban. Conocí a mi actual pareja y juntos abrimos una tienda. No estaba mal. Al principio -no les miento- abrimos la tienda con una caja de fideos y una lata de atún... que luego nos las comimos porque no teníamos qué comer. Pero, después, ya ni sabíamos qué teníamos ahí. La tienda prosperó; pero nuestra relación no. Ella, con su sentido de la responsabilidad, no descansaba ni en feriados; yo, coqueteaba con las caseras. Era buena onda, palabra, tenía que ganarme al cliente; así que, ni corto ni perezoso, les metía letra. Uf, las tías se desvivían de lo lindo. Parecía que sus maridos no les hacían caso porque me contaban cada cosa. Sí, palabra. Un poco más y abro un consultorio. Me gusta escuchar a las personas. Cosa curiosa, a nadie parece interesarle lo que yo opine. En fin, la relación se puso tensa porque mi mujer pensaba que la estaba engañando con una de estas señoras potables. Era posesiva, celosa y obstinada. Así que nos separamos. Me llevé un kilo de arroz y un par de chocolates para el camino.

Afortunadamente, mi abuela me recibió con los brazos abiertos. Pensó que me quedaría un par de días. Esta vendría a ser mi abuela número cuatro. No sé de dónde las sacaba mi abuelo. Cuenta la leyenda que ella vino como empleada. Un día estaba encerando el piso y mi abuelo la vio agachada. "¿Te ayudo, hijita?" Y así empezó todo. Mi abuela es joven, hasta podría pasar como mi tía. Tiene un carácter... Es de esas personas que acusan y luego preguntan qué pasó. Sí. Como fiscal o jueza la rompe. Varias veces me ha acusado injustamente del caos que generaba su propio hijo. Bueno, al fin y al cabo, era su hijo y tenía que defenderlo. Y es tan fresco y zángano. No mueve un solo dedo para limpiar la casa. Yo tengo que hacerlo. Le gusta ensuciar, desordenar, alzar la voz como un rey feudal; pero ni siquiera es capaz de agarrar una escoba. Yo lo tengo que hacer, solo porque estoy viviendo ahí. Ahora está con una gorda igual que él. Son la versión chalaca de Mike & Molly. Bueno, él no es policía. Si lo fuera, no atraparía a nadie. Mandaría al otro a que lo haga. En fin, son tal para cual, porque ella tampoco le gusta hacer nada por la casa. Dice que porque trabaja, viene cansada. Supongo que sí. Pero tiene el fin de semana para, al menos, barrer y lavar los platos, como corresponde. No, tengo que hacerlo yo. Y como la abuela permite todas esas cosas... no hay por qué quejarse. Así es la vida.

Felizmente, conseguí un nuevo empleo y me va bien. Acabo de mudarme y vivo tranquilamente. Ahora mi abuela me llama para saber de mí y me pregunta cuándo voy a la casa. "¿Por qué, no hay quien lave los platos?". Y me cuelga el teléfono. Hace un momento dije que a nadie parece interesarle lo que yo opine. Y es cierto. El teatro está vacío.

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